El síndrome del impostor: un virus que afecta a (casi) todos los creativos

El síndrome del impostor: un virus que afecta a (casi) todos los creativos

Por Sebastian Campanario
Le pasa lo mismo cuando termina un capítulo de una serie que más adelante gana un Martín Fierro que cuando envía a sus editores una columna para LA NACION Revista: Carolina Aguirre está convencida de que no sabe escribir. Que su trabajo es un fraude y que esta vez sí la van a descubrir. “En Farsantes, cuando veía una escena buena, iba al guión de ese capítulo, porque no podía creer que yo la hubiera escrito -cuenta Aguirre-. Escribí tres programas, gané el Martín Fierro los dos últimos años, y ahora cuando empiezo un ciclo nuevo es como si fuera la primera vez. Pienso que no sé hacerlo. Que es una locura que alguien me ponga de autora de una tira que sale 700 mil pesos por episodio. Pienso que enloquecieron. Y me imagino renunciando cuando me reboten todos los guiones.”
La sensación que le llega una y otra vez a Nicolás Pimentel no es muy distinta a la que experimenta Aguirre. Pimentel es un creativo que fundó años atrás la agencia +Castro, elegida por la revista Ad Age como una de las diez boutiques independientes más innovadoras del mundo. “Creo que esa sensación la vivo casi a diario desde que arranqué mi carrera. Me acuerdo de cuando empecé como redactor; en cada orden de trabajo que recibía, sentía que la hoja en blanco me decía «ya está, con esta orden se van a dar cuenta de que sos un choto»-dice a LA NACION-. Pienso que la gente siempre me tuvo y me tiene más confianza de la que yo me tengo. Trabajé desde los 19 años hasta los 35 con Carlos Pérez en distintas agencias (Casares Grey, Grey y BBDO), y por más buena onda que teníamos y todo lo que apostaba, yo siempre andaba con el miedo de que de un momento a otro se iba a dar cuenta de lo errónea que era su apuesta.”
Los síntomas que describen Aguirre y Pimentel son mucho más comunes de lo que se piensa en el ámbito del trabajo creativo. Conforman lo que en 1978 dos psicólogas estadounidenses, Pauline Clance y Suzanne Imes, denominaron el síndrome del impostor, que afecta -según las dos académicas- a “las personas que piensan recurrentemente que no son ni inteligentes ni creativas, a pesar de la evidencia de logros importantes en sus carreras. Aunque se trata de personalidades muy motivadas para tener éxito, lo hacen con la permanente sensación de que van a quedar expuestas como un fraude”.

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El síndrome del impostor puede ser visto como una sana actitud de humildad frente al trabajo propio, pero en alta intensidad provoca sufrimiento y hasta puede resultar paralizante en el trabajo creativo. Suele surgir en gente con experiencia a la que le empieza a resultar “fácil” lo que hace con maestría -para lo cual lleva años o décadas perfeccionándose- y piensa que es una tarea sencilla para todo el mundo. Soledad Corbiere, una coach que trabaja con varios ejecutivos del ámbito de la creatividad, sostiene que “a muchas personas con enormes niveles de autoexigencia les cuesta definir cuáles son sus competencias clave. Esto es por lo general porque tienen talentos que les son innatos, o que adquirieron con tiempo de práctica, y ahora les resultan fáciles, simplemente les salen. Y de ahí a desvalorizarlos hay un solo paso”. Para Corbiere, “el que decide permanecer como víctima del síndrome del impostor es porque gana más quedándose en esa posición que haciéndose cargo de su vida. Alguno de los beneficios son que otros tienen que hacer por él o ella, lo que él o ella supuestamente no puede”.
En el campo de la innovación, donde se hace camino al andar a diario, el ataque de la sensación de ser un fraude es muy común. “Esta característica que en algún punto es transversal a todo lo que hago se exacerba mucho más en el mundo de la innovación, donde todo se mueve tan rápido que ya el propio contexto te hace quedar viejo en segundos”, dice Pimentel. “Y ni hablar en Castro, donde cada proyecto en donde nos metemos y diseñamos suele ser algo que nunca se hizo y tenemos que ir delineando cosas sobre la marcha (con todo el vértigo e incertidumbre que eso implica).”
La semana pasada, Paul Graham, una de las mentes más brillantes de Silicon Valley e inversor legendario en start ups, tuiteó un reportaje muy interesante a la emprendedora Aerthi Ramamurthy, fundadora de la plataforma Lumoid, un modelo de negocios novedoso que promueve que los usuarios puedan probar durante unos días un aparato electrónico antes de comprarlo. La empresaria sostuvo que “crecer muy rápido implica necesariamente que en un punto determinado no sos bueno en nada”. En la frontera, de alguna forma, todos somos novatos.

