Postales de una Pekín desconocida

Postales de una Pekín desconocida

Por Eduardo Berti
Aquí estamos después de haber planeado y deseado este viaje durante años. Es la segunda vez que mi mujer y yo venimos a China. La primera fue en 2004 (Beijing y Shanghai), esta vez pasaremos un mes y medio en la capital.
Dezsö Kosztolányi ha escrito que ir a un país cuya lengua no hablamos ni comprendemos equivale a una “sordera intelectual”. Así fue nuestro viaje previo.
La sordera intelectual tuvo aspectos fascinantes, pero en este segundo viaje muchas cosas han cambiado: mi mujer estudia chino desde hace seis años, somos tres porque nació nuestro hijo y la ciudad sigue transformándose, como su sociedad, a paso acelerado.
Llegamos y nos recibe Grace, que acaso no se llame así: a los chinos les encantan los nombres occidentales. Grace alquila departamentos. El que elegimos no queda en el centro ni en una zona turística. Viviremos entre chinos, en un conjunto de torres construidas hace poco en un barrio antes humilde. Torres para la nueva clase media. Enfrente construyen otra torre, más baja, que tendrá comercios. Entre medio se extiende un jardín tradicional: puentes de madera, arroyos con peces de colores.
Primer paseo. Zona comercial de Wangfuying, Martes, 20:00. Cientos de personas bailan frente a la antigua iglesia católica. Gente de todas las edades, de todos los aspectos.
Escenas callejeras: un hombre se saca un zapato en medio de la multitud y lo mira perplejo, un hombre le corta el pelo a otro en una esquina, un hombre come tofu de pie con un bol en una mano y palitos en la otra, un hombre viaja en el subte con un balde entre sus pies: oímos, de pronto, un ruido inquietante: decenas de brillosos escorpiones se mueven con lentitud dentro del balde.
El consejo que le dieron a Lafcadio Hearn antes de ir a Japón: “Anote sus primeras impresiones lo antes posible, cuando se hayan apagado no volverán”.
La población de Pekín ronda los 20 millones. Es una de las megalópolis mundiales y se nota: en la polución, en los nervios de los transeúntes, en el ritmo “trabado” del tránsito.
Cuando vinimos en 2004 había tres líneas de subte: hoy hay una quincena y 8 millones de personas viajan por día en la red.
En 2004 había un puñado de marcas internacionales, hoy hay miles. Se anuncia la apertura de una galería Lafayette. Se construye un Lego Center frente a un parque científico Sony.
En 2004 había 4 anillos (autopistas) en la ciudad, hoy hay 6 y se habla de “megaurbanismo anárquico”.
1:30 am. Ruidos. Para edificar enfrente, trabajan a toda hora.
Grandes diferencias sociales. Impactan los mingong o campesinos sin tierra: de los casi 800 millones de trabajadores chinos, la mitad (o más) son antiguos agricultores obligados a instalarse en las grandes urbes a causa de la mecanización agraria. La desocupación creció en los últimos tiempos y los mingong son la mano de obra superbarata del “milagro económico”.
La bandera china, se cuenta, tiene dos posibles interpretaciones: la gran estrella es el comunismo y las cuatro estrellitas las clases sociales (obreros, campesinos, pequeña burguesía, “capitalistas patriotas”); la gran estrella es la mayoría Han, las pequeñas son las cuatro etnias minoritarias: manchúes, tibetanos, mongoles y huis.
No, los chinos no son todos iguales.
Zona de Xidan. Tantos coches que no hay cruce peatonal al ras del suelo. Una valla separa la vereda del asfalto. Para cruzar hay que ir por túneles, puentes yo pasarelas. Por suerte, las escaleras eléctricas funcionan.
El subte tiene TV en los vagones. Los buses tienen TV. Algunos taxis tienen TV. Los ascensores de nuestra casa tienen TV adentro y al pie, en la planta baja. En las fachadas de los shoppings, pantallas XL. En un shopping cerca del parque Ritan, un techo de unos 200 metros de largo: una pantalla inmensa.
Precios. Una taza de té: 20 yuan. Un libro: entre 10 y 25. Un paraguas: 25. Un desodorante: entre 25 y 30.
Un dólar por 6,3 yuan . La moneda está subvaluada, pero es más fuerte que hace siete años cuando un dólar valía 8,5.
Había olvidado el vaho y el cielo siempre cubierto en verano: brumoso cuando hace calor y se condensa la polución; nublado cuando el calor trae la lluvia.
