Cómo preguntarle a tu casa si hay alguien ahí

Cómo preguntarle a tu casa si hay alguien ahí

Por Ariel Torres
Estas cosas te pasan cuando estás aguardando que te atienda el dentista, en la otra punta de la ciudad, sin auto y con un calor de récord. Leía plácidamente un libro en mi smartphone mientras oía música en la sala de espera cuando me sonó el teléfono. Que los celulares te muestren el nombre del que llama como un titular catástrofe no es del todo saludable. Sobre todo cuando te llaman de la empresa que monitorea la alarma de tu casa.
Atendí con la esperanza de que fuera alguna clase de encuesta, promoción o algo así. Te digo, hay que estar muy alterado para ilusionarte con la idea de que te llame un telemarketer. Pero no. La señorita me informó, con una amabilidad indispensable, pero a la vez un poco grotesca, que la alarma del estudio, donde están casi todas mis computadoras, estaba sonando. El sensor de movimiento se había activado. Dos veces.
Debido a la descarga de unos 12 litros de noradrenalina y epinefrina en mi torrente sanguíneo no logré reunir ni media idea y sólo balbuceé alguna incoherencia. Es una pena que la reacción autónoma de huir-o-pelear no incluya aunque sea un poquito de actividad prefrontal. Pero bueno, de eso se trata. Si en ese estado nos pusiéramos a pensar, el depredador nos almorzaría.
Así que mi primera reacción fue salir corriendo para mi casa y perder el importante y varias veces postergado turno con mi dentista. Entrenada para enfrentar estas situaciones o, quizás, un poco aburrida por mi silencio, la señorita me ofreció enviar un patrullero y le dije “sí, sí”, mientras trataba de ordenar mis ideas. Me prometió que me mantendría informado y cortamos.
Por fortuna (o, más probable, por alguna razón metabólica), mis reacciones de huir-o-pelear duran muy poco. Es decir, me calmo rápido e intento no hacer tonterías. Con la edad he aprendido, además, que estas reacciones suelen ser malas consejeras.
Cuando mi mente terminó de rebootear, analicé dos factores. Primero, nunca había habido una falsa alarma en los 15 años que tengo este servicio. Lo más parecido había sido esa vez en que uno de mis gatos se había infiltrado en el estudio y había disparado la sirena. Segundo: desde aquél evento había implementado un método para evitar que los mininos se metieran donde hay sensores.
Conclusión: si no se trataba de una mascota ni de una falsa alarma, era incómodamente probable que alguien hubiera irrumpido en mi estudio

El ataque de la superpolilla
¿Pero tenía que dejar todo y salir ya mismo para la casa? De ninguna manera. Me encontraba a unos buenos 50 minutos de taxi. Así que, aunque saliera corriendo, no sólo no evitaría el asalto sino que además perdería el muy necesario turno con mi dentista.
Claro que descartar la idea de precipitarte a tu casa cuando existe la posibilidad de que haya un asalto en curso es mucho más fácil de decir que de hacer. Necesitaba algo más consistente. Llamé entonces a mi vecino de toda la vida y le pedí que se fijara si había algo extraño en el frente. Por algo extraño me refiero a una ventana rota y gente sacando cosas por ahí.
Me parecía difícil, no porque fuera el mediodía, sino porque tengo la buena (y mala) suerte de disponer de un popularísimo maxiquiosco justo al lado, así que hay gente a todas horas, literalmente.
Como supuse, mi vecino y la patrulla me confirmaron que no había nada raro en el frente. Pero en un caserón antiguo esto es sólo la mitad de la historia. Podrían haber entrado por los fondos. Seguía necesitando, pues, algo que me mantuviera en ese sofá esperando al dentista en lugar de salir como un loco hacia algo que, estaba seguro, se trataba de cualquier cosa menos de un asalto. Certeza inexplicable que me duraba algo así como 11 milisegundos y después, de nuevo, mi cerebro reptiliano se ponía a exhortar: “¡Hay que ir, hay que ir, hay que ir!”
No obstante, habiendo pasado un rato, mi mente estaba empezando a funcionar un poco mejor, porque se me habían ocurrido varias preguntas. Llamé a la empresa de la alarma y le solicité a otra señorita que evaluara lo que había visto el sensor.
-Se activó dos veces -me informó-, con una diferencia de 4 minutos.
-Es decir que no cabe duda de que hubo alguien moviéndose en ese ambiente -le planteé.
-No, todo lo contrario. Si hubiera habido alguien moviéndose habríamos recibido activaciones constantes.
Interesante. No sabía eso. Le pregunté:
-¿Y qué cosa en este mundo puede causar que un sensor de movimiento se active dos veces, con una diferencia de 4 minutos, y que no sea alguien que pasó por ahí rápidamente?
-Muchas cosas. Incluso una polilla puede activarlo.

