Clara Rojas, la cautiva que creía en los milagros

Clara Rojas, la cautiva que creía en los milagros

Por Alejandra Rey
La única vez que en la selva pesó más el silencio que cualquier crueldad fue cuando ella gritó: “Piedad, piedad para mi niño, por favor”. La mudez de todos, hasta de los pájaros, fue general, porque no la habían visto así jamás, con los puños apretados y blancos, el pelo revuelto y ese cuerpo débil implorante, lastimado. Antes, meses antes, su cara era diferente y en vez de gritar hablaba sola en la espesura. Lo hacía con su madre, le cantaba a la Virgen, bordaba con las manos y se tocaba la panza, chiquita de poco comer, donde crecía su niño, y todo para no volverse loca.
Pero esa vez, Clara Rojas, secuestrada en la selva colombiana por las FARC durante seis años, se hartó de las buenas maneras y la desesperación salió de sus entrañas en forma de grito. Hacía meses que se habían llevado a su hijo Emanuel, al que había parido con tanto dolor y tanta sangre con la promesa de que se lo devolverían, y ella esperaba día tras día, tarde tras tarde, noche tras noche que la criaturita pequeña, con el brazo quebrado y casi inútil, apareciera en el campamento y la abrazara.
Y ese recuerdo, el de la sangre y el adiós, el de las caricias y la ausencia, el de la locura y los maltratos sigue siendo un tema del que no quiere hablar Clara Rojas, porque le daña el cuerpo y el alma, y ella se propuso ser fuerte para Emanuel, que no consigue vencer a un púgil de short rojo que aparece en la pantalla de la Wii.
“Hay temas de los que prefiero no hablar -dice Clara Rojas- porque primero tiene que saberlo todo mi hijo.”
-Yo sé que sos una persona discreta y no te voy a preguntar el nombre del padre de Emanuel. Sólo quiero saber cómo es el amor en la selva.
-Yo… Hay cosas… Mira, prefiero dejar atrás algunas historias. Lo que pasó en la selva pasó allá y no me parece prudente referirme a todo eso.
-¿Después de quedar embarazada volviste a ver al padre de tu hijo?
-No, nunca más.
Hay una sombra en los ojos de Clara, que la luz del flash no puede disimular. Ella es hermosa, extremadamente delgada, prolija hasta la desesperación, carismática. Ella no habla, susurra, hace ademanes con esas manos que alguna vez se cerraron en un puño blanco y que ahora luce anillos y pulseras con virgencitas.
-¿Hablabas en la selva?
-Sí, hablaba con mi madre y yo creo que ella me escuchaba. Hablaba con mis hermanos y cuando se llevaron a Emanuel, hablaba con el niño.
-¿Por favor, decime cómo es el amor en la selva?
-Sin libertad.
El silencio entre las dos es brevísimo y el entendimiento, completo. Clara, una mujer de mundo que sabe cómo comportarse acá o allá, retoma el tema de su cautiverio y cuenta que hubo un instante en que supo perfectamente que Emanuel estaba bien y que la iban a liberar, porque la virgen se lo dijo. No, no es que se le haya aparecido, no es que ella esté loca ni que escuche voces. No, simplemente hubo un mensaje, un leve resplandor, un rayo extraño entre la espesura que le dijo cosas, cosas que no dice con palabras, pero sí con la mirada; cosas íntimas que no va a revelarnos a nosotros porque se lo reserva todo para su niño.
“Recuerdo perfectamente ese día. Por eso cuando más tarde nos dijeron que nos íbamos, que nos liberaban, a mí no me costó nada levantarme y echarme a andar, mientras que a algunos compañeros les dio algo así como rechazo, pensando quizá que se trataba de una broma. Yo sabía que era verdad, lo había visto en la selva.”
De ahí en más el diálogo con Clara se vuelve extraño. Yo sé que ella sabe que yo sé que los milagros no existen y, sin embargo, no intentará que lo crea, simplemente contará pausadamente lo que le ocurrió. Y le ocurrió que una vez que salió del cautiverio fue llevada donde sabía que estaba Emanuel.
-¿Tenías miedo de no reconocerlo?
-Pues claro que no. Mira, entré en una sala y al ratico vino Emanuel.
