Una mujer de la patria

Una mujer de la patria

Por Lucía Álvarez
Sin el paciente no sos nada. Él es la estrella. Él espera todo de vos, te entrega su cuerpo, y eso es mucho. En esta profesión hay que sentir al paciente, hay mucho calor humano. Tenés que mirarlo, tocarle las manos, preguntarle su nombre”, dice con vehemencia María Eugenia Álvarez, 86 años, los ojos claros, la mirada sostenida, la exigencia de esa entrega, incluso ahora que ya no ejerce la profesión de su vida. “Nunca quise ir al sanatorio, yo era así, una enfermera de hospital, quería estar con los más humildes”, cuenta la mujer que cuidó a Evita hasta el día de su muerte, que escuchó sus sollozos y sus últimas palabras: “Ya falta poco.”
María Eugenia espera en su casa de Glew con la mesa servida. Hay cuatro tazas, cuatro vasos, café recién hecho, una pastaflora casera. Se disculpa por las servilletas de papel, por no haber estado “en todo”. Otra vez, el mandato de la entrega. Al fondo, sobre el estante de una biblioteca, hay una foto de “su hermanita Rita”. Ella también fue la enfermera de Eva. Y ahora posa junto al retrato de “la abanderada de los humildes”, el que María Eugenia robó de la mesa de luz, el día después de su muerte.
Conoció a Eva Duarte en febrero de 1950. En ese momento, Eva estaba internada en el Instituto del Diagnóstico con un cuadro de apendicitis, que no terminó siendo tal, sino el comienzo de la enfermedad por la que moriría dos años más tarde. “Yo no era peronista, ¿quién era peronista en ese momento? El que hablaba de peronismo un poco era mi papá, pero era radical. Una vez lo había escuchado a hablar a Perón y dijo ‘este hombre es importante'”, dice María Eugenia, en un relato ágil, acelerado, que se va reconstruyendo como si fuera la primera vez, aunque sea una historia que ya contó mil veces.
Se retracta. En verdad, la vio a Eva por primera vez en el Hospital Rivadavia, donde trabajaba como enfermera desde los 17 años, aunque en ese momento esa labor era más parecida al de una mucama. María Eugenia había estado a cargo de la atención de un accidente de avión y Eva había ido a visitar a los enfermos. “El doctor me presentó. Dijo que había salido todo perfecto porque yo había organizado todo. Y a mí me pareció injusto porque nunca lo puede hacer una sola persona. El equipo trabaja”, dice la enfermera humilde de la abanderada de los humildes.
Eva le dio la mano, le dijo gracias. María Eugenia la miró a sus ojos, dulces y severos, sinceros. “Fue una mirada… como cuando se dice, dos que se enamoran. Eso es lo que más me gustaba de Eva, que la sinceridad se le escapaba por los poros. Una vez, cuando ya trabajaba con ella, me preguntó qué pensaba y yo le dije: ‘Usted, señora, es muy sensible, muy guerrera, muy impetuosa, muy del alma sale todo. Y por eso va a tener muchos problemas. La mayoría de los políticos argentinos se perdieron de conocerla. Por eso los hombres le daban así'”, recuerda y se disculpa por la expresión. Pero piensa en eso, y después piensa en el presente, y se enoja más: “¿Qué le pasa a los políticos? Yo no soy política, digo como siento. No sé si estoy equivocada. Yo quiero de los poderosos argentinos que miren más esta patria. Que no se dediquen más a pelear por si este tiene una buena idea o una mala idea. Si es una buena persona, si está trabajando y tienen buenos sentimientos, que ayuden”, dice enojada.
Volvió a trabajar con ella cuando Evita comenzó con las pérdidas, los primeros síntomas del cáncer. Perón la mandó a llamar a su casa, a ella y a su hermana Rita. Evita seguía trabajando pero cada vez se volvía más consciente de su muerte. En el último tiempo, cuando ya no podía levantarse de la cama, y estaba flaca, débil, pero su piel seguía pulida, María Eugenia permanecía en la noche, sentada junto a ella. El día de su muerte, en la madrugaba, Eva la levantó para ir al baño. “La sostenía con mis brazos y ahí, en el lavabo me dijo: ya queda poco. Luego, se durmió profundamente. Llamé al médico, que vino en calconcillos. Después de eso, no la escuché más, entró en agonía. La vi luchar hasta el último momento. Y Perón, nunca vi llorar a un hombre así, a pesar de lo que dicen, él la amaba más. No había forma de no darse cuenta”, dice con lágrimas en los ojos, como si hubiese sido ayer.
Antes de dormir y después de rezar, María Eugenia piensa en esos años, se le aparecen “distintos momentos” de su vida. Y se siente feliz, orgullosa de haber mantenido siempre la disciplina y la humildad, de haber dejado todo, sin esperar nada a cambio. “Pobre es el que no escucha”, dice, esa mujer de piel tersa a pesar del paso de los años y de que ya se siente a la espera de su despedida, de ese día “signado por Dios”.
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