Es muy usual que las mujeres (y, en menor medida, los hombres) lleven paraguas contra el sol.
Formas de turismo:
(a) Los que vienen de la China profunda. Las tres mega-ciudades (Beijing, Shanghai y Hong-Kong) suman unos 50 millones, apenas el 3% de la población del país.
(b) Los padres europeos con hijos de rasgos orientales. Uno sospecha que está viendo padres adoptivos que llevan a su hijo al país de origen. La mirada de los nativos: por lo menos inquieta.
Los nativos más humildes se acercan y le hablan en chino al extranjero, sin sospechar que una minoría pequeñísima de ese otro mundo es capaz de entenderlos. Ellos hablan como siempre: a toda velocidad.
El mito dice que nos llaman “narices largas”, pero la palabra usual es lao wai: viejo forastero. En sitios turísticos, como la plaza Tian’An Men, cada mil chinos hay un lao wai.
¿Por qué hay un hotel tras otro, pero tan pocos lao wai? Consulto estadísticas: el 48,5% de los turistas extranjeros viene de Asia, el 25 % de Europa.
En la parada del bus, una pareja le toca el pelo castaño a nuestro hijo. “¿Le pusieron algún producto?”. Todos tienen pelo negro, salvo algunas jóvenes que se tiñen (caoba o rojo) o ciertos intentos de rubia que acaban en un naranja poco convincente.
Los buses recuerdan a los colectivos porteños. En los más grandes hay (además del chofer) una mujer con un micrófono, metida en una especie de boletería. Aúlla las paradas, vende boletos (1 yuan, promedio), les grita a los de la calle para que se aparten, recrimina a quien no le cede el asiento a un anciano.
En las paradas, los hombres esperan en cuclillas (típica postura masculina), muchas veces fumando. Si hace calor, se levantan la camiseta plegándola en dos y la panza y el ombligo quedan a la vista.
Ejércitos de empleados. En una farmacia o una panadería puede haber veinte. La mano de obra es barata, pero la cantidad no siempre redunda en eficacia. Supermercado: seis empleados miran, una sola caja está abierta, otro empleado duerme. Los chinos se desploman sobre las mesas, en los bares, en las oficinas públicas, y duermen con total soltura. He visto incluso a la mujer del colectivo (sí, la que grita) dormitar 30 segundos, entre parada y parada, y resucitar de golpe.
El supermercado tiene escaleras mecánicas entre sus dos plantas. Una empleada pasa horas sin moverse de la cima; cuando uno llega arriba con el carro, ella alarga un brazo y, con un hábil golpecito, ayuda a que el carro doble correctamente.¿Qué contará cuándo le preguntan de qué trabaja?
Motos y motos. El boom de la venta de coches aumentó el smog y disminuyó la cantidad de bicicletas, que antes eran una plaga. Las motos se multiplican porque el crecimiento del parque automotor genera embotellamientos. Algunos días está prohibido que transiten los coches cuyas matrículas terminan en equis número. Solución: mucha gente compra dos coches.
Casi nadie usa casco. Ni los niños. Se trata de motonetas y motitos con acoplado y sin luces.
Restaurante tradicional. Mesas con centro giratorio. Un solo comensal ordena todo; pedir un segundo menú genera desconcierto. La camarera no se mueve mientras uno hojea el menú. Propone platos, apunta con el dedo. Anota todo en un papel (o una tableta), pone el menú en la mesa y enumera los platos para evitar malentendidos. Los restaurantes sirven agua caliente gratis con la comida. Algunos chinos le agregan té; muchos no.
Dos españoles decepcionados con Pekín. Les parece demasiado occidental y no soportan el caos de tránsito porque aunque el semáforo peatonal esté en verde los coches siguen de largo.
Juegos en los parques. Pluma y raquetas tipo bádminton. Una pluma que se impacta con los pies: jianzi. Pido jugar. Es difícil. Juegan hombres, mujeres, niños, en ronda.
Más tarde, en el mismo parque, entre un concierto de grillos, un hombre hace girar un trompo con ayuda de una soga y ademanes de domador.
Los parques son catálogos de tradiciones y novedades: el que hace muñecos soplando caramelo, el que hace posturas de yoga sobre la cabeza, los jugadores de majong, los vendedores de libros rojos de Mao, el rincón donde vestirse de emperador y sacarse fotos.
El Beihai y el Zizhuyuan tienen grandes lagos (el segundo, lleno de lotos flotantes) donde pasear en botes de madera conducidos por remeros locales.