Los beneficios
El síndrome del impostor puede tener sus ventajas también. “Yo siempre digo que mi principal defecto es mi principal virtud: la inseguridad. La inseguridad me hace estar en guardia siempre y no sobrar ninguna situación ni proyecto. Me hace estar en constante movimiento, tratando de aprender y cuestionando todo lo que sé en todo momento -marca Pimentel-. Pero al mismo tiempo hace que muchas veces la pase mal en los procesos y no termine de disfrutar aun cuando las cosas terminan saliendo mucho mejor de lo que hubiera creído.”
Este ping pong de contradicciones es muy usual entre los high achievers del campo creativo. Si hay un rasgo común que surge de manera indiscutida en las investigaciones sobre personalidades creativas es el de la complejidad, el de incluir “una multitud” de personas dentro de uno mismo, con valores y opiniones a veces opuestos. Uno de los estudiosos que más enfatiza este aspecto es Mihaly Csikszentmihalyi, autor del best sellerFluir, quien a partir de una muestra de 91 personas altamente creativas (pintores, escritores, físicos, poetas) halló un denominador común de pensamiento y forma de ser contradictorios. Incluso en términos de “androginia psicológica”: poseen características propias de su género y también del género opuesto. Csikszentmihalyi dice que este rasgo andrógino no tiene que ver con la homosexualidad, sino con escapar a estereotipos de género: las chicas creativas suelen ser más dominantes y resistentes que otras niñas, en tanto que los chicos que se revelan como muy creativos suelen ser más sensibles y menos agresivos que sus pares masculinos. No tiene que ver con inclinaciones sexuales, sino con capacidades emocionales.
En un análisis, el experto chileno en innovación y recursos humanos Manuel Gross remarcó otras contradicciones típicas de las personas muy creativas: son fuertes, pero tranquilas; inteligentes, pero ingenuas; soñadoras, pero realistas; extrovertidas, pero prudentes; modestas, pero orgullosas; insurgentes, pero conservadoras; apasionadas, pero objetivas; expuestas, pero felices; valientes, pero sensibles.
Por eso en las recomendaciones de psicólogos y coachs acerca de cómo lidiar con el síndrome del impostor suele no haber consejos para “eliminarlo”, sino para convivir con esta sensación aprovechando sus ventajas y no permitiendo que paralice el trabajo diario, o que se vuelva excesivamente angustiante. Algo así como sucedía con los fantasmas en las películas Sexto sentido y Una mente brillante (del más allá en el primer caso, de la paranoia del Nobel John Nash en el segundo): invitarlos a que se queden cerca, pero que no molesten demasiado.
“Me angustio, pero ya estoy acostumbrada y prefiero sentirme así. No quiero cambiarlo -dice Aguirre, la guionista-. No me gustan los autores que escriben desde la seguridad y la certidumbre. Para escribir bien hay que estar siempre en peligro. Si pensás que sos bueno escribís mal. Yo prefiero trabajar pensando que después de este capítulo me echan, porque no sabés cómo trabajo, cuánto corrijo y el esmero que le pongo.”
LA NACION