De qué hablamos cuando hablamos de enfermedad

De qué hablamos cuando hablamos de enfermedad

Por Mario Bunge
Si hubiéramos sido bien diseñados, o sea, con conocimiento e inteligencia, y si nuestro cuerpo fuese tan sabio como se ha dicho que lo es, no nos enfermaríamos. Pero de hecho todos nos enfermamos de algo alguna vez, y nuestros antepasados de hace sólo un par de siglos se enfermaban con mayor gravedad y mayor frecuencia que nosotros, unos por infecciones, otros por mala nutrición o mala higiene o mal estilo de vida, y otros más por guerras u otras violencias. Los paleoantropólogos nos informan que nuestros antepasados primitivos solían sufrir enfermedades crónicas, como la artrosis. Esto cambió con la revolución neolítica, ocurrida hace unos 15.000 años y señalada por la emergencia de la agricultura.
Los arquéologos y demógrafos nos informan que la revolución neolítica fue acompañada de la urbanización y, con ella, el hacinamiento y la acumulación de desperdicios, los que a su vez favorecieron la propagación de enfermedades contagiosas, las que desde entonces y hasta hace poco predominaron sobre las crónicas. Al mismo tiempo, al consumirse muchos más cereales que plantas silvestres, la dieta se empobreció notablemente, con el consiguiente deterioro de la salud. En resumen, el gran progreso social del Neolítico no acarreó un avance sanitario: los agricultores tenían enfermedades distintas de las que aquejaban a los recolectores y pastores. En todo caso, nuestro sistema inmune actual es producto de dos evoluciones que se han entrelazado: la biológica y la social. De modo que el concepto mismo de una medicina evolutiva, puramente biológica, es doblemente absurdo: porque somos animales gregarios y porque la medicina es parte de la cultura, no de la naturaleza.
A nadie en su sano juicio le gusta sentirse mal ni depender de otros, por lo cual casi todos procuramos sanar. Hubo una excepción notable: el gran matemático y físico Blaise Pascal escribió que Dios nos enferma para corregirnos, de modo que el buen cristiano se resigna, e incluso se regocija cuando enferma, porque “la salud del cuerpo hace peligrar la del alma”. Cuatro siglos después se habla de teología del dolor, y hay enfermos graves que “dedican su dolor a Dios”, como si ellos mismos hubiesen creado su enfermedad.
El cuerpo ignora estas creencias y tiende a curarse espontáneamente. Por ejemplo, se enyesa el miembro fracturado, confiando en que la vis medicatrix naturae (fuerza medicinal de la naturaleza) una las partes separadas; cuando nos invade algún germen nocivo, el sistema inmune produce anticuerpos que lo combaten; y cuando el dolor aprieta, el cerebro segrega endorfinas (opiáceos endógenos) que alivian.
Cuando una persona goza sufriendo, su psiquiatra suele diagnosticarle depresión e intenta curarla. Pero cuando una mujer rechaza una inyección epidural durante el parto, por creer en la maldición bíblica “¡Parirás con dolor!”, o por preferir lo natural a lo artificial -como creen los “ecologistas profundos”- el obstetra tendrá que callarse.
Hay una versión secular de la opinión patológica de que a la larga la enfermedad hace bien. Ella es la tesis de Ness y Williams (1994), de que todas las enfermedades son adaptativas: que no hay mal que por bien no venga. Por ejemplo, la depresión sería ventajosa porque, al no ser ambicioso, el depresivo esquivaría riesgos y de esta manera tendría una ventaja sobre sus competidores normales. (El ausentismo laboral y la frecuencia de suicidios entre los depresivos no cuentan, porque arruinan el cuento.) Esta fantasía se origina en la idea finalista de que la evolución es progresiva, porque la selección natural eliminaría todo lo que obstaculice la adaptación. La demografía y la epidemiología históricas contradicen esta opinión: nos muestran que algunas plagas han eliminado a etnias enteras, con sus correspondientes genomas únicos. Lo mismo puede haber ocurrido con los genocidios que el Antiguo Testamento atribuyó a Dios.