15:00 pm. Casi todos los canales de TV emiten novelas de corte histórico, con ninjas y vestidos de época.
El lujo, el diseño y la moda son grandes novedades. Revistas extranjeras en versión china: Numéro, Madame Figaro, Bazaar, GQ, Cosmopolitan.
Insectos a la venta. En un palo tipo brochette. Están vivos y mueven las patas como condenados. Abajo, los palos con los insectos tras el golpe de fuego. Una turista de rasgos chinos los come riendo, ante el asombro algo asqueado de sus compañeros de viaje, que sacan fotos y hacen comentarios en un inglés norteamericano. Días después, en un barrio más alejado, una cervecería donde los mozos chinos están vestidos de tiroleses. Brochettes de pollo, tofu, verdura. Pero también de insectos: escorpiones, cigarras, arañas.
7:45 am. Hora pico en el subte. Cada minuto pasa un tren. En los andenes, “empujadores” de pasajeros. Terminal Sihuidong. Carriles delimitados por vallas de aluminio para que la gente no se choque ni atropelle. Pero se atropella igual. Se abren las puertas y la masa se abalanza en busca de asientos. En la siguiente estación, una estampida tan violenta que el vagón se sacude.
Rickshaws. Hace ocho años: sudor, músculo. Ahora, casi todos funcionan con una especie de motorcito a dínamo. Conviene negociar los precios antes. Por un viaje que a la ida costó 20 kwai (así llaman los chinos a su moneda: como decir “viente mangos”), pueden pedir 60 a la vuelta. Los rickshaw boys (y girls) tienen la costumbre de convenir un precio de antemano, pero de pedir más -sonrientes, entre gestos de fatiga- al final del trayecto.
Un shopping tras otro. En los subsuelos, patios de comida. Cadenas locales (Yoshinoya, Macau Taste, Shiabu Shiabu) al lado de Costa Café o Burger King. ¿Cuántas sucursales hay en Pekín de Starbucks, que hasta tiene locales en forma de pagoda? Uno sospecha que en Pekín hay más sucursales que en toda España e Italia juntas.
Las empresas extranjeras adaptan sus nombres. Carrefour, por una cuestión de fonética, se vuelve “Jia Le Fu”. Jia es familia. Le es feliz. Fu es buena fortuna. También está la adaptación al gusto local. En el KFC venden leche de soja y platos chinos, no sólo pollo frito.
Un barrio coreano. Un barrio ruso. Sex shops en varios rincones de la ciudad. Peluquerías y otros locales que ofrecen masajes, pero en China el masaje no es un eufemismo para la prostitución. Masajes en los pies, en la cabeza, en todo el cuerpo.
En los parques, los museos o los transportes públicos los niños pagan según su altura, no según su edad. Junto a las boleterías, una marca que equivale a la altura límite. En los trenes, quienes miden menos de 1,20 viajan gratis y los que miden entre 1,20 y 1,50 pagan la mitad.
La belleza del idioma chino para quien no lo habla: lo tónico. Para el que habla o entiende un poco: lo metafórico. “Triste” se dice shang xin (herido el corazón); “contento” es kai xin (abierto el corazón).
Diferencia de acentos: en una región no solo pronuncian distinto, sino que usan otros tonos. En chino, el significado de un vocablo cambia según se acentúa: “ma” puede ser caballo, mamá, anestesia o sésamo, “zhu” puede ser desear, cerdo, vivir o Dios.
Una mujer de Beijing me cuenta que la primera vez que visitó a sus suegros, en una aldea del sur, no entendió nada.
Domingo 2:30 am. Siguen trabajando en la obra de enfrente. No hay descanso y el modus vivendi chino lo impregna todo. El Instituto Francés (cuya biblioteca en Madrid abre de martes a viernes y el sábado de mañana) en Beijing abre de lunes a domingo.
Lo que en Pekín se llama avenida (dajie) suele tener más de 4 o 5 carriles de cada lado. Una calle (lu) puede tener 2 o 3 carriles de cada lado. Los edificios de la época maoísta celebran la monumentalidad, pero también los rascacielos actuales como los “grandes pantalones”: la sede de la CCTV construida por Rem Koolhas.
Una revista instauró un concurso que premia al edificio más feo. Entre los candidatos, el Emperor Hotel: tres torres que representan a tres personas, colmo del kitsch.
Los mapas son engañosos: puede haber 500 metros entre dos esquinas. Preguntar si un sitio queda lejos es arriesgado. Uno dice “al lado” cuando faltan 2 mil metros. Otro responde que es lejos cuando faltan 200 metros.
