El hombre que nos enseñó a sonreír

El hombre que nos enseñó a sonreír

Por Ariel Torres
Los emoticones son una ciencia, mire. De hecho, fue un investigador de inteligencia artificial quien los inventó, Scott Fahlman, de la Universidad de Carnegie Mellon. Lo entrevisté en 2009, y estos días, revisando esa columna, caí en la cuenta de que las caritas cumplían ¡30 años!
A propósito, muchos dispositivos que utilizamos a diario, como el iPhone y la iPad, tienen dentro algo que proviene de Carnegie Mellon. En esa universidad se desarrolló a mediados de los 80 un núcleo para reemplazar el kernel de Unix. Lo llamaron -por error- Mach, y Steve Jobs lo usó como base para el sistema operativo de sus computadoras NeXT, la compañía que fundó al ser despedido de Apple. Cuando Jobs volvió a Apple en 1996 llevó consigo ese sistema operativo, llamado NeXTStep, que daría origen a Mac OS X y iOS. Avadis Tevanian, que fue vicepresidente y CSTO (Chief Software Technology Officer) de Apple, había sido uno de los ingenieros de Mach y se había ido con Jobs a NeXT.
En la vereda de enfrente, el líder del proyecto Mach, Richard Rashid, se fue a trabajar a Microsoft en 1991, donde viene ocupando puestos clave en el área de investigación de la compañía.

“Estoy asombrado”
Fahlman creó los emoticones para evitar malentendidos en los foros electrónicos de Carnegie Mellon. Una idea brillantísima, porque una carita transforma la reconvención en complicidad, siembra el doble sentido, sugiere la ironía y suaviza la crítica. Es un decir sin palabras que responde a un hecho obvio, pero fácil de obviar: el chat es un diálogo sin entonación, gestos ni expresiones faciales. Sin mirarnos a los ojos. Sin siquiera bajar la vista.
Al revés que otras propuestas previas para marcar bromas y sonrisas, las combinaciones 🙂 y 🙁 de Fahlman prendieron enseguida. Treinta años después no podríamos vivir sin sus smileys, como él prefiere llamarlas.
Se le ha observado a Fahlman que los grandes escritores nunca necesitaron de emoticones para expresarse. Scott refuta con elegancia estos dichos en su sitio sobre los emoticones (www.cs.cmu.edu/~sef/sefSmiley.htm ); por mi parte añadiré, con menos gallardía, que esta crítica es delirante. Por supuesto que los escritores también necesitan emoticones. De hecho, los usan en el chat. Los evitarán en la literatura, a lo sumo, y esto, por dos motivos.
Primero, porque la mayor parte de la literatura fue escrita antes de 1948, cuando la primera sonrisita gráfica hace su debut en una película de Ingmar Bergman, Hamnstad.
Segundo, porque los textos epistolares son escasos. Esto quiere decir que en general los narradores están en primera o en tercera persona. Más simple: si Juan quisiera hacer lo mismo que un escritor sonaría tan inadecuado como una máquina tragamonedas en un convento. Nada más imagínese que, en lugar del típico Hola, Ana :), escribiese algo como:
Hola, Ana -dice Juan con una sonrisa que expresa su alegría por verte.
Mínimo, Juan pasaría por un trastornadito con las destrezas de socialización de una ojiva nuclear.
Pero hay algo más.
En general sabemos que los autores escriben para nosotros, pero que no nos escriben a nosotros (ni siquiera en el género epistolar). Así que la función de los guiños, propia del diálogo y sujeta al contexto, queda mayormente desactivada.
Por otro lado, no creemos ni por un instante que los escritores tengan que expresar sus emociones con claridad. De hecho, la falta de claridad puede ser un recurso literario. En el chat, en cambio, origina con frecuencia roces, y cada tanto una riña.
Me apuntaba un amigo que antes, en las cartas y postales, no usábamos emoticones. Exacto, no los usábamos. Pasado. Hoy lo haríamos, si todavía enviáramos cartas de papel y postales de cartón. Los empleamos constantemente en las notas que dejamos pegadas en la heladera o la pantalla de un colega.
Además, ¿tanto trabajo cuesta ver el chat como lo que es? Es un diálogo, no una carta ni una postal; incluso como diálogo es algo completamente nuevo, con sus propias reglas y una dinámica única.
Todas estas cosas las vio, en un instante genial, Scott Fehlman, a quien le escribí el martes para desearle feliz cumpleaños 😉 y para preguntarle qué sentía, después de tres décadas de esta invención que él tiene por modesta, pero que hoy es universal. Me respondió: “Luego de 30 años es todavía una sorpresa para mí que esta pequeña idea haya sobrevivido tanto. Es tan fácil hoy enviar una foto o un video, si querés sonreírle a alguien. Pero me imagino que el emoticón se ha convertido en parte de nuestro lenguaje, y podría sobrevivir durante tanto tiempo como sigamos enviando mensajes de texto”.
Sabias palabras. Con todo, 30 años de emoticones parecen no ser suficientes para que todo el mundo incorpore este lenguaje de ideogramas emocionales. Observe.

