Palito Ortega: “Hice hasta lo que no me había atrevido a soñar… y yo a la hora de soñar siempre lo hago en grande”

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Palito Ortega: “Hice hasta lo que no me había atrevido a soñar… y yo a la hora de soñar siempre lo hago en grande”

Por Martín Artigas
Palito Ortega cree en el destino. Es más: está convencido de que nada de lo que le pasó en la vida sucedió por azar, sino que todos fueron pasos necesarios para llegar hasta donde está ahora, bebiendo lentamente un whisky (“del bueno”, tal como pidió) en la oficina de su productora, en Palermo. Por eso, no puede enojarse con el pasado, ni detenerse en reproches por aquello que no hizo o por las decisiones equivocadas que pudo haber tomado a lo largo de sus 76 años.

La excusa para conversar con el cantante nacido en un ingenio azucarero de la localidad tucumana de Lules es el lanzamiento de Rock N’ Roll, el disco con el que rinde homenaje a sus inicios como músico. “Tributo a Nery Nelson”, reza el booklet que acompaña al CD, entre fotos del artista caracterizado como el James Dean de Rebelde sin causa y letras de clásicos como “Johnny Be Goode”, “Love me tender” y “Blue Suede Shoes” en versiones que él mismo se ocupó de traducir. También hay una carta dedicada a ese muchacho que fue, al que le agradece nunca haber dejado de creer.

“Ahí viene el Rey”, bromea su manager al escuchar que se abre la puerta de entrada. Llega pidiendo disculpas. “Necesitaba pasar a cambiarme, porque vengo del campo”, dice en alusión a su quinta en Luján, y rápidamente se pone a disposición del fotógrafo. Palito sabe muy bien de qué se trata el juego, y no dudará en fingir una conversación telefónica para brindarle una imagen más natural a la cámara. Mucho tiempo ha pasado desde esos primeros pasos dentro del mundo de la música, que él recuerda muy bien.

“Al principio me hacía llamar Tony Varanno, pero un músico amigo que oficiaba de manager no estaba muy convencido del nombre”, le cuenta a LA NACION. “Iba a debutar en una radio, en Mendoza, y necesitaba un alias con gancho. Me acuerdo que pasé frente a una casa de discos y vi uno que me llamó la atención, con un muchacho rubio y muy buenmozo en la tapa. Era Ricky Nelson; ahí se me ocurrió que yo iba a ser Nery Nelson”.

En tiempos en que todo estaba por inventarse y el rock se masificaba mundialmente de la mano de Elvis Presley, Ortega adoptó el jopo voluminoso, la campera de cuero y los jeans azules para empuñar su guitarra y comenzar a escribir su propia historia.

“El que se bancó lo peor fue Nery Nelson, no Palito Ortega”, asegura, evocando el recuerdo de su alter ego. “Por eso pensé en rescatarlo y brindarle el homenaje que este pibe de 18 años se merecía, tan sólo por animarse a yirar por el mundo buscando una oportunidad. Llegué a recorrer Chile de punta a punta con tal de estar en un escenario, haciendo percusión en un circo. También a tocar cada noche en un cabaret, en Mendoza. No nací para otra cosa”.

Pero el camino hacia la figura del “Rey del Rock” vernáculo no siempre fue lineal. “Yo podría haber sido cura”, dice con una media sonrisa, como quien devela un secreto muy secreto de manera inesperada. “Hasta mi pueblo venían dos curas a oficiar misa una vez al mes. No había iglesia, todo se montaba para la ocasión, y siempre me buscaban para que haga de monaguillo. Un día fueron hablar con mi papá para decirles que yo tenía vocación y le comentaron que había un monasterio en Córdoba, donde me iban a cuidar y no me iba a faltar nada; él les dijo que no, que era muy chico. Quién sabe qué otra historia hubiese escrito. Quizás hoy estaría en el Vaticano”. Ortega se ríe, aunque está claro que también lo piensa en serio.

De algún modo, él siente que hubo una fuerza que lo llevó a dejar su hogar, a los 15 años, para correr tras un sueño en Buenos Aires. Aún recuerda el abrazo silencioso de su padre y el certificado de segundo año que le dio su maestro cuando aún faltaba un mes para la finalización de las clases; también a los que le aconsejaban que metiera pan “para matar el hambre” en su valija de cartón. Muchos esperaban verlo volver derrotado, está seguro.

“Creo que mi viejo no quería que sea uno más de esos pibes que se quedaban ahí, sin demasiadas oportunidades. Cuando le conté que me quería ir, muy emocionado me contestó que lo iba a pensar, y cuando pasaron dos o tres días me dijo que sí, que no quería que sea un fracasado más en ese lugar con tan pocas oportunidades para la gente joven”, apunta. “Yo no me iba a quedar ahí, no me conformaba. Ahora vuelvo a esa casita a llevar mi historia y a decirle ‘esto es todo lo que anduve'”.