El roce con la gente es tan usuales que en el subte piso a alguien y no se da vuelta. Por la calle choco con alguien, intento girar y pedir disculpas, pero el otro sigue de largo.
El corte del pato laqueado (plato típico de Pekín, herencia de los grandes banquetes imperiales) posee la ceremonia y la maestría del cortador de jamón en España. Traen a la mesa platitos con pepino y cebolla y unas tortillas parecidas a las mexicanas. Más tarde, viene el pato. En algunos restaurantes invitan a los comensales a ponerse de pie y ver cómo lo cortan. En otros, el cortador se acerca con una mesita móvil.
Los cambios son vertiginosos. Una guía de 2010 indica que en el sótano del Pearl Market venden serpientes y más animales. Ahora hay dos restaurantes.
En el mismo mercado, todo se regatea. Calculadora en mano, como en los zocos árabes, los vendedores arrancan en 56 y bajan hasta 6 sin que se les mueva un pelo.
Algunos preguntan un precio y siguen de largo. Los vendedores no tienen empacho es perseguir al cliente, en agarrarlo del brazo para que no escape.
En el bus o en el subte nadie lee. Todos están absortos en sus tablets y teléfonos. Consultan mensajes, ven películas.
Los libros, sin embargo, son muy baratos. Y las inmensas librerías de cinco o seis pisos están repletas de gente. La costumbre, al comprar un libro, es que se recibe envuelto en una soguita atada en cruz.
Parque Zizhuyuan, sábado 19:00. Una vendedora de grillos y libélulas (cada guoguo en una jaula cuadrada de caña) y, al lado, una anciana vendedora de lotos. Un hombre me explica en buen inglés que hay que comer las semillas de loto porque son saludables. Compro una especie de bulbo (5 yuan) y el hombre me explica qué hacer. Saca una semilla, la pela. Hago lo mismo. Gusto a nuez hervida. Blanca y del tamaño de una almendra, aunque más redonda. Son buenas contra la impotencia, explica el hombre con sonrisa pícara. Pero las mujeres, agrega, también las comen.
Muchas inmobiliarias. Cartelitos con fotos. En un barrio elegante, departamentos de 80 a 100 metros cuadrados en alquiler por 5 mil o 10 mil yuan mensuales. El metro cuadrado llega a venderse, en ciertas zonas, por 8 mil euros (como en París). Entre 2001 y 2005 se edificaron 173 millones de metros cuadrados, el doble que entre 1996 y 2000. La mitad de la antigua ciudad imperial desapareció en cinco años. El estado chino volvió a reconocer en 2007 la propiedad privada y un año después vino el auge de los préstamos inmobiliarios.
Leo que Liang Sicheng, famoso arquitecto en los tiempos de Mao, soñaba con salvar a la antigua Beijing construyendo a su lado una ciudad moderna, pero no lo hizo o, mejor dicho, no dejaron que lo hiciera. Ya es tarde.
Hace pocos meses se produjo un debate acerca del supuesto “sentimiento anti-extranjero”. Hasta el New York Times lo recogió. Un video circuló con éxito en Internet: un turista inglés molido a golpes por haber acosado sexualmente a una mujer china. Un presentador televisivo (Jang Rui) contribuyó a la fugaz ola xenófoba. En su blog acusó a los extranjeros de instalarse en Pekín para acostarse con chicas o espiar en beneficio de Japón y Corea.
Unos 180 mil extranjeros viven en Beijing, menos del 1% de la población total de la ciudad. La cifra es inferior al 3% que vive en Tokio y muy inferior al 30% de ciudades como Londres o Nueva York.
Donde hoy levantan torres y shoppings hubo, hasta hace poco, hutongs: callejones con casas bajas. Algunos perduran sin red sanitaria, aunque el gobierno ha añadido baños públicos. Otros se reconvierten: casas de té, teatros, restaurantes y hasta escuelas de yoga.
Tren bala Beijing-Tianjin. La nueva maravilla. 116 kilómetros en 30 minutos. En Tianjin no había, hasta hace una década, casi ningún edificio de más de diez pisos. Acaban de inaugurar uno de 86 plantas.
Charlando por la calle con mi mujer, me sale decir (los automatismos de la lengua) “. de acá a la China”. Las risas. La súbita aniquilación de un lugar común.
