Torino, despacio y sin apuro

Torino, despacio y sin apuro

Por Daniel Balmaceda
s relaciones entre Salta y Jujuy tenían sus altibajos. De todas maneras puede afirmarse que desde que los salteños habían reconocido la autonomía de los jujeños, en diciembre de 1834, los mutuos reproches entre las dos provincias vecinas eran apenas anecdóticos. Hubo cuarenta y cuatro años de armonía. Pero un día se acabó.
Las elecciones de febrero de 1878 en Jujuy se definieron a los tiros. El comisario Martín Torino se alzó con el poder el mismo día de la votación. Lo insólito de aquella sangrienta victoria electoral no fueron las catorce muertes que se produjeron, ya que todos estaban acostumbrados a contar cadáveres el día de los comicios, sino que Torino, flamante gobernador de Jujuy, fuera salteño.
Torino se tomó muy a pecho su cargo y su salteñidad: hizo renunciar a todos los funcionarios jujeños -ministros, intendentes, jefes de policía, jueces y diputados- y los reemplazó por salteños y bolivianos. A pesar de que su gobernación fue justa y honrada, a los jujeños no les causó ninguna gracia la discriminación de Torino, y los jóvenes de las principales familias prepararon una revolución. Pero alguien los delató y fueron derrotados en mayo de 1879, aun antes de iniciar las acciones. Porque cuando se dirigían con sigilo a tomar la Casa de Gobierno y la comisaría, fueron recibidos con una lluvia de balas. Hubo caídos en acción, rendición y resignación.
El gobernador resolvió castigar a los cabecillas, ordenando que todos los hijos de las familias acomodadas trabajaran barriendo la plaza principal de San Salvador, pintando el Cabildo, lustrándoles los zapatos a los funcionarios y limpiando las letrinas de las oficinas públicas.
El castigo provocó la ira de las familias patricias jujeñas, que de inmediato prepararon una segunda revolución. Aunque existía un problema crucial: la falta de armas, ya que todo lo que tenían les había sido confiscado luego de la fallida revuelta. Donde sí había armamento era en la ciudad de Salta: allí, para fortuna de los revolucionarios, Torino contaba con algunos enemigos. Un salteño que había tenido conflictos de polleras con el gobernador de Jujuy entendió que podía vengarse y ofreció su colaboración a los rebeldes: envió 130 fusiles Remington más 100 carabinas escondidos en carretas. Y se armó la revolución.
Con celeridad, Martín Torino ordenó que los salteños se encerraran en el edificio del Cabildo y resistieran la embestida de los jujeños, mientras él partía a Perico para reunir hombres y regresar con el auxilio necesario. Los entusiasmados jujeños sitiaron el edificio, pero los partidarios de Torino sostenían la defensa, alentándose unos a otros a resistir hasta que regresara su jefe a socorrerlos. Así estuvieron tres días, diciendo: “¡Ya llega Torino!” Hasta que por fin los jujeños incendiaron el Cabildo, tomaron a todos prisioneros y los deportaron. Fue un nuevo éxodo, esta vez de salteños. El jefe político no llegó a tiempo ni a destiempo. En este caso fue el Torino más lento de toda nuestra historia.
LA NACION