Guía de supervivencia para un domingo sin tecnología

Guía de supervivencia para un domingo sin tecnología

Por Sebastián Campanario
A mitad de la semana, cuando me vino a comentar su idea, casi no le presté atención: era tarde y estaba cansado viendo tele, chequeando mensajes de WhatsApp y leyendo comentarios en Twitter en el celular. Nico (mi hijo del medio, de 8 años) se fue satisfecho con el “pseeehh?, dale” con el que sin pensar le di luz verde a su propuesta: pasar el domingo siguiente, entero, como un “día libre de tecnología”. Sin televisión, computadora, celulares, iPad, nada.
Tomé conciencia del desafío al otro día, durante la cena, cuando Virginia, mi mujer, me comentó lo entusiasmado que estaba Nico con su proyecto de domingo libre de tecnología. “¿Cómo se me pasó aprobar esto sin ninguna cláusula de salvaguardia?”, me pregunté para adentro. Pero ya era tarde.
El sábado anterior, en este suplemento, había publicado una nota en la sección Creatividad sobre las bondades de las “familias ágiles”: la aplicación de dinámicas de trabajo del negocio del software, con sus equipos autoorganizados y empoderamiento de empleados rasos, al ámbito familiar. El artículo ponderaba la conveniencia de que los hijos, cada tanto, eligieran sus propias reglas, premios y castigos. Así que a llorar a la iglesia. Como decía Carlos Belloso en el dúo Los Melli de humor absurdo, iba a ser hora de “tomar chocolate de mi propia medicina”.
padre-e-hijo-cara-a-cara
El domingo arrancó temprano, a las ocho menos cuarto. Matu (10 años), el hermano más grande, se levantó primero, y al rato lo siguieron Nico y Olivia, una beba de dos meses. El ideólogo del DST, consustanciado con su papel de líder de proyecto, recorrió la casa, buscó todos los controles remotos, los celulares y las tabletas, y los guardó en su cuarto, para evitar tentaciones. Hubo una discusión metodológica y se acordó que la prohibición dominical alcanzaba a todas las “tecnologías de la información”: quedaban exceptuadas de la prohibición la heladera, la luz, el horno, la calefacción y las redes cloacales.
La temperatura cercana a 0° y la hija recién nacida impedían la salida fácil de pasar unas horas al aire libre, así que luego del desayuno comenzó una seguidilla de juegos de mesa: batalla naval, Preguntados, diversas variantes de juegos de cartas y otros. En el Juego de la Vida me casé con una persona de mi mismo sexo, tuve gemelos y me retiré como un potentado.
Después de almorzar hubo que agudizar el ingenio y encarar nuevos entretenimientos, inéditos. Se impusieron varias partidas de tutti frutti con categorías cada vez más insólitas y sesgadas hacia los millennials (marcas de golosinas, de ese estilo) y probamos suerte con dos “cadáveres exquisitos” (en una ronda, cada uno escribe un texto a partir de una frase anterior, sin preocuparte por la coherencia total) que culminaron en dos cuentos absurdos. Uno de ellos, “La rata asesina”, hoy está en el pizarrón de corcho del escritorio donde escribo.
Cerca de las 5 de la tarde le imploramos a Nico que nos dejara chequear unos minutos los mensajes, “por si había alguna emergencia”. Como en esos experimentos psicológicos de los 60 donde se le daba poder a personas que terminaban perpetrando toda clase de sadismos, Nico al principio se negó. Recordé cómo la fuente principal de la nota de “familias ágiles”, Bruce Freiler, a quien había entrevistado semanas antes para Sábado, había contado cómo en esta dinámica de empoderamiento, sus mellizas de 5 años, tan angelicales y dulces, se habían convertido en un par de Stalins que saboreaban su cuota de poder.
Pero hubo un resquicio de piedad y se nos permitieron diez minutos de uso del celular. Sólo diez minutos, cronometrados. Enviamos mensajes a la familia con la información indispensable y ahorro de palabras, como hacen los sobrevivientes que sólo pueden comunicarse con código morse o algún otro método dificultoso: “Estamos bien los 5” (en lugar de “los 33”); “Todo OK”.
A la tardecita, luego de los baños, ya exhaustos, Nico nos alentaba. “Vamos que ya falta poco. Pensá que en el futuro esto va a ser mucho más difícil, en un domingo sin tecnología no vas a poder usar tus drones, tu auto que se maneja solo ni tu hooverboard (skate volador)”, me consolaba. “Yo tuve que estudiar Economía cinco años para entender el concepto de costo de oportunidad”, me dije.
A las 9, minutos antes de dormir, el experimento se dio por finalizado. Nico liberó los controles remotos y dispositivos. Pero, contra todos los pronósticos, no hubo síndrome de abstinencia y optamos por terminar el día sin nada de tecnología, orgullosos de correr los últimos minutos de la maratón. A la mañana siguiente, cuando comenté la experiencia en Twitter, mientras viajaba en subte, un amigo me señaló: “Es increíble la falsa sensación de urgencia que te genera el celular”.
El lunes temprano, cuando llevé a los chicos al colegio, le pregunté a la directora, que estaba en la puerta, si lo del domingo libre de tecnología había sido alguna sugerencia deslizada en la clase. Me contestó que no y que le parecía una buena idea para comentar con otras madres y otros padres: “Pero no la podemos imponer, el fin de semana es dominio de cada familia”. Es una limitación exigente. Como esos platos ricos, pero suculentos y algo pesados, el DLT está muy bien, pero no es para todas las semanas. Con Nico acordamos una frecuencia mensual. Para el próximo quedamos en conseguir un juego Go y practicarlo. Es un pasatiempo milenario chino, uno de los más complejos del mundo, en el que recién tres meses atrás un campeón humano pudo ser derrotado por un programa de inteligencia artificial (al contrario que el ajedrez, donde la supremacía de las máquinas lleva casi 20 años). En el DLT este dato poco importa, porque sólo entran humanos. A los algoritmos, al menos durante un día por mes, les decimos: ¡no pasarán!
LA NACION