En el restaurante popular, el “equipo básico”: platito, cuenco, vaso, cuchara china (mango corto, boca ancha) y palitos. En China, parece, vale todo. Uno debe estar atento para esquivar escupidas callejeras (precedidas de horribles ruidos) o colillas voladoras. Pero con los palitos no se juega. No. Golpear contra el plato o apuntar a alguien con ellos es pésima educación y cae peor si lo hace un lao wai.
Qianmen Lu y Dazhalan Lu. Detrás de estas calles comerciales donde venden ropas de seda o modernas, en las callecitas paralelas, el paisaje es de una pobreza conmovedora. Calles de tierra, niños semidesnudos, ancianos que cocinan frente a la puerta de su vivienda.
Los atascos: quince minutos, veinte, para que el colectivo 605 doble una esquina. La flecha pasa de rojo a verde cuatro veces antes de que podamos doblar. Casi una hora para 4 paradas de bus y 12 de subte.
Bioy Casares ha dicho que escribir o leer equivale a añadirle una habitación a nuestra casa. Viajar a China ensancha esa casa que es el mundo. Hay un sitio donde las costumbres son diferentes, pese a la ineludible globalización, pese a la brutal occidentalización de Beijing.
Esta noche el agua sale marrón. Grace nos advirtió que no bebiéramos el agua de la canilla, que no la usáramos para lavarnos los dientes ni para cocinar arroz. Muchos tienen en sus casas bebederos como los de las oficinas, con bidones de 18 litros. El agua mineral es un artículo barato. Un yuan por una botellita de 500 ml, 15 yuan por los bidones.
Martes, 23:45. Los obreros de enfrente trabajan sin parar. No extraña que las torres de 30 pisos se construyan casi de un día para el otro. ¿Tradición nacional? La inmensa Ciudad Prohibida se edificó, leo, en apenas catorce meses. O así lo quiere la leyenda.
En la Ciudad Prohibida, relativo orden. Un hombre entra con una valija con ruedas. Un nene de 4 años trepa por una de las incontables puertas rojas con adornos dorados. Un chico tira el palito del helado dentro de una antigua vasija. Una mujer cierra un paraguas golpeando el mango contra un muro centenario.
Hace ocho años, en la Ciudad Prohibida había un solo puesto para comer. Vendía esos fideos deshidratados que reviven de mala gana con un poco de agua. Hoy hay varias cafeterías y la gran foto de una hamburguesa. ¿Qué efectos tendrá este profundo cambio alimenticio? Café, productos lácteos, fast-food. Hasta ahora, la obesidad era rara en China. En una novela de hace una década (Caramelos, de Mian Mian) se dice de un personaje, como rasgo exótico, que bebe café. Hoy es normal.
El diario dice que la gran muralla es oficialmente más larga tras una nueva medición: 21 196 kilómetros. Toda una metáfora del crecimiento chino.
Otras metáforas posibles: el aeropuerto de Beijing se convertirá pronto en el más grande del mundo; la red de subte de la ciudad (fundada apenas en 1969) tendrá 1050 kilómetros en 2020. De ser una ciudad dedicada ante todo a la política y la diplomacia, Pekín ha pasado a ser un centro de negocios como Shanghai.
No andan Youtube ni Facebook ni los blogs de plataformas como blogspot. Unos dicen que es simple censura. Otros que es para promover los sitios locales: Sina para los videos, Renren en lugar de Facebook, Weibo en vez de Tweeter, Piao para las compraventa de objetos nuevos o usados.
La paciencia oriental: el 115 va por a calle Chaoyang, que tiene 4 carriles de cada lado, más carriles especiales (dos más de cada lado) en el sector central (“fast lane”) por donde van los trolleys. El 115, aire acondicionado rato y olor a insecticida, suelta de pronto un ruido y frena. Se desenganchó. El conductor baja sin la prisa que cabría esperar y tarda diez minutos hasta reengancharlo con ayuda de una soga. El tránsito se detuvo, pero nadie se queja ni toca bocina.
La impaciencia oriental: en la estación central de ferrocarriles hay más de treinta ventanillas. En una sola hablan inglés, pero está cerrada y un cartel en chino pide disculpas. La gente se abalanza, no respeta las filas y se cuela con descaro, igual que en el subte o en los comercios. Nos vamos entendiendo hasta que la chica de la ventanilla dice una palabra fuera del repertorio conocido. Siento la presión detrás. La fila se comprime, empuja. La chica se pone nerviosa. Mi mujer le da el diccionario de bolsillo chino-castellano. La chica mira pasmada: usar un diccionario chino requiere ciertos conocimientos, incluso para un nativo. Una mujer que estaba atrás (“estaba”, sí, porque perdió la paciencia y parece que comprara el billete con nosotros) interviene, traduce, explica. No han pasado ni ocho minutos.