Silenciosos e infalibles
Bueno, lo de la polilla me sonó raro. No tanto porque tenía entendido que los cuerpos que activan estos sensores deben tener un cierto peso mínimo, sino porque las chances de que una polilla pase delante de un sensor es muy pequeña. Y de que lo haga dos veces en 4 minutos es astronómicamente remota. Le pedí que me avisara si sabía algo más y cortamos. Se me ocurrió en ese momento que sería fantástico poder hablar con mi casa y preguntarle quién andaba ahí.
¡Ey, por qué no! Primero disqué el número de la línea fija. El contestador me respondió normalmente. Eso significaba que el aparato no había sido hurtado. Bueno, es un contestador algo viejito, tal vez me lo estaban despreciando.
Así que activé el 3G en el smartphone y puse en el navegador la dirección de un FTP (un servidor de archivos) que corre en una de las máquinas del estudio que está justo delante del sensor que se había activado. Contestó inmediatamente. Puse usuario y contraseña. Entré como siempre. Bueno, no parecía ser un asalto, a menos que los cacos estuvieran llevándose primero mi colección de manuales de Linux y mis vinilos de Los Beatles. Esto me tranquilizó bastante, pero hice un llamado más.
La webcam que tengo en el living (y que quedó en funciones desde que escribí esta nota: www.lanacion.com.ar/1452884) me sería ahora de mucha utilidad. Sólo esperaba que el 3G alcanzara para transmitir video. Puse la dirección de esa computadora en el navegador del smartphone y unos segundos después apareció la caja de diálogo para ingresar nombre de usuario y contraseña. Excelente, tampoco se la habían robado. Pero no era es lo que quería ver.
Escribí mi username y password, entré y esperé unos segundos hasta que por fin llegó la transmisión de video. ¡Y ahí estaban, in fraganti! Mis dos felinitos durmiendo plácidamente sobre el sofá, como siempre lo hacen a esa hora. Créame, si hubiera habido gente desconocida en la casa, no habrían estado allí. Mucho menos durmiendo.
Los gatos no hacen el disuasivo escándalo de los perros, pero no hay ruido sospechoso que pasen por alto y, cuando detectan algo raro, se sientan y apuntan hacia donde se originó el sonido (o se esconden). Y lo hacen silenciosamente. Saber observar a un gato es equivalente a tener un sexto sentido.
Razoné: si en el frente de la casa está todo bien y el FTP sigue andando, y si en el otro extremo la computadora responde y mis dos gatos duermen, significa que nadie entró en la casa.
En ese momento me llamó mi dentista, operó su magia, y entonces, sí, tomé un taxi y soporté esos 50 minutos de viaje como mejor pude. Cada tanto volvía a comunicarme con mis máquinas, que seguían respondiendo de forma normal.
Como era de prever, en casa no encontré nada raro, fuera de las lucecitas locas en el tablero de la alarma indicando que algo había pasado. Subí al piso donde está el sensor que se había activado. Todo en orden, excepto mi llamada en el contestador. Cero polillas, dicho sea de paso. Pero, por si acaso, simulé insectos de varias formas (con alambres y papelitos, sin dejar de sentirme un poco border al hacer esto) y el sensor jamás se activó.
Unos días después, mientras escribía esta nota, lo llamé a Javier Kahn, gerente de Nuevos Negocios de ADT, una de las varias empresas que se dedican al monitoreo en nuestro país, y le pregunté si era posible que un bicho activara un sensor de movimiento. “Definitivamente, no, una polilla o cualquier otro insecto no pueden disparar una alarma. Los sensores que se usan en el mercado son de doble tecnología, por así decir. Se activan al detectar temperatura o movimiento, pero un insecto no tiene el tamaño suficiente. Es más probable que un cambio súbito de temperatura lo haya activado, en tu caso.”
Había sido, como dije, un día muy caluroso, pero ese sistema de alarma había padecido peores canículas en su larga vigilia, desde que lo habían instalado, y con Kahn nos entretuvimos un rato en algunas teorías serias y otras en tono de solfa, incluida la posibilidad de que se tratara de fantasmas. Le hice notar que existía una oportunidad de negocios allí, a juzgar por la cantidad de programas de TV con espíritus, espectros y apariciones que infestan ahora los canales de ciencia e historia.
Bromas aparte, hay dos opciones más o menos seguras respecto de este evento que convirtió un lunes tranquilo en un susto importante.
La primera es que se haya tratado de una falsa alarma. Como dije, nunca había pasado, pero no son imposibles. A fin de cuentas, lo malo, en esta disciplina, no son los falsos positivos, sino todo lo contrario.
Segunda posibilidad, el calor. El sensor tiene una ventana en su zona de detección, y una de las advertencias que se puede leer en la documentación que me envió Kahn es que esto debe evitarse, porque ahí pueden darse reflejos que cambien súbitamente la temperatura en el sensor y lo activen. Apuesto a que fue eso.
Pero, en total, y aunque resulte, lo admito, un poco anticlimático, nunca logré probar fehacientemente la causa de esa alarma, fuese verdadera o falsa. Pero no pierdo las esperanzas, ya me conocen..
LA NACION