En la sala de Parque Norte donde se lleva a cabo el Congreso Argentino y Latinoamericano de estudiantes de ingeniería industrial hay 15 personas sentadas en el piso que esperan la respuesta de Clara. Pero ella no los ve, porque su mirada se pierde en la selva, al recordar lo que pasó el día del reencuentro. Y pasó que Emanuel entró en la sala donde Clara esperaba, se paró en seco, la miró y corrió a abrazarla gritando ¡mamá! “¿Recuerdas que te conté que yo había pedido piedad para mi niño? Bueno, la habían tenido. Cuando se llevaron a Emanuel diciendo que era lo mejor para él porque tenía leishmaniasis, me dijeron que me lo traían rápido y yo se los di porque tuve que decidir qué era lo mejor para el niño, y lo mejor era que se curara, entonces acepté separarme de él. Pero pasaron tres años y cada noche sufría por no verlo, pero con la convicción de que lo iba a encontrar. Nunca dudé de eso. Y si no lo encontraba yo, lo iba a buscar mi madre.”
Clara Rojas tiene una piel tan tersa y blanca que parece a punto de quebrarse, como si fuera de alabastro. Toda ella es de una fragilidad extrema, pero en su boca y en sus ojos se puede apreciar la fortaleza de una mujer invencible. Y es esa fortaleza la que le impide hablar de Ingrid Betancourt, la mujer que fue secuestrada con ella, su compañera de fórmula presidencial con quien tuvo algunos roces y, cuando habla de ella lo hace porque LA NACION insiste y su rictus cambia totalmente, aunque no el tono ni las palabras. “Ella sabrá por qué lo hizo. Me escribió un mail disculpándose y le respondí. Nada más.”
-¿De qué te arrepentís?
-¿De mis días en la selva? De las frivolidades. Por ejemplo, había conflictos por tonterías, como por ejemplo quién comía primero, y esas cosas. Visto desde acá parecen tonterías.
-¿Es verdad que pediste permiso para quedar embarazada?
-No.
– Pero lo informaste. ¿Por qué? ¿Qué te dijeron?
-Hablé con el comandante, pero no le pareció extraño. No me preguntó nada, simplemente siguió haciendo lo suyo.
Cuenta Clara que mientras la panza le crecía una cocinera intentaba mimarla con lo que tenía a mano, que era nada, en realidad. Entonces le preguntó a Clara qué podía cocinarle para que se alimentara, porque la delgadez de la rehén era una de las preocupaciones de los jerarcas de la guerrilla.
Y ella le pidió arroz con leche, “porque mi mamá me lo hacía y yo quería algo de ella, la extrañaba tanto, y soñaba con que algo me acercara… Entonces la mujer me dijo que le dijera la receta y lo hicimos. Estaba exquisito, especialmente porque había aparecido la leche y eso era bien alimenticio”.
Pensar en esa mujer que estaba en los huesos, con una panza ínfima, que parió del peor modo a pesar de que los guerrilleros la ayudaron, comiendo arroz con leche en la selva, suena a una novela mal escrita. Ella parece leerme el pensamiento y acota, con un humor contagioso, “si me das a elegir, no me iría de vacaciones a la selva, prefiero la Patagonia, lugar abierto y sin vegetación, pero nada más”.
¿Es así realmente esta mujer? ¿No han dejado huellas en su vida los seis años de cautiverio? ¿Qué le dice a este nene que juega a la Wii y se queja porque no gana? “Siempre he tratado de poner empeño en que todo salga bien. Si, es verdad que padecí muchas cosas, pero tengo que mirar para adelante porque es necesario para mi niño. Cuando lo veo sólo pienso en eso. El pregunta algunas cosas, pero también sabe que yo soy su madre y su padre, que nuestra familia es así y no tiene problemas.”
Clara explica que la primera noche que pasó con Emanuel no pudo dormir porque lo miró y lo acarició durante horas, mientras lloraba y lloraba, como lo había hecho miles de veces en la selva, cuando la noche caía como un telón negro. Y que aún hoy, de vez en cuando, se despierta de madrugada con un sobresalto y siente el mismo frío que sintió en la selva a esa hora y piensa en los que quedaron cautivos, rehenes, y otro velo, otra tristeza la invade todo el cuerpo.
Clara está renga. Haciendo gimnasia se resintió los ligamentos cruzados y ahora usa un bastón. El fotógrafo le pide que salgamos a hacer unas fotos fuera del salón y ella acepta encantada. Me toma del brazo y susurra: “Voy a tener que pensar en eso que me preguntaste, en el tema del amor en la selva”.
-¿Te gusta Jorge Luis Borges?
-Sí, claro.
-Hay un poema, El Amenazado, que empieza diciendo: “Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir”. ¿Vos qué hiciste?
-(Silencio) Gracias por la entrevista.
LA NACION