El conductor del 115 tardó más.
El Templo Lama, el edificio religioso más grande del centro. Los nativos van a orar, piden deseos, se arrodillan. La ceremonia: prender tres inciensos, sostenerlos como un ramo de flores, prosternarse con los inciensos contra la frente, como cuernos. Los cuernos de un “fiel” -vaya oxímoron- a Buda.
El chofer del taxi me mira raro (falta poco para que se ría) porque, sentado a su lado, me pongo el cinturón de seguridad. En el asiento trasero hay otros dos cinturones, pero no hay cómo abrocharlos porque una funda cubre las ranuras. Horas más tarde, en un restaurante de la Gong Dajie, un mozo y un cocinero fuman a dúo bajo un letrero que indica “No smoking” en inglés.
Hong Mia Lu Kuo Tong, Guan Dong Dian, Shen Lu La. Los nombres de las paradas de buses empiezan a perder el encanto de lo ignoto a medida que uno entiende lo concreto de sus denominaciones: calle tal del lado Oeste, puerta de equis lugar lado Sur. Pervive algo menos glacial en nombres como Ying Jia Fen (tumba de la familia Ying) o Hu Jia Lou Xi (edificio de la familia Hu).
Un chatarrero en una motito. De noche, sin luces, por una avenida. Lleva unas chapas, como una montaña cortante de fetas de queso. La carga sobresale tanto que es más ancha que los coches alrededor. El nudo que sostiene todo no parece muy confiable.
Pequeña calle lateral. Barrio de viejos hutong con pronóstico de demolición. Tiendas de frutas y verduras, puestos de comida. De pronto, una rata, grande como un gato, cruza la calle. Nadie parece verla, nadie se asombra.
Estación Oeste. A pocos metros, dice una de las guías de viaje, queda el mercado de té de Maliandao. Caminamos bajo un calor agobiante. El mercado queda, más bien, a pocos kilómetros. Uno se pregunta si el tipo que escribió la guía fue realmente allí. Consultamos con dos o tres personas. Por suerte, tomamos el recaudo de escribir el nombre del mercado en caracteres chinos. Un hombre se ofrece a llevarnos en el minúsculo acoplado de su moto. Se ofrece es un decir porque pide 10 yuan y subraya el precio poniendo dos dedos en cruz. Los chinos cuentan de 1 a 5 con una mano, igual que los occidentales, pero a partir de 6 no usan la segunda mano, como si un manco hubiese inventado el método: 6 (liu) es el pulgar y el meñique extendidos, 8 (ba) es el pulgar y el índice extendidos.
Llegamos al mercado de té. Si alguna vez fue folklórico, hoy parece un shopping más.
Una abuela con su nieta de 8 años en el subte. La abuela sólo habla chino. La nieta nos habla en un inglés muy correcto. La abuela la mira orgullosa; lleva un bolso donde se lee: “Global School”. Educación bilingüe.
Cálculos: cada cien metros, un shopping (si no dos); en cada shopping, cuatro o cinco cafés; en cada café, decenas de revistas para que lean gratuitamente los clientes. En otros países, cavilo, la venta de estas revistas para los cafés equivaldría a la tirada completa.
La experiencia de sentarse al lado del taxista y verlo conducir en zigzag, frenar brutalmente, acelerar, esquivar bicicletas, motos, peatones que van por la calle cargando enormes paquetes y otros coches que también zigzaguean. Una suerte de videojuego. La polución no se debe únicamente a la cantidad de coches (podría ser mayor: oficialmente 5 millones en Beijing), sino también al modo de conducir, a la tremenda fricción.
De noche, a 500 metros de casa: griterío, discusiones. Todo sucede frente a un pequeño restaurante llamado Luo Luo Hot Pot. Nos acercamos, me asomo: un hombre muerto, boca abajo, despatarrado. Una muchacha, a nuestro lado, lo ve y vomita. Mi mujer y mi hijo no lo vieron aún. Un tipo nos hace señas recomendándonos no pasar por allí. Como no hay alternativa, alzo a mi hijo de modo que mire para otro lado y pasamos lo más lejos posible. Pero me vence la curiosidad: la cabeza del muerto está en un charco de sangre. El hombre parece haber sido atropellado. Tanto caos era sospechoso sin víctimas.
