El artista de la exasperación

El artista de la exasperación

Por Javier Porta Fouz
Cuando Philip Seymour Hoffman murió, en febrero último, supimos que íbamos a seguir reencontrándonos con él, porque llegarían películas que había dejado terminadas (o casi). “En el cine” en el sentido de la sala de cine y también en el cine en general, por todo el cine que hizo. Supimos que íbamos a volver a Philip Seymour Hoffman, y no se debía al impacto inmediato de su muerte, a los 46 años. No hubo sobreactuación acerca de sus méritos debido a ese efecto de maquillaje que tantas veces tienen los obituarios: Hoffman fue uno de los grandes. De esos actores que por un lado se destacaban y a la vez no jugaban a destacarse sobreactuando o robando escenas.
Ganó un Oscar en 2006 por la que claramente no fue su mejor actuación: la de Capote, probablemente una de sus más insistentes y vistosas, una de esas que no ocultaba la búsqueda de ser “una performance notoria y premiada”. Al revisar su carrera, sin embargo, sorprende la cantidad de grandes actuaciones dignas de aún mayor celebración.
Actuaciones especiales sin alardes, actuaciones singulares, que Hoffman hacía propias: casi que las firmaba y a la vez lograba la proeza de nunca situarse por encima de la película o del realizador. El estreno de hoy de El hombre más buscado, dirigida por Anton Corbijn, es la última película que terminó Hoffman (basada en la novela de John Le Carré), y su personaje de Günther Bachmann, director de una agencia antiterrorista, se liga en la memoria cinéfila con su agente de la CIA en Charlie Wilson’s War (aquí estrenada como Juego de poder), de Mike Nichols.
Una diferencia fundamental es que en El hombre más buscado, Hoffman es el protagonista mientras que en Juego de poder el actor principal era Tom Hanks (ver crítica aparte). De todos modos, es notable cómo al recordar esa película de 2007 la escena favorita de muchísima gente, a juzgar por su preponderancia en YouTube, es una de Hoffman en la oficina con su jefe, la escena del “What the fuck?”, ésa en la que cada uno de los personajes cree que el otro es quien va a disculparse. Hoffman, con pelo más oscuro que de costumbre, anteojos marrones, bigotes, cuello de la camisa arrugado, grita y gesticula con una autoridad y una furia fenomenales. Se queja de haber aprendido finlandés y de cuanta cosa se le cruce por la cabeza. Y claro, está la rotura del vidrio. Un momento cumbre de una carrera que no ha tenido pocas, y con una cantidad de insultos bien proferidos que debe ser récord y un gran aporte al gran arte del insulto procaz del que hablaba (y valoraba) Pauline Kael.
Pero Hoffman, claro, no sólo ha brillado como espía. Tuvo en Paul Thomas Anderson al director que más lo aprovechó: en su primera película, el muy recomendable relato de apostadores Hard Eight, y luego como el patético fan de Dirk Diggler en Boogie Nights, donde muchos espectadores lo descubrieron por primera vez. También fue parte de Magnolia y de Punch Drunk Love. con su escena telefónica furiosa, memorable. No estuvo en Petróleo sangriento, pero volvió con el director -y al máximo- para The Master. Su polémico predicador es una notable creación actoral, especial y singular, con esa mezcla entre cansancio vital y energía a punto de explotar que fue marca registrada de no pocos trabajos de Hoffman. Furia cansada y/o cansancio iracundo eran signos habituales de su presencia cinematográfica.
La versatilidad de Hoffman en su interacción con las estrellas puede observarse al revisar sus personajes en Perfume de mujer, con Al Pacino; en Las cosas de la vida, con Paul Newman y Bruce Willis; La duda, con Meryl Streep, y Moneyball con Brad Pitt. Y hay mucho más digno de para destacar, pero si seguimos esto se convertirá en un mero listado. De todos modos, se impone recordar algunos más, como el protagónico de Antes que el diablo sepa que estás muerto -la última película de Sidney Lumet- y sus papeles en El talentoso señor Ripley y El gran Lebowski. Y cómo olvidar el personaje desagradable en Felicidad de Todd Solondz.
Como los verdaderos grandes actores, Hoffman demostró que podía brillar también en la comedia. Y uno de sus personajes fundamentales, inolvidables, fue sin dudas el de el Sandy Lyle de Mi novia Polly (Along Came Polly, de John Hamburg). Amigo del protagonista Reuben (Ben Stiller, en uno de sus papeles ejemplares), sus disquisiciones frente a porciones de pizza sobre mujeres y sobre el propio aceite de la pizza deberían enseñarse como ejemplos de convicción en el personaje y de capacidad humorística. Hoffman creía en sus personajes, les daba relieve, aunque fueran seres poco recomendables o, como en Mi novia Polly, un actor fracasado con un ego disparatado y gran corazón, vestido con calzas y nula pero ostentosa habilidad para el básquet.
Mediante sus personajes desajustados, que nunca buscaban la seducción frontal sino una más profunda y perdurable, Hoffman había llegado a su máxima visibilidad con su incorporación a Los juegos del hambre con un personaje clave (y, claro, magnético) como el de Plutarch Heavensbee (también había tenido llegada masiva como villano en Misión: Imposible 3).
Lo veremos en el cine en la inminente Los juegos del hambre: Sinsajo Parte 1 y -si se estrena por acá- en God’s Pocket junto a Christina Hendricks, John Turturro y Richard Jenkins. Y seguramente volveremos a buscar su imagen en tantas películas que él mejoró con su presencia. Buscaremos su imagen o su voz, como en la extraordinaria película en stop-motion Mary & Max, porque Hoffman también animaba -con talento extraordinario- personajes animados.
LA NACION