El arte de curar existe gracias a que, hace milenios, hubo individuos que reconocieron algunas enfermedades y, en lugar de dejar que siguieran su curso natural, se propusieron curarlas. Lo primero que aprendieron fue a “leer” o “interpretar” síntomas o indicadores subjetivos, como el malestar y el desgano. Al mismo tiempo, los primeros curanderos deben haber aprendido que hay síntomas ambiguos; por ejemplo, se puede estar acalorado sin tener una infección, y triste sin estar deprimido. O sea, hay que distinguir lo que se siente o percibe de lo que ocurre realmente. Y quien haga esta distinción filosofará e incluso superará a Kant, quien, en su principal libro, afirmó que todo es subjetivo o aparente: que el universo es “una suma de apariencias”.
Un conocimiento es objetivo si se refiere exclusivamente a su objeto o referente, mientras que lo subjetivo aparece cuando se da prioridad al sujeto o individuo que pretende conocer o hacer algo. Por ejemplo, la frase “hace frío” es una afirmación objetiva (aunque no necesariamente verdadera) si se refiere al ambiente. En cambio, “tengo frío” se refiere a mí tanto como a mi entorno, y puede ser verdadera aunque la temperatura del ambiente sea elevada. La biología procura exclusivamente verdades objetivas, mientras que la medicina, la psicología y las ciencias sociales se ocupan tanto de lo objetivo como de lo subjetivo, porque éste es tan real como aquél. Y las ciencias de lo subjetivo son objetivas o impersonales, en contraste con las artes.
La dicotomía objeto/sujeto induce la partición de las escuelas filosóficas en objetivistas (o realistas) y subjetivistas (o idealistas). Las primeras postulan que el sujeto es parte del universo, el que existe de por sí, y las subjetivistas afirman que el universo está total o parcialmente en mi mente. Todas las filosofías antiguas y medievales fueron objetivistas. El gran filósofo George Berkeley, quien floreció a principios del siglo XVIII, fue quizá el primero en sostener que ser, o existir, consiste en percibir o ser percibido: fue un empirista radical y coherente, a diferencia del empirista David Hume, quien no negó la existencia autónoma del mundo exterior al sujeto. Berkeley influyó fuertemente sobre Kant, quien a su vez influyó a Fichte. Los positivistas tradicionales, como Auguste Comte y John Stuart Mill, fueron fenomenistas (“Sólo podemos conocer las apariencias”) pero no subjetivistas. En cambio, Ernst Mach y los positivistas lógicos llevaron el fenomenismo al extremo: fueron subjetivistas, y por tanto antropocéntricos, pese a lo cual ejercieron una fuerte influencia sobre la filosofía (no la ciencia) de los fundadores de la física atómica.
Los médicos siempre han sido objetivistas, aun cuando cometieran el error de llamar patología a la enfermedad. (En su acepción etimológica, patología es el estudio de enfermedades. Curiosamente, la palabra “patólogo” no es ambigua: nadie la confunde con “paciente”.) La medicina se salvó del subjetivismo gracias al empirismo tradicional de los médicos de la escuela hipocrática y a que los trabajadores de la salud siempre dan por sentado que, si alguien va a consultarlos, es porque se siente mal, no porque crea que el médico les va a inventar el malestar. En otras palabras, todos los médicos han dado por descontada la dicotomía objeto/sujeto, que para ellos se restringe a esta otra: médico/paciente.
La dicotomía objeto/sujeto es el tema central de la teoría del conocimiento o gnoseología, llamada “epistemología” en espanglés. Quienes no la admitan no encontrarán mérito alguno en los esfuerzos de los científicos y técnicos por dar con verdades objetivas y por lo tanto universales. Sólo algunos filósofos modernos, así como los sociólogos que les han escuchado, se han permitido reemplazar el objetivismo inherente a la ciencia y a la técnica por el subjetivismo, o sea, la tesis de que el mundo existe porque hay quien lo piensa. Las teorías científicas no se refieren a sus creadores, y los diseños experimentales procuran minimizar las perturbaciones que pueda introducir el experimentador. O sea, en las ciencias tanto las teorías como los experimentos suponen el objetivismo o realismo.
