Carlos Páez Vilaró: la vida como arte

Carlos Páez Vilaró: la vida como arte

Por Nelson Fernández
Dejame, que ésta es mi última llamada.” Con voz trémula, revelando cansancio pero sin perder entusiasmo, le pedía al negro “Cachila” Silva que lo dejara disfrutar del barullo candombero de otra “llamada” de febrero.
Fue el viernes 14, cuando otra vez Carlos Páez Vilaró, estrenando sus 90 años, se calzó el tamboril y, con el traje de la histórica comparsa Morenada y el paso cortito de los candomberos, salió a recorrer los barrios Sur y Palermo. Y fue, nomás, su última llamada.
Su obra está esparcida por los cinco continentes, su pintura está firme en grandes murales del Uruguay y también de Buenos Aires. Artista plástico de las dos orillas (“Soy del medio del río”, decía), con alma de poeta, amigo de los amigos, se identificaba como “un hacedor”. El padre heroico del “milagro de los Andes” vivió con intensidad hasta el final, despidiendo cada tarde el sol para agradecerle su compañía, creando y generando ideas y proyectos.
Murió en un mes carnavalero, con el cariño inmenso que recogió por reciprocidad de todo el afecto que le dio a gente de todos los colores y de todas las franjas sociales.
El creador de Casapueblo, ese centro cultural y de turismo en Punta Ballena, muy cerca de Punta del Este, murió ayer justamente en ese mágico lugar. El presidente José Mujica y dirigentes de todos los partidos políticos despedían anoche al hombre que se convirtió en un símbolo de Punta del Este y de Uruguay.
“Hay tristeza, pero también alegría, porque se cierra una vida que se entregó por entero a la sociedad, a la gente… La gente de color de mi país lo adora, lo reflejó en el arte, en su amor por el candombe, nunca se le subió a la cabeza la calidad intelectual que tenía”, dijo Mujica anoche, mientras saludaba a los familiares.
El presidente contó que en primavera tuvo “una corazonada” y fue a saludarlo por sus 90 años. Le llevó un arbolito de regalo y hablaron sobre “su peripecia por el África, sobre el candombe”, los “conflictos existenciales” y “los enamoramientos”, y también del candombe. “Era un hombre enamorado… enamorado de la vida”, dijo Mujica.
Ayer fue un día de devolución de afectos, los que regó el artista a lo largo de su vida, sin distinción de ideologías ni colores.
“Nunca se apartó del corazón de la gente”, dijo el ex presidente Tabaré Vázquez cuando llegó al velatorio en la Sala Mario Benedetti de la Asociación General de Autores del Uruguay (Agadu). Para hoy, el velatorio seguirá en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo y al mediodía el sepelio se hará en el Panteón de los Autores, en el Cementerio del Norte.
Y anoche, mientras era velado en Montevideo, la comparsa Generación Lubola lo homenajeaba en Casapueblo golpeando con fuerza y ritmo los tamboriles.
Hijo de Miguel Páez Formoso y de Rosa Vilaró Braga, “Carlitos” -como todos lo conocían- dejó unidos ambos apellidos.
Había nacido el 1º de noviembre de 1923 en Montevideo y nunca tuvo profesión; el único curso aprobado fue el que le dio el diploma de “mecanografía”. Desde la playa Pocitos miraba el Río de la Plata y se tentó con ir a probar suerte a Buenos Aires. Hacia allá fue a los 17 años en los barcos que viajaban toda la noche, con la meta de llegar a La Boca de Benito Quinquela. Comenzó a trabajar en la empresa de fósforos Mantero y Balza, que estaba al final de la avenida Mitre, pegando las cabecitas de fósforo, aunque no le iba muy bien. “Era muy chambón, se me pegaban y formaba matrimonios…” Viajaba en el colectivo 8 hacia Quilmes y “les regalaba dibujos a los peatones”.
Después, entró como aprendiz en una imprenta, La Fabril Financiera, y ahí se deslumbró “con grandes dibujantes, como Dante Quinterno, Divito, Lino Palacios”.
Comenzó dibujando caricaturas. Aquellos años fueron conmocionantes. “Vivía en el altillo de una pensión que estaba en Piedras 363, al lado de un club político que se llamaba El Pocho, al que había ido Juan Domingo Perón cuando era coronel”, recordaba Páez. Después se instaló en la habitación N° 18 del hotel Gloria, en la Avenida de Mayo 874, y en una academia de baile cercana fue donde nació su pasión “por dibujar en los cabarets del Bajo”.
Lo llamaban “el Oriental”. Gracias a sus dibujos, entró como cadete en la agencia de publicidad Berg y Cía. y comenzó a vender sus primeras obras.
Debido a problemas de salud debió volver a Uruguay, pero lo deprimió la “tremenda chatura” que percibía, como contraposición con aquella “Buenos Aires de D’Arienzo, de Paquito Bustos y otros…”.
Pero algo lo ancló en Montevideo, fue el sonido de tambores del barrio de Palermo, y poco después, gracias a la hospitalidad de Juan Ángel Silva -el líder de la comparsa Morenada- pasó a tener una pieza del conventillo Mediomundo como su atelier. Y ahí se codeó con los maestros de las comparsas, con “el Macho” Lungo, la diosa Martha Gularte, “el Negro Pirulo”, doña Gregoria…
Su primera exposición de negros y candombe fue en plena ciudad porteña, en la Galería Wildenstein.
Páez quiso “buscar un negro más profundo” y se fue primero a Bahía y luego al África. Eran mediados de los cincuenta.
Y al regreso se instaló en Punta del Este, en una torre chiquita de la Parada 3 de La Mansa.
Recorrió el mundo, hizo más de 4000 obras entre óleos y acrílicos, unos 20 murales gigantes, grabados, acuarelas, entre otras obras. Tuvo una vida de gozo en el arte y también de desesperación, cuando debió buscar a su hijo, perdido en la Cordillera (ver aparte).
Hace ya unos años, cuando se despidió del que le abrió la puerta al candombe, Carlos dijo con voz baja: “A esta edad, la muerte”.
LA NACION