Las cicatrices de la violencia

Las cicatrices de la violencia

 

Por Micaela Urdinez

“No hay nada peor que ejercer violencia, que te tengan miedo, que te miren para saber si aprobás o no algo que pasó. Eso es esclavizante para los demás y para uno mismo”, cuenta Ignacio, de 51 años, un hombre al que la violencia lo llevó a perder aquello que más quiere: su familia.
Esta afirmación no busca de ninguna manera justificar sus actos, sino darle una mirada más abarcativa a este complejo fenómeno social que pide a gritos una solución más efectiva. Un enfoque que va a las raíces de la violencia doméstica, que incluyen infancias traumáticas marcadas a fuego; relaciones de pareja donde predominan la sumisión y la dependencia afectiva; inseguridades y frustraciones acumuladas que se canalizan de la peor forma; serios problemas de comunicación, y una sociedad machista que avala este tipo de trato hacia la mujer y los hijos.
Si se tiene en cuenta que según las últimas cifras de la Oficina de Violencia Doméstica (OVD) de la Corte Suprema de Justicia de la Nación el 86% de las personas que ejercen violencia son varones, qué mejor que darles voz a ellos para aportar un poco de luz a esta problemática tan oscura.
“La violencia no es una enfermedad, sino un comportamiento que aprendieron en sus casas durante la infancia y que como les da resultado lo siguen usando. Al ser una conducta aprendida, la buena noticia es que se puede desaprender y es allí donde aparece la posibilidad de cambio”, explica Liliana Carrasco, trabajadora social especialista en violencia, que junto a Sandra Sberna, psicóloga especializada en violencia, atienden a dos grupos de hombres violentos en la Dirección de la Mujer de Vicente López, y a uno en el Servicio Asistencial de Violencia Familiar del Sanatorio Dr. Julio Méndez.
Si bien en los últimos años se han multiplicado los espacios de tratamiento y contención para las mujeres agredidas, sus parejas sólo reciben una sugerencia del juez sobre empezar algún tipo de tratamiento, en los casi inexistentes lugares dedicados a ellos.
Sin embargo, y a pesar del profundo estigma social, cada vez más hombres se animan a participar de grupos de terapia para combatir la violencia y conseguir abrazar un ambiente familiar más sano. Son los menos y lo saben, pero esperan de a poco ir contagiando a otros para que se animen a pedir ayuda.
Ignacio creyó que después de muchos años sin episodios de violencia la tenía controlada, pero un día una explosión de ira terminó por romper su vida familiar. “Hoy estoy separado y sólo tengo esperanzas de recuperar a mi esposa y mis hijos”, cuenta.
Esto lo llevó a empezar un tratamiento para hombres violentos en el que -entre otras vivencias- comparte que siempre tuvo conciencia de que lo que hacía estaba mal y de cómo eso carcomía la tranquilidad. “La ansiedad que provoca la culpa y la imposibilidad de manejar la violencia son un calvario. No sólo sufre la familia, el hombre violento también. Se mueve en un círculo vicioso del que sin ayuda es difícil salir”, explica.
Ignacio señala que el punto de inflexión en el tratamiento es reconocer que uno tiene un problema que merece una solución. Ese descubrimiento genera una liberación que predispone la cabeza y el corazón para encarar cualquier proceso de transformación. “Hay recuerdos en la vida que uno no ha podido procesar debidamente y son una verdadera carga. El grupo me ayudó a tomar conciencia de que estaba imponiendo mi intolerancia a través de los golpes o la dominación. Y el ir evidenciando pequeños cambios me produce mucha paz”, agrega.
“Lo importante es que se puede.” Ese es el mensaje que Ignacio les quiere transmitir a otros hombres que estén protagonizando situaciones similares. “Hay otra vida para el violento, hay que descubrirla y aprender a dialogar, a ser tolerante, humilde, sabiendo que el otro tiene una opinión distinta y que vale como la mía. Es posible. Es absolutamente posible”, concluye.
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