La nueva potencia: los chinos patean el tablero

La nueva potencia: los chinos patean el tablero

Por Carlos Ilardo
Aunque las últimas transformaciones sobre el tablero sucedieron en 1475, cuando la ejecución del enroque se redujo a un solo movimiento y la incorporación de la Dama (en homenaje a la Reina Isabel La Católica) reemplazó al Alferza, casi cinco siglos después, una nueva metamorfosis amenaza con cambiar el paradigma de ese lógico mundo de homéricas torres y ladinos peones. China, el país con la mayor población mundial (casi 1400 millones de habitantes), hace alarde de haber descifrado los secretos del juego: sus ajedrecistas escalan posiciones en el ranking y se lucen en las competencias individuales y por equipos. Así, el fenómeno chino desafía con disolver el ADN ajedrecístico, el de la supremacía hegemónica que nació con los soviéticos, primero, y que heredaron los rusos después.

Hace sólo dos años, en julio de 2013, el ranking mundial de la FIDE (la federación internacional de ajedrez, según sus siglas francesas) contaba, como desde hace ya más de medio siglo, con un marcado dominio ruso entre los 50 mejores jugadores del mundo; mientras 13 de ellos representaban a Rusia, sólo 3 a China. Pero en la última nómina de septiembre de 2015, la diferencia se redujo drásticamente; de los 50 mejores ajedrecistas, 11 son rusos y 8, chinos. Toda una señal.

Sin embargo, reafirmando que la unión hace la fuerza, lo más sorprendente del fenómeno chino sucedió en las pruebas por equipos; en los últimos doce meses, China se adjudicó las dos principales competencias mundiales: en agosto de 2014, la 41» Olimpíada de ajedrez en Tromso (Noruega) -la primera vez en sus 90 años de existencia de este torneo en que un conjunto masculino chino obtiene la medalla dorada-, y la Copa Mundial por Equipos, que se realizó en abril, en Tsakhkadzor (Armenia), relegando del primer puesto a naciones como Ucrania, Rusia, Armenia y EE.UU.
Pero si lo señalado no alcanza para comprender el poderoso avance oriental, vale recordar que la campeona mundial y N° 1 del ranking femenino es la china Yifan Hou, de 21 años, la misma que a los 17 se convirtió en la más joven ajedrecista en conquistar un título mundial, superando la marca del ruso Garry Kasparov, con 22. En tanto, el joven prodigio Yi Wei, de 16 años (nacido el 2 de junio de 1999), se trata de una de las mayores promesas del ajedrez mundial; incluso, para los expertos, el sucesor del campeón mundial, el noruego Magnus Carlsen.

chinacampeon

En 2010, a los 11 años, Yi Wei conquistó el Mundial Sub 12, y a los 13, finalizó 11° en el Mundial Juvenil Sub 20. A los 13 años y 8 meses logró el título de Gran Maestro (el 4° más joven en el historial de este juego).

Entre sus máximas conquistas sobresalen los magistrales de León en 2014 y 2015, y su aporte al equipo chino -4,5 puntos en 5 partidas- en la obtención de la medalla dorada en la Olimpíada en Noruega. Recientemente Yi Wei se despidió de la Copa del Mundo Bakú 2015, una prueba por eliminación directa entre 128 jugadores, tras caer en los cuartos de final con el campeón ruso Peter Svidler por 3,5 a 2,5 en la serie de desempates.

“Dejad que China duerma, pues cuando despierte sacudirá al mundo”. La máxima napoleónica actúa hoy como una profecía frente a los movimientos políticos, sociales y económicos que rigen al planeta. Una predicción que incluso alcanzó al mundo del ajedrez, una actividad milenaria que ya no guarda secretos chinos.

De la clandestinidad a la irrupción mundial
Ya se sabe: esta nueva generación de ajedrecistas chinos no conoció aquel período calamitoso entre 1966-1969, incendiario y trágico, conocido como la revolución cultural china promovida por Mao Tse-tung, y “La banda de los Cuatro”, que atacó especialmente a los intelectuales, los que fueron obligados a dejar sus actividades y enviados a trabajar en el campo. Hubo destrozos de monumentos y tanto la ópera como el ajedrez fueron prohibidos. La policía detenía y multaba a quien jugara al ajedrez, y sus libros técnicos eran quemados. Al ajedrez se jugaba en secreto.
LA NACION