Día de la Mujer: el milagro de Malala

Día de la Mujer: el milagro de Malala

Por Evangelina Bucari
La bala que atravesó su cabeza no logro ni matarla ni callarla: le dio más voz, más fuerza y mucho coraje. “Malala, ya has estado ante la muerte; ésta es tu segunda vida, no tengas miedo. Si tienes miedo, no puedes avanzar”, se dijo a sí misma, demostrando una fortaleza que a simple vista contrasta con su poco más de 1,50 m de estatura y su imagen frágil. “Soy de un país que nació a medianoche. Cuando estuve a punto de morir era poco después de mediodía. Hace un año salí de casa para ir a la escuela y no regresé. Me dispararon una bala talibán y me sacaron inconsciente de Pakistán. Algunas personas dicen que nunca regresaré a casa, pero en mi corazón estoy convencida de que volveré. Ser arrancado del país que amas es algo que no deseo a nadie”. Así comienza Yo soy Malala (Alianza Editorial), donde cuenta en primera persona su historia y permite a los lectores entender cómo esta pequeña llegó a convertirse en una de las mujeres más influyentes de la lucha por la educación.

HACERSE OIR
Malala Yousafsai nació hace 16 años en el Valle de Swat, al noroeste de Pakistán, en medio de una cultura en la que se celebra con disparos la llegada de un hijo varón y se oculta tras una cortina a la hija mujer, que ya nace marcada por un destino que será poco más que preparar la comida y procrear. “Cuando nací, los habitantes de nuestra aldea se compadecieron de mi madre y nadie felicitó a mi padre”, cuenta Malala. Sin embargo, tuvo suerte porque su padre, Ziauddin, era profesor y encontró en ella a su mejor alumna. Fue a la escuela desde pequeña, a diferencia de su madre, que no sabe leer ni escribir.
Cuando tenía 10 años, los talibanes pasaron a controlar gran parte del territorio donde Malala vivía, imponiendo sus estrictas reglas que prohibían a las mujeres, entre otras cosas, ver televisión, escuchar música, estudiar y salir solas.
Ahí comenzó la historia de lucha de esta joven activista paquistaní. En 2009, empezó a escribir un blog para la cadena británica de noticias BBC, en el que contaba su dolor y frustración porque los talibanes cerraban todas las escuelas para niñas. Usaba el seudónimo de Gul Makai como protección. “Fue en uno de aquellos sombríos días cuando mi padre recibió una llamada de su amigo corresponsal radiofónico de la BBC. Estaba buscando una maestra o una niña que escribiera un diario sobre la vida bajo los talibanes. Cuando oí a mi padre hablar sobre esto, dije: ‘¿Y por qué no yo?’. Yo quería que la gente supiera lo que estaba ocurriendo. ‘Tenemos derecho a la educación’, dije. Lo mismo que tenemos derecho a cantar. El Islam nos ha dado este derecho y dice que cada niña y cada niño deben ir a la escuela”. Por eso, Malala cuenta que escondía su uniforme debajo de la ropa y también los libros. En esa misma época, participó con su padre de documentales, de entrevistas por televisión y en las radios, en las que hablaba sobre las dificultades que enfrentaban las mujeres de ese país para educarse y protestaba por los abusos.
Aunque con 11 años ya llevaba viviendo una vida demasiado adulta, cuenta que le gustaban las cosas típicas de una adolescente: disfrutaba leer los libros de la saga Crepúsculo, bailar a escondidas al ritmo de Justin Bieber y soñaba con viajar a New York y trabajar en una revista de moda como la protagonista de Betty, la fea, la novela que miraba a escondidas en el placard de su casa. Pero esas inquietudes normales de cualquier chica le fueron arrebatadas, no sólo por haber nacido en un lugar donde ser mujer ya la había puesto en inferioridad de condiciones, sino también porque decidió no callar. “No tenía más que 11 años, pero parecía mayor y a los medios de comunicación les gustaba oír la opinión de una niña. En mi corazón tenía el convencimiento de que Dios me protegería. Si defiendo mis derechos, los derechos de las niñas, no estoy haciendo nada malo. Es mi deber. Dios quiere ver cómo nos comportamos en esas situaciones”. A pesar de la lucha, llegó el día en que cerraron la escuela a la que asistía, que era de su padre. Fue el 10 de enero de 2010. Ese momento fue retratado en el documental Class Dismissed, que filmó el New York Times y del que Malala es protagonista.
“Somos seres humanos y esto es parte de nuestra naturaleza humana, nosotros no aprendemos la importancia de las cosas hasta que se nos arrebatan de las manos. Cuando se nos impidió ir a la escuela en Pakistán, me di cuenta de que la educación es muy importante, es la fuerza de la mujer y es el motivo por el que los terroristas le temen a la mujer. Ellos no quieren que la mujer estudie porque serían más poderosas”, dijo durante un diálogo con la televisión norteamericana.
El valle se había trasformado en un lugar peligroso y muchas familias habían tenido que mudarse. Tuvieron que dejar por un tiempo la ciudad, pero cuando el régimen talibán fue cercado, regresaron y las clases para las niñas también. El timbre del colegio volvió a sonar por primera vez el 1 de agosto de 2012. Para Malala fue maravilloso oírlo. Sin embargo, las amenazas no habían cesado. “Con frecuencia la gente decía que los talibanes podrían asesinar a mi padre, pero no a mí. Mi madre estaba preocupada, pero ellos nunca habían atacado antes a una niña y a mí me inquietaba más que fueran por mi padre, que hablaba en contra de ellos abiertamente”.
A pesar de los riesgos, siguieron siendo muy activos, organizando protestas y conferencias de prensa en las que ponían en evidencia que los nuevos ataques talibanes eran contra los que trabajan en pro de la paz y civiles. Pero como el temor de Ziauddin crecía, le propuso a la joven Malala detener por un tiempo su lucha. “Tú eres el que dijo que si creemos en algo más grande que nuestras vidas nuestras voces se multiplicarán incluso si estamos muertos. ¡No podemos traicionar nuestra campaña!”, le respondió la quinceañera.
“No vi a los dos jóvenes ponerse en medio de la carretera y obligar al autobús a detenerse repentinamente. Ni siquiera pude responder a su pregunta ‘¿Quién es Malala?’. Lo último que recuerdo es que estaba pensando en el repaso que tenía que hacer para el día siguiente. En mi cabeza los sonidos no eran el bang, bang, bang de los tres disparos, sino el crack, crack, crack, plop, plop, plop del hombre que cortaba las cabezas a los pollos y las iba arrojando a la sucia calle, una por una”.
El ataque fue el 10 de octubre del 2012. La bala entró por debajo del ojo izquierdo de Malala y le salió por el hombro. Le destrozó parte del cráneo y la cara. Cuando se despertó, una semana después del disparo, no podía respirar ni hablar y se encontraba a miles de kilómetros de su casa. La habían trasladado a un hospital en Inglaterra. Estuvo meses hasta que logró pronunciar alguna palabra, no tener tantos dolores y mover bien sus facciones.
Pero sucedió algo asombroso. Con esa bala, en lugar de silenciarla, los talibanes habían conseguido hacer su campaña global. “Mientras estaba en la cama esperando a dar mis primeros pasos en un nuevo mundo, Gordon Brown, enviado especial de acción de la ONU y ex primer ministro de Gran Bretaña, había lanzado una petición con el lema ‘Yo soy Malala’ para exigir que en 2015 no quedara ningún niño sin escolarizar. Había mensajes de jefes de Estado, ministros y estrellas de cine. Beyoncé me escribió una postal y subió una foto de la tarjeta a Facebook, Selena Gomez había retuiteado sobre mí y Madonna me dedicó una canción. Incluso había un mensaje de una de mis actrices favoritas y activista social, Angelina Jolie… No me daba cuenta entonces de que no iba a regresar a casa”.