Es verdad que se dice a menudo que la física cuántica pone al observador en el centro del mundo. Pero esta tesis es falsa, como se advierte al descubrir que dicha teoría se aplica con éxito a las reacciones nucleares que ocurren en el centro del Sol, lugar donde no se pueden hacer experimentos. También es cierto que la psicología se refiere a sujetos, pero no los trata subjetivamente sino objetivamente, es decir, como a objetos que existen fuera de la conciencia del psicólogo.
También es verdad que la investigación científica es un proceso social, en cuanto involucra tanto la cooperación como la competición entre pares. Pero los investigadores científicos no se estudian a sí mismos, sino que investigan objetos exteriores a sí mismos, como moléculas, organismos y grupos sociales. El tratarlos como si fuesen objetos mentales ignora que sin objetividad puede haber arte pero no ciencia ni técnica.
Sin embargo, hay varias escuelas que niegan la realidad de la enfermedad: sostienen que los trastornos de la salud son, ya espirituales, ya construcciones sociales. Dos ejemplares notorios del nihilismo médico son el chamanismo y el constructivismo-relativismo. Se dice del campesino mexicano que llama al veterinario cuando se le enferma la vaca, y al chamán cuando enferma su mujer. Un motivo de esta diferencia es la creencia de que la enfermedad de los seres dotados de alma es esencialmente obra de un espíritu maligno o un castigo divino. Los miembros de la secta Christian Science, ridiculizada por Mark Twain, sostienen la misma tesis y recurren a ceremonias religiosas con la esperanza de conjurar curaciones milagrosas como las atribuidas a Jesucristo.
En el otro extremo del nihilismo médico está el constructivismo social . Un ejemplo de esta doctrina es la tesis de Bruno Latour (1999) de que, contra lo que encontraron los patólogos que examinaron la momia de Ramsés II, los antiguos egipcios no pudieron haber sufrido de tuberculosis, porque Koch descubrió el bacilo que lleva su nombre recién tres milenios después. El diagnóstico de los patólogos modernos no sería solamente equivocado, sino un caso flagrante de intromisión de la política en la ciencia. Ya Habermas había afirmado que la ciencia y la técnica constituyen “la ideología del capitalismo tardío”.
El profeta de la patología constructivista fue el bacteriólogo Ludwik Fleck (1935), quien alcanzó celebridad póstuma al afirmar que “la sífilis, como tal, no existe”: que, como todo “hecho científico”, la sífilis fue producto de un “colectivo de pensamiento” o comunidad de personas unidas por un “estilo de pensamiento”. En resumen, la enfermedad sería un hecho cultural, no natural.
Los nazis no le creyeron al Dr. Fleck: le perdonaron la vida en el campo de concentración donde lo recluyeron, a condición de que pusiese en práctica su bacteriología. Esto hizo: aconsejó tomar medidas profilácticas para evitar el contagio del tifus, que es causado por un bacilo tan real como las estrellas. O sea, llegado el momento de la verdad, el inventor del subjetivismo social la enfrentó como un objetivista (o realista) cualquiera, al modo en que David Hume suspendía su escepticismo radical cuando enfrentaba los problemas prácticos de la vida diaria.
En la perspectiva constructivista no hay realidad objetiva ni, por lo tanto, verdad objetiva: habría mapas sin los territorios correspondientes. Pero el sentido común se rebela: no puede creer que el nacimiento y la muerte, el metabolismo y la circulación de la sangre, el sexo y la escoliosis, el enanismo y el cáncer sean construcciones sociales en el mismo plano que los mercados y las guerras. (Un personaje de Balzac declaró: “La botánica vino después de las flores”.) Al fin y al cabo, no hay sociedad sin animales: la vida precede a la socialidad. En particular, el sexo ha precedido a la política, pese a la opinión de las escritoras feministas de 1970 que sostuvieron que el sexo no es sino una herramienta de dominación masculina.
El constructivismo social no es la única escuela que niega que la enfermedad sea un proceso objetivo. Algunos psiquiatras han identificado las enfermedades mentales con sus síndromes, ignorando así lo que nos informa la neurociencia acerca de los mecanismos neurales de dichos trastornos. También la historia de la psiquiatría es realista, puesto que nos muestra que la misma enfermedad suele diagnosticarse de maneras diferentes a medida que se desarrolla dicha disciplina.