El proyecto que lo tiene tan entusiasmado convertirá la casa de su infancia, en el ex ingenio Mercedes, en un museo que recorrerá su historia personal y artística. Dice que tiene que seleccionar el material a exhibir, porque aún cuando nunca fue un obsesivo de la memorabilia, tiene muchas cosas guardadas en distintos lugares. Y, una vez más, el destino se hace presente en la charla. “No creo en las casualidades, creo que las cosas suceden y van disparando otras. Hice hasta lo que no me había atrevido a soñar, y yo a la hora de soñar siempre lo hago en grande. Tuve una vida fantástica”, remarca.

¿Qué le pasa cuando regresa a la casa en la que nació?

-Es como ver la cinta de una grabadora que rebobina a gran velocidad, y pasan cientos y cientos de imágenes de tu cabeza que tienen que ver con tu infancia, con la forma en que se vivía en esos pueblos que eran prácticamente olvidados, que surgían junto a los ingenios azucareros y sólo tenían un poco más de movimiento en la época de zafra. No teníamos los elementos como para vivir dignamente, el agua potable teníamos que ir a buscarla a otro lugar, la luz eléctrica llegó recién cuando yo me estaba viniendo a Buenos Aires. Todo el pueblo tenía dos baños públicos, las calles eran de tierra y en las noches todo era misterio.

-¿Cómo era Ramón cuando era chico?

-Viví una adolescencia de trabajo, porque uno tenía la necesidad de ayudar a su familia vendiendo diarios o haciendo algo para colaborar. También lustré zapatos, y trabajé en el cementerio limpiando sepulturas y pintando cruces.

-¿Tiene cuentas pendientes con su pasado?

-En un momento determinado sentía que lo único que me faltó fue conocer mejor a mi vieja, porque ella se vino a Buenos Aires cuando yo tenía 12 y no la vi más. Cuando la encontré yo ya era un hombre. Y a veces pienso,”si no hubiese pasado eso, ¿habría tenido la valentía de enfrentar a mi viejo para decirle que me iba?”.

-¿Pudo reconstruir la relación con su madre?

– Nunca tuve resentimiento. Cuando me reencontré con ella me aseguré de que estuviera bien, le compré la casa que quería, aunque al no haberme criado con ella había un cierto desafío en ir conociéndose, descubrir quién era el otro.
El ídolo de El Club del Clan, el fabricante de hits, el actor, director y productor de cine, el tucumano que se casó con la porteña rubia y angelical, el hombre que trajo a Frank Sinatra y se quedó con una deuda millonaria por los vaivenes de la economía argentina, el gobernador de Tucumán, el tipo que le extendió una mano a Charly García en su peor momento, el rey que volvió por la revancha. Ortega siente que no vivió una sino varias vidas. Y que sobrevivió a cada una de ellas.

-Hoy, muchos músicos que antes resistían su estilo popular lo reconocen como “El Rey del Rock”. ¿Siente alguna especial satisfacción frente a eso?

-Yo soy amigo de todos. El paso del tiempo se ocupa de poner las cosas en su lugar, siempre. Cuando estuvimos con Charly siete meses en Luján, él sentía una ansiedad enorme por las noches; solamente se calmaba cuando se sentaba en el piano. Entonces, a las 2 o 3 de la mañana arrancaba y decía que quería grabar; yo prendía todo, él se sentaba y empezaba a tocar “Media novia” y después, música clásica. Y un día le pregunté por qué, si él había compuesto canciones tan maravillosas, siempre empezaba con “Media novia”. ¡Sinceramente, pensaba que me estaba cargando!

-¿Y qué le respondió?

-Se empezó a reír, y me explicó que en su casa no lo dejaban escuchar nada que no fuera música clásica, pero que él los sábados se escapaba a lo de un vecino y me veía en El Club del Clan. Era como su recreo. Pasaron los años y hay una amistad que ahora nos une y, en definitiva, creo que El Club del Clan fue un disparador para la aparición del rock nacional y los enormes talentos que el rock nacional brindó. Hasta ese programa, no se veían guitarras eléctricas en televisión. Fue, claramente, el inicio de algo.

-¿Cuál es el mayor logro de Ramón Ortega?

-Desde el punto de vista humano, lejos, es mi familia. Ellos son los que van a continuar el camino. La verdadera trascendencia del hombre está en la descendencia. Después habrá gente que, a través de los años, me recordará con una canción o una película. Pero veo jugar a mis nietos, reconozco en ellos un gesto mío y me resulta imposible no maravillarme.
LA NACION