Siete días a bordo del legendario Queen Mary II

Siete días a bordo del legendario Queen Mary II

Por Dwight Garner
La primera regla para quienes viajan entre Estados Unidos y Gran Bretaña a bordo del Queen Mary II -la nave insignia de la empresa Cunard Line y el transatlántico más grande del mundo- es jamás referirse a esa aventura como un “crucero”, sino como un “cruce”. Y cuando uno habla con quienes viajan frecuentemente en los barcos de la línea Cunard, se aplica la segunda regla: jamás referirse a ellos como “habitués”. El término de rigor es “cunardistas”.
La tercera regla tácita es no arrojar las copas de champaña al embravecido Atlántico norte. Mi esposa Cree rompió esta última regla. Fue durante nuestra segunda noche a bordo, en enero, mientras realizábamos el “cruce” entre Nueva York y Southampton. Ella vestía un maravilloso vestidito de color negro. Habíamos bailado largamente en el salón del barco, al ritmo de una orquesta. Estábamos contentos, y bastante entonados.
Aparentemente, el impulso de arrojar cristalería al mar no es ninguna novedad. En su libro Etiquetas: viaje por el Mediterráneo , de 1930, el escritor Evelyn Waugh cuenta que una noche se encontraba solo sobre la cubierta de un barco en medio del Mediterráneo, con una copa de champagne en la mano. “Sin ninguna buena razón que ahora recuerde”, escribe Waugh, “la arrojé con fuerza por la borda, observé cómo flotaba un momento en el aire antes de perder impulso y quedar a merced del viento, y luego la vi caer al mar y zozobrar en el remolino del agua”. Quienes sienten que viajar los vuelve más osados y agudiza sus sentidos, deben saber que a bordo del Queen Mary II, en pleno invierno, esa sensación embriagadora es doblemente intensa. El océano encrespado que salpica las ventanas del elegante comedor del barco, enciende los interruptores de nuestro instinto de supervivencia. Y uno siente una especie de voracidad: come un poco más que de costumbre, tiene ganas de quedarse levantado y al aire libre hasta más tarde, y piensa un poco más en el sexo. ¿Qué tendrán los barcos (y los trenes y los aviones) que hacen pensar en el sexo?
El Queen Mary II, que tiene más metros que el edificio de la Chrysler, hace todo lo posible por abrumarnos. El cronograma diario, que deslizan bajo la puerta de cada camarote, tiene más actividades que un fin de semana de padres y alumnos en una buena facultad de humanidades: conferencias, películas, recitales, shows musicales, encuentros de la comunidad LGBT, servicios religiosos, clases de acuarela, reuniones de Alcohólicos Anónimos, proyecciones en el planetario, degustación de vinos, sesiones de pilates, partidas de whist. Después de la proyección en el auditorio de la reciente película El exótico Hotel Marigold , por ejemplo, uno puede asistir a la charla y firma de libros de una de sus protagonistas, la actriz Celia Imrie. Algunas de las actividades eran aterradoras. Una noche logré escaparme de una revista musical dedicada a las canciones de Sting.
Cruzar el Atlántico en el QMII es una de esas cosas que la gente pone en su lista de “cosas que hacer antes de morir”, y unos cuantos de nuestros compañeros de travesía parecían peligrosamente cerca del final de esa lista. Si bien después de la medianoche la discoteca del QMII atrae a una multitud de frenéticos jóvenes, la edad promedio del pasaje, al menos en nuestro viaje, superaba los 60 años. Abundaban las sillas de ruedas, los andadores y los bastones. En los barcos de pasajeros la gente también se muere. Mientras realizaba una visita por el barco, un oficial médico nos mostró una pequeña morgue con gabinetes metálicos para cuatro cuerpos. Cuando hace falta más espacio, dijo con una sonrisa, siempre se puede recurrir al freezer de los helados.
La composición demográfica de los cruceros transatlánticos es siempre una pirámide invertida. ¿Quién más tendría tiempo de gastar ocho días en cruzar el océano en enero? Sin embargo, al enfocarse exclusivamente en la clase pasiva ociosa, las jóvenes generaciones se pierden de las virtudes de la travesía.
Pero uno termina por perdonar esa sensibilidad desaliñada. Al fin y al cabo, uno advierte que el QMII no es nada menos que una destilería flotante de los gustos y valores británicos, un envase a prueba de agua de añeja nostalgia que fue construido para sobrevivir, y no para ser veloz. Es un lugar para desayunar arenque ahumado, almorzar consomé, tomar el té a la inglesa de merienda y una pinta de cerveza rubia antes de cenar.
Algún cínico podrá señalar que el QMII, botado en 2004, fue en realidad construido en Francia. Tal vez esa persona también advierta que desde 2011 el barco está registrado en las Bermudas, terminando así con 171 años de registro británico de las naves de Cunard. Esa persona seguramente revelará que desde 1998, Cunard es una subsidiaria de Carnival Corporation, y que la tripulación del QMII no es británica, sino internacional. Ante estos hechos tan desagradables, conviene no hacer ningún rictus con la boca.
