El hombre que no transpiraba

El hombre que no transpiraba

Por Ezequiel Fernández Moores

En 1978, su primera Copa Mundial como presidente de la FIFA, João Havelange tenía 62 años. Hijo de un belga vendedor de armas, criado en francés, abogado y deportista, Havelange había tensado su relación con la dictadura de Brasil. Primero fue la audaz contratación del periodista João Saldanha, militante comunista, como DT de la selección. Y luego el rojo escandaloso de más de diez millones de dólares de la Confederación Brasileña de Deportes (CBD), dinero que usó para subir al trono de la FIFA. Su sucesor, el almirante Heleno Nunes, quemó los papeles. A cambio, Havelange entregó la renuncia. Con los militares argentinos, logró la liberación de su compatriota Paulo Antonio Paranagua, hijo de un embajador, preso en La Plata por su militancia comunista. Ni el senador estadounidense Ted Kennedy lo había conseguido. La dictadura argentina temía perder el Mundial por las denuncias de represión. Estaba dispuesta a todo para mantener la sede. El vice mexicano de la FIFA, Guillermo Cañedo, de Televisa, aportó soluciones. Y Havelange, condecorado por la dictadura luego de la Copa, se convirtió en el gran defensor del Mundial de Videla. Entendió que su juguete cotizaba en oro.
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Volví a ver a Havelange en España 82, en Alicante, cuando unos grandotes con cámaras de Televisa bloquearon una repregunta incómoda. Peor le fue a Raimundo Saporta, presidente del Comité Organizador. “Quiero que los cuatrocientos boletos que pedí por partido -le exigió Havelange- estén en el medio del campo, no detrás de los arcos”. El brasileño, ya con 66 años, cerró la puerta, se guardó la llave y amenazó: “Puedo estar sin mear, sin cagar, sin comer y sin dormir 72 horas. Usted se morirá porque no lo dejaré salir hasta que no aparezcan esos boletos”. En la Copa del 86, inolvidable, ordenó a su amigo Cañedo que respondiera y él se levantó furioso de la conferencia de prensa cuando un periodista alemán le preguntó por qué la FIFA había invitado a México al almirante Carlos Lacoste, la bota militar del Mundial 78. La justicia argentina investigó a Lacoste por enriquecimiento ilícito. Havelange había salido en defensa de su viejo amigo. Testimonió al juez que él le prestó el dinero para justificar la compra de un departamento en el edificio Tekendama II, de Punta del Este. Y se enojó con Julio Grondona, porque el presidente de la AFA, presionado por el gobierno de Raúl Alfonsín, había quitado apoyo a la continuidad de Lacoste en la FIFA. Grondona, claro, fue luego su mejor aliado, su cajero. Además, servía para contener a Diego Maradona. El 10 ya había desafiado a Havelange por los horarios de México 86, partidos al mediodía, con calor y en altura: “Cállense y jueguen”, ordenó el Rey Sol, como lo apodó el periodista inglés David Yallop.
En Italia 90, su cuarto Mundial, Diego le negó la mano tras la derrota en la final de aquel penal polémico para Alemania. Despectivo, Diego, que fue echado por doping en el Mundial siguiente (EE.UU. 94), siempre lo trató de “jugador de waterpolo”. Tenía razón. Havelange fue primero nadador olímpico en Berlín 36. Volvió fascinado con la organización de la Alemania nazi. Y luego integró la selección brasileña de waterpolo en los Juegos de Helsinki 52. En realidad, João quería ser como Diego. Había sido campeón juvenil con Fluminense. Pero, así como mamá Juliette le exigió visita anual a los parientes en el pequeño pueblo belga llamado Havelange, papá Joseph, que murió cuando João tenía 18 años, le dijo que el fútbol no era el mejor deporte para un joven que había sido educado en el Liceo Francés. La natación sirvió también a Havelange para iniciar su carrera como dirigente. De allí pasó a dirigir todo el deporte de Brasil. Años dorados de la tenista María Ester Bueno, del boxeador Eder Jofré y del jinete Nelson Pessoa. Y, más importante aún, del tricampeonato mundial: Suecia 58, Chile 62 y México 70. Antes de esta última Copa, echó al comunista Saldanha y entregó el comando de la selección del “jogo bonito” a la dictadura del general Emilio Garrastazu Medici. “Prá frente Brasil”.
