Diez citas en una misma noche

Diez citas en una misma noche

Por Laura Reina
Sábado a las 15.18. Mujeres y hombres se juntan en un bar de Gorriti y Fitz Roy. Son solteros o singles, en su acepción más cool . Son solos y solas en su versión menos glamorosa. Son personas que van a buscar pareja o un compañero para afrontar la vida. Esa tarde yo soy una de ellos. Soy una soltera de 35 años en una ciudad donde la soledad cala hondo, sobre todo en las personas que promedian las tres décadas y superan los 40 años. “Soy sola”, pero esta tarde tengo esperanzas de empezar a ser parte de una pareja.
La idea me seduce, pero me abruma al mismo tiempo: 10 citas de ocho minutos en una noche. Se trata del sistema de speed dating, nacido en Estados Unidos y que en la Argentina tiene su versión local con 10 en 8 ( www.10en8.com ). Ocho minutos, 480 segundos, el tiempo que, según algunos estudios citados en la página web bastan para establecer qué clase de relación queremos tener con otra persona.
Debo reconocer que tenía mis prejuicios, mis dudas, mis resistencias. Siempre pensé que el amor debía estar fuertemente determinado por el destino. Crecí leyendo Rayuela y ese maldito y hermoso párrafo, sin dudas, me condicionó. “¿Encontraría a la Maga? […] Era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”.
Intento borrar esas líneas de mi conciencia. Entro en el bar, cruzo la puerta con actitud, como mandan los manuales de autoestima. Me recibe un chico con un “buenas tardes, princesa.” Pienso que es un mimo impostado, exagerado, pero devuelvo el saludo y me interno en el fondo del bar con el resto de las mujeres que están ahí, esperando que comience la aventura.
Me sumo al grupo de diez chicas. Me miran, me estudian. Y yo hago lo mismo con ellas. Pienso que tal vez voy demasiado arreglada con mi vestido, mis zapatos y mi trench negro a lunares. Eloutfit del evento es mucho más informal: jeans, calzas y botas es el look mayoritario. Me siento algo incómoda y el elogio de una de ellas -“lindo vestido”- no hace más que acrecentar mi incomodidad.
Sentadas en unos sillones, la charla surgió naturalmente. No había sabor a competencia. Muy por el contrario, entre todas reinaba la camararería como si se tratara de un grupo de extraños que se une ante la adversidad. “¿Primera vez?”, me pregunta una. Afirmo con un gesto y ella, una rubia con curvas, me dice sin que yo le pregunte nada: “Esta es mi tercera vez”.
Otras tratan de mirar hacia el sector masculino y de vislumbrar algún candidato potable. “Espero que haya alguno alto, yo mido 1,76 y es todo un tema”, dice una morocha. Otra la acompaña en el pedido: “Ojalá, los petisos no me van”. Una tercera agrega: “Yo espero que no me toque el típico cancherito ganador”, a la que una cuarta responde: “Quedate tranquila, si fuera un ganador, no estaría acá”.
El comentario disparó las risas de todas. Quien lo pronunció había llegado al evento por una invitación de último momento. “Vine por primera vez hace unos años. Hoy me mandaron un mail diciendo que faltaban mujeres y que, si venía, me hacían un descuento. No es la primera vez que pasa, parece que siempre faltan chicas”.
Minutos después, Alejandra, la host del evento, empezó a llamar de dos en dos para la acreditación. Con DNI en la mano -los grupos tienen un rango etario al que hay que ajustarse para participar- se hace entrega de la credencial con el nickname elegido al momento de la inscripción online y la ficha que es necesario llenar luego de cada cita: carita con corazones para indicar alto grado de afinidad, carita con sonrisa para establecer una relación sólo de amistad y carita seria para marcar la incompatibilidad.
Después de la acreditación llegó el momento de la charla motivadora. “Vamos mis lindas que los caballeros se ponen ansiosos”, convocó Alejandra. Y enseguida empezó su discurso. “Están aquí para pasarla bien. Esto es un juego, juéguenlo. Y sean fieles con lo que sienten, si la persona les gustó pónganle la carita con corazones, no lo duden”. Y entonces ahí sí, empezó el juego.
Para mis citas, yo no era periodista, sino una diseñadora gráfica que trabajaba en la soledad del hogar y tenía problemas para conocer gente. Por eso estaba ahí. Para “dejarme encontrar”, como reza el eslogan de 10 en 8. Sentada en la mesa N° 5, llegó la hora de la verdad. Mi credencial decía que yo me llamaba “Missqueen” y tenía el número 16.630. Es decir, 16.629 personas pasaron antes que yo por el sistema de speed dating . Me pregunté cuántas de ellas habrían formado pareja.
Llegó el primer candidato. Un amante de las bicicletas que tenía una pequeña empresa de software. La incomodidad de los primeros minutos era evidente, igual que la falta de afinidad. Por fin sonó la campana que indicaba el fin de la cita y el comienzo de otra. El segundo era como un perrito que habían abandonado en la calle. Me contó de sus ex parejas y mientras hablaba, noté que casi se pone a llorar. Lo habían herido mucho y esas heridas estaban lejos de sanar.
El tercero, campera de cuero, ojos claros y ojeras oscuras. Parecía enojado con las mujeres, sus relaciones, según contó, siempre habían sido algo tormentosas. Un joven ingeniero en sistemas y un chef que también trabajaba en sistemas -un extraño patrón que se repitió en siete candidatos- completaron el primer quinteto que no mereció ninguna carita contenta. Y tras ellos, un receso necesario.
“Aprovechen para seguir conociendo gente que tal vez no está en su recorrido. Traten de irse esta noche con la mayor cantidad de citas”, alentó Alejandra. Pero la mayoría, en realidad, usaba el descanso para intercambiar opiniones. ¿Y, qué tal, alguno potable”?, preguntó una de las chicas. “Mmm”, fue la respuesta unánime.
Así se sucedieron, unas tras otras, las citas. Hasta que llegó la última. La décima. No fue con un extraño. Fue con mi marido, en un restaurante a pocas cuadras de allí. Estaba feliz de encontrarme con él, aliviada de volver a ser Laura. No pude evitar pensar en lo afortunada que era de no cenar esa noche sola. De haberlo conocido, hace ya muchos años, casi de casualidad. Pero claro, ese encuentro no tenía nada de casual. El destino había movido los hilos.
Esa noche me acordé de nuestra primera cita. No duró ocho minutos, sino horas. Pero en algo estoy de acuerdo: bastaron pocos segundos para darme cuenta de que él era la persona con la que quería pasar el resto de mi vida.
LA NACION