El QMII y sus hermanos de menos calado, el Queen Victoria (botado en 2007) y el Queen Elizabeth (2010), viajan casi por cualquier lugar donde haya agua: el Lejano Oriente, Centroamérica, Escandinavia, Islandia, Australia y las islas del Pacífico, África y Medio Oriente. Pero el cruce transatlántico es la razón principal de la permanencia y de la seriedad de la que goza Cunard. En invierno, el costo del pasaje es relativamente accesible: nuestros pasajes totalizaron alrededor de 1500 dólares, pero los tragos, las sesiones de spa, el uso de Internet y otras yerbas pueden hacer que esa cifra se duplique fácilmente. Tal vez el QMII ya no sea el barco de pasajeros más largo, más alto y más amplio que existe, pero sigue siendo el más grande transatlántico -que navega de un punto a otro, a diferencia de los cruceros, que navegan en redondo y terminan donde empezaron- que jamás se haya construido. Es el único que ofrece un servicio regular entre Southampton y Nueva York.
La travesía es tanto un viaje real como un viaje interior. Las paredes del QMII lucen fotografías en sepia de los actores, escritores, políticos, aristócratas y playboys que cruzaban regularmente el océano durante la edad dorada de champagne de Cunard. Y no hay que olvidar los servicios prestados en tiempos de guerra. Winston Churchill señaló que gracias al Queen Mary y el Queen Elizabeth, la Segunda Guerra Mundial duró como mínimo un año menos, debido a su capacidad para transportar tropas.
Durante los primeros días sobre el QMII, uno siente la tentación de ir de acá para allá, probándolo todo. Lleva un tiempo darse cuenta de que los verdaderos placeres de un cruce en invierno son más reflexivos. A bordo, se lee con voracidad, debido a que uno está mayormente sin conexión (el servicio de Internet en el QMII es lento y extorsivamente caro). Y estaremos ajenos a los eventos del mundo, ya que el breve periódico que imprime y distribuye el barco cada mañana, elaborado a partir de cables de noticias, es más optimista e insustancial que un ejemplar de USA Today.
Ahí afuera hacía frío, a veces nevaba, así que los jacuzzis casi siempre estaban vacíos. La primera tarde que pasé en remojo, solo en el crepúsculo, con una pinta de cidra seca inglesa en la mano, contemplando el avance de la noche y el despertar de las luces del barco, tuve que reconocer que ése era tal vez uno de los 200 mejores momentos de mi vida. Gracias a Dios que no había señal de celular, si no, lo hubiera tuiteado. Si uno cruza en invierno en dirección este, es difícil no tener presente la muerte. No digo que temiese que nuestro barco terminara como el Costa Concordia (contra las rocas), como el Titanic (contra un iceberg) o como el Lusitania (vuelta campana). Me refiero a que los días son cortos, y para ajustarse a las distintas zonas horarias, cada mediodía se les sustrae una hora a todos los relojes del barco. Uno puede sentir que nuestra cuota de tiempo sobre la tierra se escapa de las manos.
Con el cronograma acelerado, las comidas del día llegan más rápido que el apetito. A bordo de los barcos, este tema no es broma. Hay muchos lugares donde comer: un buffet frío, un pub que sirve almuerzos contundentes, un restaurante Todd English, servicio al camarote las 24 horas, y dos restaurantes exclusivos a los que sólo pueden acceder los pasajeros de primera clase.
Yo venía de seis meses de dieta baja en carbohidratos para lograr bajas unos 10 kilos, de los que recuperé casi una tercera parte a bordo del QMII. Creí estar ejercitando la continencia, pero supongo que no pude abstenerme del crepe suzette ni de las lonjas de tocino salado inglés. Esas situaciones del tipo “todo lo que pueda comer” hacen estragos en la psiquis de un hombre norteamericano.
Hay varios bares a bordo del QMII. Antes de la cena, tomábamos algo en el Commodore Club, donde toda una página de la carta está dedicada a los gin-tonics. Desayunábamos, almorzábamos y cenábamos en el restaurante más grande, el Britannia, ya que nuestro pasaje era con pensión completa. La comida era excelente, especialmente para un operativo que implica alimentar a miles de bocas por día. La atención también, aunque los camareros tenían esa costumbre beatnik de retirar el plato antes de que el resto de los comensales de la mesa terminara de comer.
El Queen Mary II sostiene la rémora de un sistema de clases. Tiene restaurantes, salones y elevadores a los que el rebaño no tiene acceso. Y como Cunard se detiene en esas detalles de clase, uno no puede evitar hacer lo mismo. Y se pregunta: ¿viajar en el QMII será realmente algo de clase alta, o es más bien la idea que se hace la clase media de lo que es la clase alta? Uno sospecha que es lo segundo: a bordo del QMII, es mucho más probable cruzarse con un vendedor de Des Moines que con un abogado, un novelista, un diseñador de modas o un duque. Más que el lujo, Cunard promueve lo “lujoso”.
LA NACION