Sorpresas de la paternidad moderna

Sorpresas de la paternidad moderna

Por SIMON KUPER
Cuando no estoy dedicado a ser un augusto comentarista de asuntos mundiales, tengo una vida secreta. Me levanto demasiado temprano, preparo y sirvo un desayuno de cereales integrales, sufro hiperventilación mientras mi hija se viste demasiado despacio, actúo como una suerte de árbitro de box de mis dos hijos, cepillo los dientes de varias personas, incluso a veces los míos, y finalmente ayudo a mi esposa a empujar a los chicos hasta que trasponen la puerta. Después me voy a un café para recuperarme, antes de empezar mi día como comentarista augusto. Al anochecer, regreso con premura y realizo el mismo ritual a la inversa. Calculo que dedico alrededor de 30 horas semanales al cuidado de los niños.
Todo eso es normal en la actualidad. Innumerables padres y madres de los países occidentales viven más o menos así. Sin embargo, la mayoría de los padres nunca lo esperamos. Eso significa que probablemente estemos más confusos que las madres con nuestra situación actual. La paternidad moderna representa una ruptura con el pasado mucho mayor que la de la maternidad moderna y, sin embargo, es un tema del que casi no se habla.
Nada en mi infancia me preparó para esta vida. Es cierto que mi padre, a diferencia de muchos papás de la década de 1970, verdaderamente cambiaba pañales e iba a ver nuestros partidos de fútbol. No obstante, cuando le pregunté si criar a tres hijos no lo había vuelto loco, me dijo: “En realidad, ni me di cuenta. Teníamos un jardín”. En esa época, no se esperaba que un padre dedicara 30 horas semanales a los hijos. Y nosotros, los varones, no recibimos ningún otro entrenamiento para la paternidad. Las chicas de mi grado jugaban con muñecas y cuidaban bebes e iban a ver bebes recién nacidos. Los chicos no. Nos criaron para esperar que nuestro tiempo fuera exclusivamente para nosotros.
Cuando los expertos intentan explicar cómo cambió el rol paterno, suelen hablar del creciente deseo de los hombres de relacionarse con sus hijos. Probablemente haya algo de eso, pero es tan sólo la historia oficial. La verdad es más darwiniana. Simplemente, casi cualquier hombre de mi generación que quisiera tener éxito en la vida de pareja con alguna mujer de treinta y pico de años tenía que incluir en su oferta la promesa de cuidar a los hijos.
Ahora, un padre europeo que no permite que el cuidado de los niños interrumpa su trabajo es considerado un bicho raro. Por eso el primer ministro David Cameron y su vice Nick Clegg hicieron una temprana demostración al adoptar “horarios flexibles” para las reuniones de gabinete, así podían llevar a sus hijos a la escuela.
Sólo un puñado de hombres escapó a este destino. La Navidad pasada vi a uno de esos fugitivos de vacaciones en Miami. Mientras yo me pasaba todas mis “vacaciones” cuidando a los chicos, ese individuo delegaba el cuidado de los niños en su esposa para irse corriendo al “trabajo”. Digo “trabajo” porque su “trabajo” incluía enviarme a mí un largo correo electrónico en el que describía sus triunfos con su fondo de cobertura y me instaba a escribir un artículo sobre él. Su oferta en el terreno de la pareja presumiblemente había sido: ingresos. Casi todos los demás varones habíamos tenido que ofrecer cosas más diversas.
Hoy, el padre británico promedio, con residencia en el hogar y empleado, tiene dos horas diarias de contacto con sus hijos, un aumento considerable de los magníficos 15 minutos diarios de mediados de la década de 1970. Ese cambio representa una reinvención del rol paterno. Es cierto que las madres todavía se ocupan de la mayor parte del cuidado de los niños, pero en total, contrariamente a lo que dice la opinión popular, los padres pueden terminar más atareados, porque habitualmente pasan más tiempo en su trabajo. Por ejemplo, la Encuesta Social General sobre el Uso del Tiempo de 2005, en Canadá, reveló que el padre canadiense promedio cumplía en total 9,9 horas diarias de actividad, sumando el trabajo pago y el cuidado de los niños. La madre promedio cumplía media hora diaria menos.
Y así, después de trabajar, los padres se zambullen en el “segundo turno”, tratando de que los chicos estén acostados para el momento que el autor infantil Mo Willems llama “media hora después de la hora de irse a la cama”. A veces el segundo turno proporciona alegrías transcendentes. Con frecuencia no. En una familia casi siempre hay amor, pero no demasiadas cosas en común. Los niños son de Venus y los adultos son de Marte. Con frecuencia su conversación nos resulta tan aburrida como les resulta a ellos la nuestra. Sé que estos son clichés de la literatura para madres, las reflexiones diversas sobre la paternidad y la maternidad escritas por y para mujeres, pero el cuidado de los niños probablemente sea más frustrante para los hombres, porque a nosotros nadie nos educó socialmente para cuidar niños. La mejor manera de garantizarse frustración cuidando a los niños es pensar en todas las otras cosas que uno podría estar haciendo si no estuviera haciendo ésa. Pero yo crecí esperando poder hacer todas esas otras cosas, así que sí pienso en ellas. Esa frustración es para los padres lo que la culpa parece ser para muchas madres.
Sin embargo, los hombres rara vez hablan de eso. Los padres simplemente ejercen su paternidad, rara vez debaten sobre ella. Hay muy poca literatura para papás, más allá de algunos relatos irónicos sobre lo lindo que resultan los chicos cuando no están berreando por razones abstrusas a las tres y cuarto de la madrugada. En cuanto a la literatura para madres, allí los padres suelen describirse como torpes ejemplares al estilo de Homero Simpson.
Al menos mis hijos tendrán un modelo de rol del padre hiperparticipativo. Es cierto que probablemente sea un modelo de rol negativo, el de alguien que todo el tiempo se pone violeta por la frustración, pero espero que de algún modo los ayude.
LA NACION