Un pensador inconveniente

Un pensador inconveniente

Por Verónica Chiaravalli
Mario Vargas Llosa considera a Hans Magnus Enzensberger el ensayista más estimulante que pueda leerse en la actualidad; alguien encendido por la cólera ante “lo mal hecho que está el mundo” y la convicción de que puede ser mejorado. A sus casi 80 años, el intelectual alemán ha cultivado diversos campos de la creación, desde la novela y la poesía hasta el cine, el teatro y la ópera, y ha cosechado lo que sus editores llaman “casi todos los premios de rigor”, entre ellos, el Príncipe de Asturias. Sus textos, muchos publicados en la prensa, lo muestran a gusto en la incomodidad, ya sea revelando la propia o provocando la ajena. Uno de sus últimos libros traducidos al castellano se titula Mis traspiés favoritos, y ese “mis” tiene la nobleza de ser un posesivo absoluto, porque no se trata del canon de errores ajenos que a él más lo regocijan, sino de un repertorio de fallidos proyectos propios, que se ha tomado con humor y sabiduría.
Ahora circula otro libro de Enzensberger: Panóptico. El título no refiere a la invención de Bentham, sino al homónimo “gabinete de curiosidades y horrores” pergeñado por Karl Valentin en los años 30. El subtítulo promete “veinte ensayos fulminantes”. En este caso, las “curiosidades” se encuentran en el modo en que el autor mira la realidad, y los “horrores”, en la realidad misma.
Con el pretexto de escribir sobre microeconomía, carga contra los profesionales de las disciplinas crematísticas (“lo que los científicos de la economía entienden por economía lo comprenden, en el mejor de los casos, solo ellos mismos. El resto del universo abriga ciertas dudas acerca de sus ideas y se pregunta si su dedicación constituye siquiera una ciencia”).

De modo parecido piensa la política. El título que elige para su artículo sobre el tema es elocuente: “Sobre problemas insolubles” y, básicamente, señala que ese es el tipo del problema que enfrentan los políticos, aun los bienintencionados (si tal categoría existiera, se permitiría dudar el filósofo) a la hora de administrar un gobierno. El ejemplo que pone trasciende las fronteras de Alemania: “Cualquier ministro de Sanidad sabe de lo que hablo. No solo debe atender las infinitas quejas de la gente en vez de ocuparse de su bienestar -por lo que no hace justicia al nombre de su cargo-; al contrario, el sistema que ha de defender desborda sin remedio a la nada envidiable persona que lo representa. Al mismo tiempo, el lastimoso ministro tiene que tener en cuenta a millones de pacientes, que suponen una nutrida cohorte de electores. El gasto, que aumenta a ritmo vertiginoso, revienta todo presupuesto imaginable y cabe imaginar que a la corta o a la larga los hechos demográficos acabarán desarbolando el sistema entero”. Pero el drama es que los votantes “ni en sueños piensan en distinguir entre problemas solubles e insolubles”, por lo que al político no le quedaría más opción que “siempre dar la apariencia de tener todo bajo control. ‘No tengo ni idea’, ‘a ver qué sale’, ‘suerte y al toro’, por ejemplo, son declaraciones que no se pueden permitir por certeras que sean”.
Así discurre el pensamiento inconveniente de Enzensberger, y quien quiera refrescar sus ideas en torno al caldeado debate sobre el sistema previsional, hará bien en leer el apartado “Jubilarse: ganas, miedo, obligación”, donde el ensayista ofrece una interesante visión -desde el corazón de Europa, claro; desde uno de los países más ricos y poderosos de la Tierra, por supuesto- acerca de un sistema “que descansa sobre las premisas demográficas de los años cincuenta del siglo pasado”, cuando “la gente era menos levantisca. Prestaba, sin quejarse, servicio en las fábricas, las oficinas públicas, las empresas; se marchaba, sin quejarse, a casa cuando ya no se la necesitaba, y, sobre todo, le hacía al sistema de pensiones el favor de irse al hoyo oportunamente”.
LA NACION