La carrera por las nuevas tecnologías

La carrera por las nuevas tecnologías

Por Ana María Vara
a palabra “revolución” es una de las más evocativas de la política, la sociología, la historia, el periodismo. Es poderosa, sobre todo, porque apunta a un cambio de época. No sorprende, entonces, su inclusión en el título del último trabajo de Jeremy Rifkin, activista devenido consultor, profesor de la exclusiva Wharton School de la Universidad de Pensilvania, cuyas obras han golpeado repetidamente en la cuerda de las transformaciones grandiosas. En su veintena de libros, todos dedicados a cuestiones de actualidad, Rifkin ha anunciado desde “el fin de la cultura del ganado” hasta “el fin del trabajo”, pasando por el advenimiento del “nuevo mundo” de la biotecnología, la “nueva conciencia” de la biosfera y la “nueva visión” de la entropía.
En algún sentido, La tercera revolución industrial. Cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo representa la síntesis de sus ideas más recientes. Finalmente, Rifkin tiene un programa. Y está decidido a ponerlo en movimiento, entrevistándose con cuanto mandatario o empresario tenga algún interés en escucharlo. Ante la convergencia de dos tendencias que nos obligan a dejar atrás la dependencia de los combustibles fósiles -la crisis provocada por el cambio climático y el paulatino agotamiento del petróleo-, Rifkin propone reemplazar la producción centralizada de energía por una distribuida y colaborativa, basada en fuentes alternativas.
Su propuesta es concreta y se apoya en cinco pilares. El primero es el principio general: abandonar el actual régimen energético basado en el petróleo, el carbón y el gas, centralizado, por uno fundado en energías renovables, abierto. El segundo ya es mucho más específico y apunta a la cuestión de la producción: reconfigurar casas y edificios para convertirlos en minicentrales, que generen electricidad a partir de fuentes renovables, sobre todo solar.
El tercer pilar tiene que ver con la acumulación: dado que las energías renovables no responden a las necesidades sino al estado del tiempo u otros factores variables, este cambio se acompañaría con el desarrollo de tecnologías de almacenamiento de energía, como las basadas en el hidrógeno, para poder conservar la electricidad y usarla cuando se la requiera. El cuarto aspecto es la forma de distribución. Rifkin sugiere apoyarse en Internet para transformar la red eléctrica, de modo que pase de ser un esquema centralizado a uno horizontal, donde productores y consumidores se alternan: cada casa podría enviar al sistema sus excedentes y tomar de la red la energía necesaria en momentos de producción insuficiente.
El último punto resulta complementario de los anteriores, al ocuparse del transporte, el otro gran sistema consumidor de petróleo: el norteamericano apuesta a transformar el parque automotor en uno eléctrico.
Cada uno de los pilares tiene sus dificultades técnicas, que Rifkin no analiza. Sí le dedica espacio a la cuestión de los costos y las formas organizativas. Aquí entra lo de la “revolución industrial” del título: para Rifkin, una transformación de este tipo ocurre cuando convergen una nueva tecnología de comunicación con una nueva tecnología energética.
La primera revolución fue el resultado de la combinación de la imprenta con la máquina de vapor, a pesar de que entre una y otra hayan transcurrido tres siglos. La segunda revolución se produjo en las primeras décadas del siglo XX, y deriva de la convergencia de los medios eléctricos -telégrafo, cine, radio- con el motor de combustión interna. Un subproducto de esta era de la producción en masa fue el automóvil, con el popular Ford T a la cabeza, que aceleró la búsqueda de petróleo y convirtió a Estados Unidos en el principal productor de crudo del mundo.
Estamos ahora ante la tercera revolución, derivada de la confluencia de Internet con las energías renovables. Su visión es clara: “En el siglo XXI, cientos de millones de seres humanos se generarán su propia energía verde en sus hogares, sus despachos y sus fábricas, y la compartirán entre sí a través de redes inteligentes, del mismo modo que ahora crean su propia información y la comparten por Internet”.
Si la Web provee el modelo para compartir energía, también le sirve a Rifkin como metáfora de la posible velocidad de crecimiento que alcanzarían las transformaciones: “Actualmente, las instalaciones solares y eólicas duplican su número cada dos años y parecen destinadas a seguir durante las próximas dos décadas la misma trayectoria que los ordenadores personales y el uso de Internet en su momento”.
Decíamos que La tercera revolución representa la puesta en marcha de un proyecto esbozado en obras previas. Así, en La economía del hidrógeno , publicado en 2002, Rifkin explicaba las ventajas de las nuevas tecnologías energéticas, y en La civilización empática , de 2010, argumentaba que es la generosidad y no el egoísmo el sentimiento que guía las acciones humanas: dos facetas clave de su propuesta. Un tercer aspecto importante, la cuestión territorial, estaba esbozado en un libro de 2004: El sueño europeo. Cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño americano .
Rifkin no pone a su país a la cabeza de los cambios. No cree en Barack Obama: dice que “le falta un relato” que dé sentido al sinfín de iniciativas diferentes que encara su gobierno; lo acusa de haberse transformado en “la caricatura misma del tecnócrata de Washington”. Los presidentes y primeros ministros con los que dialoga están del otro lado del Atlántico: Jacques Chirac, Angela Merkel, José Luis Rodríguez Zapatero, el príncipe Alberto de Mónaco.
El listado es curioso: dos mandatarios ya fueron eclipsados, un tercero es irrelevante en términos de peso político en su país. Entre esas naciones, una -Francia- ha apostado fuertemente a la energía nuclear, tecnología que es incompatible con el modelo distribuido y de la que Rifkin abjura, aunque representa una opción compatible con la preocupación por el cambio climático. De manera todavía más insólita, en su mapa no aparece China, la segunda economía del mundo.
Por otra parte, en su optimista visión de la web, Rifkin se olvida de comentar que su arquitectura horizontal no ha impedido que unas pocas transnacionales concentren las cuentas de correo electrónico, los buscadores, las redes sociales, los sitios para subir videos. ¿Cómo podría evitarse que ocurra lo mismo con sus redes eléctricas?
Una última omisión es la cuestión de los recursos naturales. Las nuevas tecnologías requieren minerales -tierras raras, litio- que, como el petróleo, no están en todos los continentes y cuya minería puede tener impacto social y ambiental. El noroeste de la Argentina, por ejemplo, es rico en litio pero su extracción puede afectar las aguas subterráneas y desplazar a poblaciones indígenas.
La cara oculta de la visión de Rifkin son los países en desarrollo, que otra vez podrían quedar en posición de vender naturaleza a cambio de tecnología. Básicamente, su propuesta es parte de una carrera por determinar quiénes -qué países, qué sectores industriales, qué empresas- se quedan con el negocio de la reconversión energética que demandan los tiempos. El sociólogo y economista norteamericano ya hizo su apuesta, pero no es el único jugador.
LA NACION