Cara de piedra
Una de las costumbres más irritantes que existen en cualquier forma de diálogo textual (Messenger, Nimbuzz, Whatsapp, Skype, Facebook, Google Talk, SMS) es la de no usar emoticones. Pueden debatir hasta mañana si son importantes, pero si le mandás un SMS a tu mujer diciéndole:
Vamos al cine hoy?
Y te responde:
No tengo ganas de salir
Te vas a pasar las próximas 5 horas pensando qué metida de pata te mandaste. Tu respuesta emocional será diametralmente opuesta, si te escribe:
No tengo ganas de salir 😉
Así que no sé si son importantes, pero estoy seguro de que no son opcionales.
El que se abstiene de los emoticones vive causando tensión en su interlocutor. Es la clase de persona que te hace sentir todo el tiempo que está enojada. Después de veinte minutos de un intercambio sin sonrisas ni guiños, intentás indagar un poquito. Para qué. Es peor el remedio que la enfermedad. A la pregunta de si está todo bien responderá con un Sí tan seco que sólo servirá para confirmar tus sospechas.
En general, incurre en la falta de emoticones el recién llegado a la mensajería instantánea. No hay mal humor ni intención aviesa. Sólo ocurre que todavía no le tomó la mano a los emoticones.

Sobreactuado
Pero hay algo peor: el que descubrió los emoticones antes de ayer. Entonces cada frase vendrá con una carita. De hecho, habrá dos por cada frase. O tres.
Es que la idea de poder representar emociones por medio de un código preestablecido y casi universal es tan atractiva, dadas las tremendas restricciones del chat, que es fácil caer en el error de que tenemos que exhibir todas nuestras emociones, como cuando estamos frente a frente con nuestro interlocutor.
Hablando en persona quedaría muy feo (o, por lo menos, muy raro) que cada tanto mostráramos una sonrisa y de inmediato volviéramos a una expresión neutra, para luego exponer una cara triste y, a renglón seguido, la trocáramos por un guiño, para regresar enseguida a la cara de nada. Pareceríamos robots. Y no demasiado avanzados.
El diálogo presencial es extraordinariamente fluido en este sentido, y la cantidad de información no verbal que transmitimos y recibimos y a la que ambas partes reaccionan, produciendo a su vez otras expresiones, es exorbitante.
Así que calma. No es posible reproducir por chat el diálogo real. Por eso, usar emoticones todo el tiempo hará que tu interlocutor deje poco a poco de hablarte. La razón es sencilla. No aguanta más ver todos esos iconitos. Muy pronto empezará a predecir después de qué interjecciones y estructuras sintácticas pondrás una sonrisita pícara. La misma sonrisita pícara. Luego ya no podrá hablar con vos por teléfono sin visualizar esos iconitos en el aire. Al final, le bastará recordar tu nombre para divisar las dichosas caritas. Incluso en sueños.

Ni una palabra
El laconismo nos pone nerviosos. A todos. Es lógico, porque el verbo no existe sólo para comunicar datos. Así que esos sujetos que responden con una economía verbal que raya la avaricia nos inquietan.
Son capaces de responder sobre sus proyectos de vida con un monosílabo y pueden mover uno solo de sus 20 músculos faciales para expresar una felicidad extática. Ni siquiera un módem es tan huraño.
Bueno, en el chat pasa lo mismo. Le escribís siete líneas contándole algo y por toda respuesta te manda una carita. Te imaginás que está ocupado. “¿Estás ocupado, no?”, le preguntás. Contesta con una carita que dice que no, girando de izquierda a derecha una y otra vez. Así que proseguís. No responde nada. Escribís un “¿Estás?” que bordea la desesperación. Carita de sí, sí, sí. “¿Seguro no estás ocupado?” Dedito diciendo no, no, no, no. Cuando estás por abandonar toda esperanza, añade un guiño pícaro. Te pasás los siguientes 15 minutos escribiendo y borrando, escribiendo y borrando, ensayando un párrafo que conmueva su mutismo. Agotado, tras un trabajo de edición que deslumbraría a un James Joyce, te quedás esperando una respuesta acorde. Empática, al menos. Entonces te manda un pulgar para arriba.
No te enganches. Bloquealo hasta que salga Android 25.5 y buscá alguien que además de sonrisitas use algo de español.
O cualquier otro idioma para el caso.

Dibujitos animados
El abuso de smileys, si no se detiene a tiempo, puede escalar al siguiente nivel, con consecuencias catastróficas. Un día la persona descubre esos emoticones con insoportablemente graciosas animaciones y una estética que es mezcla de El Bosco con Manga. Y adiós.
En general, esto viene acompañado del uso (que ya es malo) y abuso (mátenme) de los guiños del Messenger y el vejatorio zumbido.
Aparte del asalto de los sentidos, esta exuberancia impone un obstáculo a la comunicación. No es sólo un puñetazo a la sensibilidad, sino que la mitad de esas cosas tornasoladas que nuestro interlocutor emite son incomprensibles. Tal vez todo se deba al estado de aturdimiento en que nos deja esa embestida de arco iris hiperbólicos, tiernos ojos suplicantes, abrazos a quemarropa y cabriolas de saltimbanquis infinitos.
Por lo demás, nada hay más triste que alguien que nunca se entristece, y este es el registro del chat infectado de emoticones personalizados. Todo parece una fiesta. Siempre. No importa de qué estés hablando. Da lo mismo un saludo casual o una charla profunda, todo está atiborrado de dibujitos animados.
Y es muy pero muy perturbador recibir una mala noticia por boca de un colorido osito cariñoso que da vueltitas mientras expulsa corazoncitos, estrellitas y besos.
Besotes, para ser exactos.
LA NACION

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