Al dormirme, impresionado, me pregunto si la sangre seguirá en el asfalto al día siguiente. Amanece lloviendo y sospecho que la lluvia borrará las huellas. Es domingo y llevo a mi hijo a un “pelotero” en el barrio de SanLitun. En camino confirmo que la lluvia borró la sangre. En el pelotero, tres gestos bastan para que mi hijo se haga dos amigos chinos.
Dan las siete y tenemos que irnos, pero la lluvia se ha convertido en diluvio. Imposible salir de allí caminando. Mi mujer nos espera a cuatro cuadras (unas 12 cuadras porteñas), los charcos en la calle son lagunas y no hay tramos techados. Por señas pregunto si no es posible pedir un taxi, pero dos cosas tan simples como la mímica de llamar por teléfono y la palabra “taxi” resultan insuficientes. Ocho ojos me miran desconcertados. Cada vez llueve más fuerte. Quedamos los serenos nocturnos, mi hijo y yo. Alguien va en busca del cocinero de al lado. Habla un poquito de inglés, pero menos de lo que él y yo quisiéramos. Al cabo de quince minutos, el cocinero y otros dos vuelven con cara compungida: “meiou” (no hay). No hay taxis porque llueve, ni siquiera taxis “truchos” (que parecen más que los oficiales). Le pregunto al cocinero si alguien puede llevarme en coche. Estoy dispuesto a pagar. Nadie de ellos tiene coche. Una hora y media más tarde, amaina un poquito y nos vamos. La calle parece un arroyo. En el shopping donde aún espera mi mujer cortaron adrede las escaleras mecánicas y los ascensores. Es uno de los shopping más distinguidos de la ciudad, pero en un pasillo hay pedazos de techo (mampostería, revoque) que se desprendieron con la lluvia.
Volvemos a casa en un bus atestado. En cada parada hay una nube de cien paraguas. Bajamos antes, tremendo atasco. Al día siguiente sabremos que un puente se inundó y bloqueó todo. Bocinazos. Truenos. Un colectivo lleno de humo y la gente que baja tosiendo. Vuelvo a pasar delante del Luo Luo Hot Pot. En el lugar exacto del cadáver hay un coche harto de agua que se niega a arrancar.
A la mañana siguiente: sol, viento. La tormenta se llevó por un rato la polución. Por vez primera en veinticinco días vemos montañas, a lo lejos, desde la ventana de casa.
Los diarios nos cuentan que la tormenta fue la peor en Pekín en los últimos 61 años, que hubo 37 muertes (días después la cifra aumenta: 77) y pérdidas millonarias.
La obsesión por la limpieza es una novedad, me dicen, y compruebo que puede resultar intolerable. Se agradece cuando un bar exhibe un cartel que reza “la cocina se limpia cada hora”, pero menos cuando uno está comiendo y una chica se pone a limpiar cerca (por no decir encima), tan cerca que el olor a lavandina o a desinfectante se mezcla con la comida.
Un nuevo decreto indica que los baños públicos de la ciudad no pueden contener más que dos moscas a la vez. Parece que en los baños de Nancheng toleran hasta tres moscas y los de Nanking hasta cinco.
Las revistas para extranjeros traen avisos, muy sintomáticos, de purificadores de aire: IQ Air Store, Health Pro 250.
El escritor Qiu Xialong (oriundo de Shanghai), conocido por las novelas del inspector Chen Chao, dice en una entrevista: “Está la polución ambiental, pero también la polución de la sociedad, de la cultura, de las mentes”.
Sacar dinero de un cajero automático utilizando una tarjeta extranjera es azaroso. La máquina puede responder que no lee la tarjeta, que el código es incorrecto o que el usuario debe contactar urgentemente a su banco. Con paciencia, la tarjeta al fin funciona.
Algunas mujeres con cirugías estéticas, algo impensado hace una década. Las más visibles: pechos y narices.
En la calle, en las tiendas de belleza, publicidad de colágeno. La mayoría de las marcas emplean modelos occidentales, pero están las que se adaptan. No son muchas.
El barrio 798, zona de nuevas galerías de arte, entre ellas el centro UCCA (primer museo privado de China) o la Red Gate, nació cuando los precios de las propiedades aumentaron y varios artistas resolvieron mudarse a barrios menos céntricos. El proyecto empezó en una antigua fábrica de misiles construida en los años 50 por Alemania Oriental. Uno de los raros rincones de la ciudad donde abundan los graffiti.
Las parejas mixtas, que no abundan, parecen conformarse -observa mi mujer- de una sola manera: hombre occidental con mujer oriental. No hemos visto, en más de un mes, ni una sola pareja al revés.