NI UN PASO ATRÁS
“No quiero que se me vea como ‘la joven a la que dispararon los talibanes’, sino como ‘la joven que luchaba por la educación’”, explica Malala.
Un nuevo y elegante uniforme está colgado en la puerta de su habitación, verde botella en vez de azul eléctrico, para una escuela en la que nadie sueña con ser atacado por ir a clase ni que alguien vaya a volar el edificio. “En abril ya me encontraba lo suficientemente bien como para volver a estudiar en Birmingham, Inglaterra. Es maravilloso ir al colegio y no tener que sentir miedo, como me ocurría en Mingora, siempre mirando a mi alrededor de camino a la escuela, aterrorizada”.
En su discurso ante la ONU, el pasado 12 de julio, el día que cumplió 16 años, llevaba uno de los velos blancos de la ministra pakistaní asesinada Benazir Bhutto sobre sus shalwar kameez rosa favorito. Se paró frente a los grandes líderes del mundo y, sin titubear, habló por casi veinte minutos: “Queridos hermanos y hermanas –comenzó–, recuerden una cosa: el Día de Malala no es mi día. Hoy es el día de cada mujer, cada niño y cada niña que ha levantado la voz por sus derechos. Hay cientos de activistas que no sólo están hablando de sus derechos, sino que están luchando para lograr el objetivo de la paz, la educación y la igualdad. Miles de personas han sido asesinadas por los terroristas y millones han resultado heridas. Yo sólo soy una de ellas: así que aquí estoy. Aquí estoy, una niña, entre muchas otras. No hablo por mí, sino por todos aquellos que no tienen voz. Pensaban que las balas nos iban a callar, pero fracasaron. Nada ha cambiado en mi vida, excepto esto: la debilidad, el miedo y la desesperanza murieron. Nació la fuerza, el poder, el coraje”. Sus padres la miraban emocionados. Su madre, con lágrimas, por primera vez –rompiendo nuevamente con su cultura ancestral– mostraba su cara en público para darle fuerzas y apoyo a su hija.
Malala alzaba su voz. Esta vez no sólo para sus amigas del colegio, sino para millones de personas en todo el mundo. “Hacemos un llamado a nuestras hermanas para ser valientes, para asumir la fuerza dentro de sí mismas y desarrollar todo su potencial. Libraremos una lucha gloriosa contra el analfabetismo, la pobreza y el terrorismo; tomaremos nuestros libros y lápices porque son armas más poderosas. Un niño, un maestro, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo. La educación es la única solución”.
REVISTA SUSANA