Fordlandia: ruinas de la utopía de un magnate

Fordlandia: ruinas de la utopía de un magnate

Por Simón Romero
La selva amazónica ya se tragó el campo de golf Winding Brook. Las inundaciones devastaron el cementerio y dejaron a su paso una pila de cruces de cemento. ¿Y el hospital con cien camas diseñado por el célebre arquitecto de Detroit, Albert Kahn? Arrasado por los saqueadores.
Dado el total estado de abandono y decadencia de esta ciudad, fundada en 1928 por el industrialista Henry Ford en las remotas honduras de la cuenca del Amazonas, no esperaba encontrarme con las lujosas y bien conservadas casas de la avenida Palm. Pero ahí están, gracias a sus ocupantes ilegales.
“Esta calle era el paraíso de los saqueadores, de donde los ladrones se llevaron los muebles y hasta los picaportes, todo lo que los norteamericanos dejaron al irse”, dice Expedito Duarte de Brito, un lechero jubilado de 71 años que vive en uno de los hogares construidos para los gerentes de Ford en la que estaba planeada como una utópica ciudad-plantación. “Me pareció mejor ocupar este pedazo de historia que dejar que se sume al resto de ruinas de Fordlandia.”
En los más de diez años que llevo como corresponsal en América latina, hice decenas de viajes al Amazonas, seducido una y otra vez por sus inmensos ríos, sus magníficos cielos, sus prósperas ciudades, sus civilizaciones perdidas y sus historias de ambiciones desmedidas a las que la naturaleza puso freno.

Pero, por algún motivo, nunca había visu sitado Fordlandia. Este año, finalmente, abordé una barcaza en Santarém, un puesto de avanzada en las confluencias de los ríos Amazonas y Tapajós, y realicé el trayecto de seis horas hasta el lugar donde Ford, uno de los hombres más ricos del mundo, intentó transformar una colosal franja de selva brasileña en un mundo de fantasía salido del Medio Oeste norteamericano.
Exploré la zona a pie, deambulando entre las ruinas y conversando con buscadores de oro, agricultores y descendientes de los trabajadores de la plantación que viven aquí. Lejos de ser una ciudad perdida, Fordlandia es actualmente el hogar de unas 2000 personas, y algunas de ellas viven en destartalados edificios construidos hace casi un siglo.
Ford, el magnate de la industria automotriz considerado uno de los fundadores de los métodos de producción industrial en masa en Estados Unidos, pergeñó sus planes para Fordlandia apostando a producir propia materia prima, el caucho, necesario para fabricar los neumáticos y demás partes de goma que llevan los autos, como válvulas, mangueras y burletes.
Al hacerlo, Ford se metió de lleno en el barro de una industria cimentada en el imperialismo y en subterfugios botánicos. Brasil era la tierra del Havea brasiliensis, el codiciado árbol del caucho, y entre 1879 y 1912, en la cuenca del Amazonas se había producido un boom alimentado por la demanda de goma de las industrias de Norteamérica y Europa. Pero para desazón de los líderes brasileños, el botanista y explorador británico Henry Wickham había despachado miles de semillas del Havea cosechadas en Santarém hacía las colonias británicas, holandesas y francesas en Asia; así, las proveyó del acervo genético para impulsar plantaciones de caucho en otros lugares del mundo.
Esas plantaciones en la otra punta del planeta devastaron la economía del caucho
brasileño. Pero Ford se negaba a depender de los europeos, porque temía que el primer ministro británico, Winston Churchill, propusiera la creación de un cartel del caucho. Así que para beneplácito de las autoridades brasileñas, Ford adquirió una gigantesca franja de tierra en el Amazonas.
Una gesta trágica
Esa aventura estuvo signada desde un comienzo por la ineptitud y la tragedia, como dejó meticulosamente documentado el historiador Greg Grandin en un libro que aproveché para leer durante mi trayecto en barco río arriba por el Tapajós. Desechando la opinión de los expertos que advertían sobre los riesgos de la agricultura tropical, los hombres de Ford plantaron semillas de dudoso valor y dejaron que la plaga de la roya devastara la plantación.

