El reto a los granaderos

El reto a los granaderos

Por Daniel Balmaceda
El 9 de junio de 1812 se organizó un baile en la zona de Palermo, en un rancho cercano al actual Jardín Botánico. Allí se encontraban José María Rivera y Vicente Mármol, jóvenes alféreces del Regimiento de Granaderos a Caballo, oteando el ambiente, con naturales intenciones de conquista. Apareció en el baile Bruno Arroyo, un teniente del tercio cívico, la fuerza encargada de defender la campaña. La insignia de oficial en su chaqueta no se advertía a simple vista. Llevaba dos mantas en sus brazos. ¿Qué hacía con ellas? Teniendo en cuenta la época del año y lo descampado que era Palermo en aquel tiempo, le servirían para abrigarse en la cabalgata de regreso al centro. Pero además podía terminar durmiendo en algún yuyal cercano a la fiesta. No era extraño llegar a un baile con una manta, aunque dos podían llamar la atención. Por otra parte, nadie dejaba estos abrigos en su caballo porque seguro desaparecían.
Los granaderos apenas advirtieron el ingreso del hombre al rancho y continuaron concentrados, atendiendo a la población femenina. De pronto se apersonaron dos paisanos agitados que anunciaron que habían sido asaltados por dos soldados del tercio cívico en las cercanías de la casa. Rivera y Mármol se lanzaron encima del pobre Arroyo. Fue inútil que el hombre les aclarara que era oficial y que debían respetar su jerarquía. Los granaderos lo ataron en medio del baile, marcándolo como principal sospechoso del robo. Por el alboroto, los bailarines se dispersaron. Se acabó la fiesta y hasta los alféreces desaparecieron de la escena. Los granaderos no le creían a Arroyo que era oficial, pero un testigo dijo que lo conocía y certificó que era teniente. Fue liberado.
Al día siguiente, trece oficiales de los Cívicos entregaron una carta a las autoridades, quejándose del atropello y de la constante arrogancia de los granaderos en las reuniones sociales. En cuanto se enteró San Martín, mandó llamar a sus hombres para que le explicaran lo ocurrido. Entendió las razones por las cuales ellos actuaron de esa forma, pero les reclamó por la manera ruda que tuvieron, por una simple sospecha, con el hombre que, según pudo establecerse, no había tenido nada que ver con el robo.
El Libertador convocó a Bruno Arroyo, a quien plantó delante de Mármol y Rivera. Le preguntó qué satisfacción pretendía, ya que se le daría. Arroyo no supo qué decir. Por lo tanto, San Martín ideó la disculpa. Ordenó a los alféreces que fueran a la dirección del baile y consiguieran una lista completa de los invitados e indicaciones de los respectivos domicilios. Luego, debían recorrer las casas y el rancherío para leer a los invitados una carta, redactada por Arroyo, en donde aclaraban que cometieron un grueso error en la noche de la fiesta y que el oficial de los Cívicos no era ningún ladrón, sino una persona por demás honorable.
Tres días -19, 20 y 21 de junio- ocuparon los dos granaderos en explicar puerta a puerta el error que habían cometido.
LA NACION