¿Es sexista que las mujeres de Beijing me parezcan más hermosas que los hombres? ¿O se debe, simplemente, a mi mirada masculina? Consulto con mi mujer y ella piensa igual: las mujeres aquí llevan la delantera en materia de belleza.
Viajo apretado, poco menos que asfixiado, en el colectivo. Mi mujer logró sentarse con nuestro hijo en su falda. Lo que en Madrid ocurre 5 de cada 10 veces, lo que en París ocurre 1 de cada 10 veces, acá sucede 9 de cada 10: la gente se pone de pie cuando sube un anciano, un niño o una embarazada.
Cada tanto, con pasmosa regularidad, alguien suelta un sonoro eructo que parece obra de un sapo. Deseo saber quién profiere los eructos, pero la masa de viajeros es compacta e impide ver. Es inútil que busque la menor complicidad con la mirada después de cada eructo; nadie parece asombrarse. Tal vez sea esta una de las características salientes de la sociedad pekinesa: todo o casi todo le parece normal a todo el mundo.
Martes 3 am y siguen construyendo el edificio de enfrente.
Diferencias culturales 1: Entramos en una fonda que abre hasta muy tarde y donde atienden unas chicas de menos de 16 años. Pido lo que el menú anuncia como “ensalada de fruta”. Me traen tomates cherry y manzana verde con mayonesa, kilos de mayonesa.
Diferencias culturales 2: En los baños de hombres o mujeres muchos dejan abierta la puerta del retrete, incluso para defecar.
Diferencias culturales 3: Mucha gente nos pregunta sobre nuestro hijo algo que nadie en Occidente preguntaría: ¿es varón o mujer? No alcanzan a darse cuenta.
Se creería que la atracción más difícil de visitar en Beijing es la Ciudad Prohibida, el Templo del Cielo o el Palacio de Verano. Pero no. El sitio que atrae a diario a miles de chinos es el Museo Militar. Lleva una hora hacer la caótica cola para comprar las entradas. El museo rinde tributo al arte de la guerra, tan apreciado desde aquel famoso libro de Sun Tzu y antes aún.
Metro Yong’anli. El mercado de la seda, como su nombre no lo indica, es el gran templo de la falsificación. Cinco pisos con camisetas, zapatillas, carteras, pantalones y más imitaciones de marcas caras a precios irrisorios. Lo único que no es trucho son las cadenas de comida: Comptoir de France, KFC, etc. A pocos metros: el barrio de las embajadas, incluso de los países que tratan de combatir la piratería.
En el edificio donde vivimos, en la planta baja, hay un mini-mercado abierto las 24 horas y un centro de masajes. Al edificio puede accederse por escalera o por rampa. Algunos entran en el edificio con moto. Incluso entran con moto (no subidos a ella) al mini-mercado o meten la moto en el ascensor y estacionan la moto en el pasillo frente al ascensor. No en la planta baja, sino en el piso donde viven.
Pasa un chino con una camiseta que dice “La pelota no se mancha” y la firma de Maradona. Le pido una foto. Acepta. Intento que me cuente por qué tiene esa camiseta. La mira como si no fuera suya, pero es gentil y, entre señas, me invita a que haga otra foto. Los pekineses son simpáticos, conversadores, abiertos. Una conocida que nació aquí bromea que los chinos son los españoles de Asia (expansivos, ruidosos) y que los japoneses (reservados, a veces inaccesibles) son los franceses de Asia. Puede ser.
22:30. Un tipo avanza tambaleándose: el primer borracho en treinta días. En Helsinki tardé menos de seis horas en toparme con el primero.
En la noche de Pekín no hay sensación de inseguridad pese a que algunos barrios son muy pobres. Vamos de un sitio a otro, a toda hora, y nunca un gesto agresivo o amenazante. El peligro reside, más bien, en el caos cotidiano.
Ya no logro pasar frente al Luo Luo Hot Pot sin ver al muerto. Eso mismo es un fantasma: un muerto que se niega a morir para algunos, para quienes lo seguimos viendo vivo, incluso agonizante. Desde ahora pertenezco al clan de quienes ven a un muerto o, mejor, a un moribundo en la calle que barrió la tempestad. No soy capaz (no sé si quisiera serlo) de reconocer a los otros miembros del clan, pero sé que me iré de Beijing y que el clan seguirá invisiblemente unido, como yo seguiré unido a esta ciudad y al recuerdo de este viaje.
LA NACION

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