A pesar de los reveses, Ford construyó una ciudad al estilo norteamericano, que pretendía que fuese habitada por brasileños que abrazaran los que para él eran los valores de Estados Unidos. Los empleados se mudaron a chalets revestidos en madera –diseñados, por supuesto, en Michigan–, algunos de los cuales todavía subsisten. Se instaló alumbrado público que iluminaba las veredas de hormigón, un recorrido que todavía sobrevive en parte de la ciudad junto a tomas hidrantes pintadas de rojo, a la sombra de derruidos salones de baile y galpones destartalados.
“Resulta que Detroit no es el único lugar donde Ford fabricó ruinas”, dice Guilherme Lisboa, de 67 años, dueño de una pequeña pensión llamada Pousada Americana. Ford era antisemita, abstemio declarado y desconfiaba de la era del jazz, así que además de producir caucho, su proyecto brasileño iba más allá: quería que fuera transformador. Sus capataces norteamericanos prohibieron el consumo de alcohol y fomentaban la jardinería, el baile campirano, y la lectura de los poetas Emerson y Longfellow.
Para llevar aún más lejos la gesta utópica de Ford, la ciudad era recorrida por cuadrillas de sanidad que mataban perros vagano bundos, drenaban el agua de los focos de reproducción del mosquito transmisor de la malaria y revisaban a los empleados en busca de enfermedades venéreas.
“Con su consabida claridad de objetivos y falta de interés por el mundo, Ford rechazó deliberadamente el consejo de los expertos y se embarcó en el proyecto de transformar el Amazonas en el Medio Oeste de su imaginación”, escribe el historiador Grandin.
Hoy, las ruinas de Fordlandia son el testimonio de esa locura de intentar doblegar la selva a la voluntad del hombre.
En su intento de promover el automóvil como forma de recreación –además de canchas de golf, de tenis, piletas de natación y una sala de cine–, los administradores del lugar construyeron casi 50 kilómetros de rutas alrededor de Fordlandia. Pero actualmente en las barrosas calles del pueblo prácticamente no se ven autos, que han sido reemplazados por las motos, omnipresentes en todas las ciudades a lo largo del Amazonas.
Emprendimiento grandilocuente
Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, ya estaba claro que cultivar árboles de caucho en los alrededores de Fordlandia no iba a ser negocio, debido a la plaga de roya, y la competencia del caucho sintético y las plantaciones asiáticas liberadas de la dominación japonesa.
Tras devolverle al gobierno de Brasil el manejo de la ciudad, en 1945, los funcionarios brasileños transfirieron Fordlandia de un ministerio a otro, que realizaron sucesivos y mayormente infructuosos experimentos de agricultura tropical. La ciudad entró en un aparente estado de decadencia perpetua.
“Acá no pasa nada, y por eso me gusta”, dice Joaquim Pereira da Silva, un granjero de 73 años oriundo del estado de Minas Gerais que en 1997 decidió instalarse en Fordlandia. Ahora vive sobre la avenida Palm, en una vieja casa norteamericana que compró por unos 6500 dólares de un ocupante que la había reparado. “Los norteamericanos saben nada de caucho, pero saben construir cosas que duran”, dice Joaquim.
Hay algo de esa historia de utopía fallida que seduce a intelectuales y artistas de otras partes del mundo. Fordlandia es la inspiración de un álbum del año 2008 del compositor islandés Johann Johannsson, y de una novela de 1997 de Eduardo Sguiglia sobre un aventurero argentino que viaja al lugar para contratar trabajadores rurales.
Algunos descendientes de los trabajadores originales que se instalaron en Fordlandia y otros nuevos migrantes del resto de Brasil tienen pequeñas parcelas de tierra donde pacen los cebúes. Otros plantan mandioca en zonas donde los árboles de caucho fueron talados hace décadas. Muchos sobreviven con algún pequeño subsidio estatal o de sus jubilaciones. Y también hay vecinos como Eduardo Silva dos Santos, que nació hace 66 años en un hospital concebido por el mismo arquitecto que diseñó gran parte de la Detroit del siglo XX, Louis Kahn. Eduardo ahora vive en una pequeña casa cerca del hospital en ruinas.
Recolectando materiales abandonados por los norteamericanos, Eduardo se fabricó un farol de pesca con partes viejas de un auto y un molinillo de especias con maquinaria descartada. Eduardo creció en los años que siguieron al desembarco de Ford en la región, y tiene sentimientos encontrados sobre la vida en Fordlandia bajo la administración norteamericana.
“En tiempos de Ford, estaba todo limpio, sin insectos, ni animales, ni selva en medio de la ciudad”, cuenta Eduardo, uno de los 11 hijos de una familia que dependía de la plantación de caucho. “Mi padre trabajaba para ellos y hacía lo que le ordenaban”, recuerda. “Los trabajadores son como los perros: obedecen.”
Pero para desazón de Ford, no siempre era así. Los capataces trataban de imponer la prohibición del alcohol, pero los obreros simplemente se iban en bote a una isla donde había bares y prostíbulos. Y en 1930, los trabajadores se hartaron de la dieta a base de avena, durazno en lata y arroz integral que imponía Ford, y en uno de los comedores el calor abrasador hizo estallar un motín que se extendió al resto del pueblo.
Los obreros destrozaron los relojes donde marcaban tarjeta y cortaron la electricidad de la plantación mientras cantaban “Brasil para los brasileños, muerte a los norteamericanos”. Esto obligó a varios capataces a esconderse en la selva.
El Amazonas entrañaba riesgos propios para los estadounidenses. Algunos no podían adaptarse a esas condiciones y sufrían colapsos nerviosos. Varios se ahogaron cuando una tormenta dio vuelta su barco en el río Tapajós. Uno de los administradores terminó yéndose después de que tres de sus hijos murieran de enfermedades tropicales.
Ford podría haber evitado esas tragedias y el ruinoso manejo de la plantación, si hubiese buscado el consejo de expertos en la salud de los árboles y de académicos que sabían de la capacidad que tiene el Amazonas para frustrar los emprendimientos grandilocuentes. Pero al parecer, Ford aborrecía aprender del pasado.
“La historia es una patraña”, le dijo Ford al diario The New York Times en 1921. “Francamente, ¿qué importancia tiene cuántas veces izaron sus velas los antiguos griegos?”
THE NEW YORK TIMES/LA NACION