¡Fieras!

¡Fieras!

Por Mariano Ryan
Faltan apenas 16 segundos para el final de la final. Argentina defiende su gol de ventaja y se refugia en su campo mientras Bélgica se juega el resto incluso sacando a su arquero Vanasch. Agustín Mazzilli, en ese último suspiro, tiene un rapto de lucidez pese al cansancio; es sólo una décima de segundo pero aprieta al defensor. Le gana la bocha a Van Aubel primero y a Luypaert después y sigue su carrera hacia el arco vacío. Como cuando era un pibe de puros sueños en la cancha de Lomas, quiere convertir un gol, el cuarto de su equipo.
Pero ahora es todo distinto. Porque se trata de la definición olímpica, nada menos. Y nadie está delante suyo. Nada hay entre él y ese arco desnudo. Entonces entra con pelota y todo. Hay delirio, grito y gozo. Y emoción plena. A Mazzili se le nubla la vista y no sabe -o no puede saber- qué hacer. Se sienta dentro del arco con la sonrisa más grande. Su amigo, Manuel Brunet, también con el sudor bañando todo su cuerpo, se le acerca al oído y, con el 4 a 2 consumado, simplemente le dice: “Somos campeones olímpicos…”.
Esta sí que es una realidad, la del tercer oro argentino en Río de Janeiro 2016 para igualar la misma cantidad de metales de ese color que Argentina logró en los Juegos de 1928, 1932 y 1948. Esta no es una película y nadie la pudo inventar. Aunque seguramente alguien la tuvo que haber pensado alguna vez. Este es el presente más bonito. El más dulce. El que esos pibes en celeste y blanco imaginaron desde siempre. El que buscaron con empeño a partir del primer día que todos tuvieron un palo y corrieron detrás de una bocha.
jjoo-leones
Sobre el césped pelado de una cancha de club al principio; en un sintético flamante muchos años más tarde. Era una ilusión. Y ahora es una verdad increíble. Y la más perfecta. Ya está. Son de oro. Son campeones olímpicos. Son los Leones que crecieron con pasos firmes y seguros y que ahora tienen sus corazones a punto de estallar porque no cabe en sus cuerpos tanta felicidad. No puede caber. Quizá todavía no entiendan lo que acaba de suceder aquí, en este mismo Deodoro que hace nueve años vio irse a muchos de ellos con una amarga medalla de plata en los Juegos Panamericanos y que ahora los despedirá, pero bañados con la gloria.
El tablero electrónico marca ese resultado final. Ese tablero empieza a escribir también la historia de un grupo de hombres que se bancó frío, calor, lluvia y, sobre todo, una y varias decepciones. Porque, ¿cómo olvidar ahora ese golpe de nocaut en los penales del Preolímpico de Auckland ante Nueva Zelanda para llegar a Beijing 2008? ¿O cómo no recordar las esperanzas que se habían juntado para Londres 2012 y que quedaron sepultadas casi desde el mismo momento de la impensada derrota con goleada incluída ante Gran Bretaña en aquel debut olímpico? Todas esas frustraciones hubo que mantener vivas porque a partir de esos momentos tristes se fortaleció un equipo que hoy llegó a tocar el cielo con las manos y que se lleva ese grito que es mucho más que una caricia al alma: “Los pibes son de oro”.
Hay que verlos a ellos desparramados en el piso de esa cancha en la que agotaron hasta la última gota de transpiración. Hay que verlo a Juan Manuel Vivaldi desparramado en el círculo, del que se convirtió en amo y señor; hay que verlos a Matías Paredes entrar llorando con sus muletas y su yeso en el pie derecho y a Matías Rey, también con el brazo izquierdo inmovilizado, quienes se perdieron el partido más importante de sus vidas por sus respectivas lesiones en la inolvidable semifinal frente a Alemania; hay que ver a los mismos Brunet y Mazzilli agarrarse la cabeza y seguir sin entender qué está sucediendo en este rincón de Río de Janeiro; hay que ver ese podio único e histórico en el que ellos aprietan contra sus pechos el oro que tanto, pero tanto les costó conseguir; hay que ver ese salto desenfrenado de felicidad absoluta y plena de los 18 que dejaron la piel en cada instante de cada partido; hay que ver al propio alemán Moritz Fürste, uno de los mejores jugadores del mundo, sacarles una foto a los Leones en un acto que es mucho más que eso porque representa el símbolo del capitán del campeón olímpico entregándoles la posta a los nuevos campeones olímpicos. Hay que ver -y retener- en cada memoria y en cada corazón todas esas imágenes.
Como también quedará para el recuerdo ese partido decisivo que se jugó con inteligencia más que con buen hockey. Que comenzó con un cachetazo por el gol de Tanguy Cosyns. Que siguió con el corner corto sorpresa de Pedro Ibarra, el golazo de Ignacio Ortiz tras la habilitación de Lucas Vila y la arrastrada de Gonzalo Peillat en su 11° gol que lo erigió en el máximo anotador del torneo. Y que se complicó con el descuento de Gauthier Boccard. Hasta que Mazzilli tuvo esa corrida inmortal para el final más hermoso…
CLARIN