El enfoque literario de la medicina produce un resultado similar. Por ejemplo, Georges Canguilhem (1966), quizá el primero y seguramente el más conocido de los filósofos de la medicina, examinó las palabras “normal” y “anormal”, que en medicina suelen tomarse como sinónimas de “sano” y “enfermo” respectivamente. Pero la misma palabra “normal” tiene un significado muy diferente en las ciencias y técnicas sociales, en particular el Derecho, donde “normal” es sinónimo de “normado”, o sea, “sujeto a norma o regla”. (La estadística usa un tercer concepto de normalidad: lo que se acerca al promedio o, más exactamente, a la moda o valor más frecuente.) Al confundir esos dos significados de “normal”, el médico y el sociológico-jurídico, Canguilhem concluye que las enfermedades son desviaciones de normas o reglas de conducta. Y, puesto que éstas nacen, se reforman y sustituyen en la vida social, resultaría que la enfermedad no sería un trastorno biológico sino una construcción social.
Lo mismo valdría para la salud, la que no sería sino una norma o regla social diferente, que preferimos a su opuesta. Más aún, “lo normal es lo que resulta de la ejecución del proyecto normativo [la medicina]”, de modo que lo anormal, en particular lo morboso, preexistiría a lo normal. Para decirlo en términos evangelistas, “En el comienzo fue el morbo”. O sea, uno puede curarse pero no enfermarse. Si lo dice el inspirador de Louis Althusser, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Michel Foucault y otras eminencias de la filosofía francesa de posguerra, debe ser verdad. Pero según Nietzsche, profeta del posmodernismo y el máximo héroe de Foucault, “la verdad es la mentira más profunda”. Si hubieran admitido que la proposición “La promiscuidad sexual es mala para la salud” es objetivamente verdadera, Nietzsche no hubiera muerto de sífilis ni Foucault de sida.
Las enfermedades son procesos naturales, pero su reconocimiento como problemas médicos depende no sólo de conocimientos sino también, en parte, de juicios de valor. Por ejemplo, en algunas sociedades la obesidad, el alcoholismo y las adicciones al juego de naipes y a la cocaína fueron símbolos de estatus social. La medicina actual las trata como enfermedades porque son biológicamente dañinas. Al tratar las enfermedades como construcciones sociales o “medicalizaciones” arbitrarias, los constructivistas socavan la salud pública y favorecen a la industria del vicio.
El realismo médico que defendemos no afirma la realidad del universal enfermedad . Como suele decirse, hay enfermos, no enfermedades: los primeros son entes concretos, mientras que las segundas son clases, especies, o tipos. O sea, son conjuntos, y como tales son conceptos, no cosas ni meras palabras. Pero esos conjuntos no son arbitrarios sino clases naturales , tanto como las especies químicas y las biológicas. Y una clase natural es definida por un predicado que representa una propiedad real, como “contagioso”, no un atributo imaginario, como “hechizado”. Nótese, de paso, la diferencia entre propiedad, o rasgo objetivo, y atributo, o predicado que se atribuye a algo, con razón o sin ella. […]
El realista médico tampoco niega que haya enfermedades imaginarias . Por cierto que las hay y de varias clases:
1/ las enfermedades imaginadas por los hipocondríacos ridiculizados por Molière en su comedia El enfermo imaginario ;
2/ la homosexualidad, que, pese a no ser más que una desviación de la norma estadística, figuró hasta 1974 en la lista de trastornos mentales de la American Psychiatric Association;
3/ el cáncer atribuido al uso del teléfono móvil (imposible porque la energía de las ondas de radio es un millón de veces inferior a la que causa una mutación en el ADN); el daño genético causado por el consumo de hortalizas modificadas genéticamente (no hay pruebas); la necesidad de suplir la deficiencia vitamínica de una buena dieta (no hay pruebas);
4/ las deficiencias hormonales y enfermedades mentales fabricadas por ciertos laboratorios farmacéuticos.
Parafraseando a una famosa zarzuela española: Los fantasmas morbosos no existen, pero que los hay, los hay.
LA NACION

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