Shostakovich, la épica del cobarde

Shostakovich, la épica del cobarde

Por Hinde Pomeraniec
El magnífico hotel de ciento ochenta habitaciones hoy es uno más de la cadena Four Seasons, pero tiene una historia, una metáfora que ilustra el terror al tirano. Se trata del Moskva, edificio emblemático de la capital rusa ubicado a unos 100 metros del Kremlin e inaugurado por primera vez en 1935. Entre sus particularidades se destaca la fachada asimétrica, una curiosa mezcla de estilos constructivista y soviético. La leyenda dice que, algo inseguro por la decisión final, el arquitecto Alexei Shchusev le hizo llegar a Stalin un boceto en el que convivían ambos estilos, con la intención de que el líder soviético eligiera uno de ellos. Según esta versión, Stalin habría estampado su firma justo en el centro de la imagen y como nadie se animaba a preguntarle qué había querido decir, Shchusev se había resignado a construirlo así, como lo había dibujado. “Un pintor realista pinta lo que ve, un pintor impresionista pinta lo que siente y un pintor realista socialista pinta lo que le dicen que debe pintar”: el chiste figura en el libro Proletarios de todos los países? ¡perdonadnos!, de Tomás Varnagy. La historia del Moskva y el viejo chiste soviético son formas irónicas de recordar un tiempo autoritario de violencia y perversión, cuando la disidencia era un pasaporte a la prisión, a la tortura o a la muerte y cuando para crear un artista debía seguir las reglas del poder y el gusto de la autoridad. En su notable novela El ruido del tiempo, el británico Julian Barnes aborda esa época y sus penosas contradicciones existenciales, a través de la vida de uno de los mayores músicos del siglo XX.
El 28 de enero de 1936, acompañado de una comitiva de adulones, Iosif Stalin acudió a la representación de Lady Macbeth de Mtsensk, la ópera del compositor Dimitri Shostakovich, quien a los 29 años ya gozaba del reconocimiento y el éxito también en el extranjero. Molestos, Stalin y los suyos se retiraron antes de que terminara la función en el Bolshoi y ese disgusto tomó pronto forma de crítica anónima en Pravda: “Caos en vez de música” fue el título del artículo que cuestionaba de un modo caprichoso al músico por su obra “confusa y apolítica”, un “desviacionismo” que “cosquilleaba el gusto pervertido de los burgueses con su música inquieta y neurótica”. La crítica fue el final de Shostakovich como compositor de óperas y el comienzo de una persecución artística y personal que marcó de ahí en más su obra, pero también su comportamiento.
Ser cobarde, reflexiona Barnes, es mucho más difícil que ser un héroe o, al menos, mucho más trabajoso. “Para ser un héroe sólo tenías que ser valiente un momento: cuando sacabas la pistola, lanzabas la bomba, apretabas el detonador, matabas al tirano y también a ti con él. Pero ser un cobarde era embarcarse en una carrera que duraba toda la vida.” En disputa con su deseo y su modo de ver el arte y la vida, a partir de la prohibición de su ópera Shostakovich fue aceptando las condiciones que la autoridad imponía ya no sólo en relación con sus obras, sino también con sus opiniones públicas. “En lugar de matarlo, le habían permitido vivir, y al permitirle vivir, lo habían matado”, eso -escribe Barnes- sentía el artista.
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Las técnicas para quedarse con el alma de los hombres tenían entonces diferentes niveles de sofisticación, la humillación portaba diversos rostros. Si Stalin fue el terror, lo que vino después (“los años vegetarianos”, como los llamó la gran poeta Anna Ajmátova) fue un progresivo esmerilado del espíritu. Burocratizar a un artista era apenas una de las formas, convertirlo en vocero del totalitarismo era la instancia superior. “Había tres maneras de destruir un alma: con lo que otros te hacían; con lo que otros te hacían hacer, y con lo que tú, voluntariamente, elegías hacer. Cualquiera de los tres métodos era suficiente, aunque si se combinaban los tres el resultado era irresistible.”
Si probamos salir del lugar de corrección política que nos lleva a evaluar la vida de los otros desde la comodidad de nuestro sillón, deberíamos advertir que lo que estaba en juego era la supervivencia. En la Unión Soviética, el músico que no pertenecía a la Unión de Compositores y no reproducía la estética oficial no sólo no podía soñar con que sus obras fueran representadas: no podían ni siquiera comprar papel pautado. No resultaba una elección sencilla: se trataba de preservar su vida y las de sus amores a cambio de convertirse en artista del régimen. Shostakovich siguió creando. Lo hizo desde la corte de los obedientes en gran parte de sus composiciones, pero procurando intersticios de libertad en otras obras. Murió en 1975. Su vida, tal como la reconstruye Barnes, bien podría ser interpretada como una épica de la cobardía.
LA NACION