Havelange se declaraba apolítico, escribió ayer el periodista Juca Kfouri, para así hacer política -y negocios- con dictaduras de África y América Latina. Se vistió de Che Guevara para ganar las elecciones de la FIFA -fue fácil ante el inglés Sir Stanley Rous, defensor de la Sudáfrica del apartheid-, y, de la mano de Pelé, Adidas y Coca Cola, expandió por el mundo el “descubrimiento” inglés. “Vendo -decía Havelange, único presidente no europeo de la FIFA- un producto llamado fútbol”. Visionario, vendió el producto en 1994 a un país (Estados Unidos) que ni siquiera tenía Liga propia. Francia 98 fue la despedida. Impuso sucesor (Joseph Blatter) y sede de 2002 (Japón, luego unida a Corea del Sur). Volví a verlo en 2001, en un Congreso de la FIFA en Buenos Aires. A sus 85 años, soportó horas de asamblea. Quería escuchar si alguien lo “traicionaba”. Mientras todos corrían al baño él se jactaba de su próstata. Todavía nadaba mil metros diarios. Y caminaba cuatro kilómetros. Podía dormir 24 horas seguidas después de un viaje. Decía que un príncipe europeo le enseñó a evitar la transpiración a través de la fuerza mental. Soportaba partidos de más de 30 grados con traje oscuro y corbata siempre ajustada. Y no le caía una gota.
La ambición del heredero precipitó la caída. Entusiasmado tras su éxito en Sudáfrica 2010, Blatter se pasó de rosca y obligó a elegir dos sedes en un mismo día. La votación simultánea de Rusia 2018 y Qatar 2022 (derrotas incluidas de Inglaterra y Estados Unidos), arruinó todo. Terminaron destapándose los documentos judiciales que comprobaban los sobornos de ISL. “Omertá”, el último libro de Andrew Jennings, habló inclusive de contrabando de lingotes de oro, amantes, joyas de Harry Winston y vinos de 600 euros en París. “Garantie JH” decía el cheque de un millón de dólares girado por ISL a través del banco suizo UBS. Era de 1997. Hubo muchos más. “Robó más de 45 millones de dólares”, afirmó Jennings, que ayer trató de “gangster” al dirigente que, en sus tiempos dorados, llegó a aspirar al Premio Nobel de la Paz. “Renunció” al COI en 2011, después de más de medio siglo como dirigente olímpico. Y, dos años después, debió dejar también la presidencia honoraria de su querida FIFA, que ayer le rindió homenaje. El olimpismo, en cambio, lo ignoró. No fue así en 2009. Documentos de la cancillería brasileña publicados por Folha demuestran su influencia para que Río de Janeiro ganara en 2009 la sede de los Juegos. Mucho antes, en 1980 en Moscú, él y Horst Dassler (patrón de Adidas) habían logrado imponer al nuevo presidente que abriría el profesionalismo a los Juegos: Juan Antonio Samaranch.
Su legado continúa. En una de sus últimas actuaciones públicas, octubre de 2012, con 96 años, asistió a la sede del Comité Olímpico Brasileño (COB) para votar una enésima reelección de su amigo Carlos Nuzman, que está en el cargo desde 1995. La votación terminó con 30 votos a favor del candidato único, 2 abstenciones y, sorpresivamente, un voto en contra. “Fue mío, marqué el casillero equivocado”, aclaró Havelange, ya con bastón. Ex jugador y luego presidente de la Confederación de Vóleibol, Nuzman sobrevivió al presupuesto multiplicado por diez de los Juegos Panamericanos de Río 2007, al robo de documentación de archivos de Londres 2012 y a socios con cuentas en Panamá, también protegido por la cadena Globo, la misma que cuidó siempre a Havelange. “Soy su discípulo”, dijo Nuzman años atrás. El periodista le preguntó si, además de ser presidente del Comité Organizador de Río 2016, no era demasiado buscar otra reelección para durar 21 años como titular del Comité Olímpico Brasileño. “Sin querer ser arrogante -respondió Nuzman- ni mejor o peor que nadie, hay que recordar que no había y no hay nadie tan preparado como yo para el cargo”. Havelange no lo habría dicho mejor.
LA NACION