Refutadores de chantas

Refutadores de chantas

Por Matías Loewy 
Fascinado desde niño con la llegada del hombre a la Luna, el periodista Alejandro Agostinelli se transformó de adolescente en un ufólogo o experto en el “fenómeno ovni”, convencido, dice, de que los científicos iban a ayudarlos a develar la Gran Verdad. A los 17 años dio su primera conferencia sobre un avistamiento en el congreso de la pomposa Federación Argentina de Estudios de la Ciencia Extraterrestre (FAECE). Su colega Alejandro Borgo y el ilusionista Enrique Márquez, en cambio, estaban subyugados por la telepatía, la clarividencia y la telequinesis, al punto que durante muchos años condujeron o participaron de decenas de experimentos en los centros más “serios” de parapsicología de Buenos Aires. Suyai Videla, una estudiante de Biotecnología, era capaz de cuestionar la existencia de Dios pero no vacilaba en recurrir a tratamientos de homeopatía o acupuntura. Y Bruno Bianchi, próximo a terminar la carrera de Biología, creía en la “ley de la atracción”: que el poder del pensamiento es capaz de producir o atraer resultados esperados, ya sea una buena nota en los exámenes, una novia o un triunfo en el fútbol.
Todos creían, sí. Pero ya no. En algún momento de sus vidas, experimentaron lo que el médico Gary Posner definió como una “metamorfosis”: pasaron de la credulidad al escepticismo militante. Del mundo mágico y enigmático de los influjos insondables, las energías, los espectros, los efectos holísticos, los visitantes extraterrestres y las causalidades, al territorio más racional (y también algo aguafiestas) de quienes pretenden someter cualquier afirmación al tamiz de la evidencia.
La epifanía de la razón, en ellos, fue un viaje de ida. “Desde que el escepticismo anida en mis neuronas –apunta Agostinelli- es como un desodorante que (casi) nunca me abandona”. Para Borgo, autor de ¡¿Por qué a mí?! Los errores más comunes que cometemos al pensar (Planeta, 2011), todas las personas ejercitan el escepticismo en la vida cotidiana. “¿O uno va a comprar un auto usado sin antes probarlo?”, desafía, citando a Carl Sagan.
Pero, además, difundir esa manera de razonar suele convertirse en una especie de misión. Los miembros de los llamados “movimientos escépticos” son algo así como policías de patrañas. Y están convencidos de que atacar el pensamiento mágico y revelar los engaños e inconsistencias de psíquicos, sanadores, astrólogos, homeópatas, cultores del feng shui o cualquiera que desafíe las leyes de la ciencia tiene una función social relevante. En palabras de Borgo, “el pensamiento mágico es un arma de doble filo que tarde o temprano terminará volviéndose contra nosotros, haciéndonos perder tiempo, salud o dinero, o las tres cosas a la vez”.
El físico y filósofo de la ciencia Mario Bunge, radicado en Canadá, suscribe cierta épica tremendista. En uno de sus ensayos de Las pseudociencias ¡vaya timo! (Laetoli, 2010), advierte que “a menos que nos esforcemos más arduamente en refutar la pseudociencia y la pseudotecnología, nos encontraremos con una dramática decadencia de la civilización moderna”.
El escepticismo tiene una larga tradición que se remonta a la antigua Grecia, cuando Sócrates observó que “sólo sé que no sé nada”. Pero los refutadores de leyendas actuales pretenden aplicar los métodos de la ciencia para navegar las traicioneras aguas que corren entre “no saber nada” y “creerlo todo”. Para Bunge no son crédulos ni nihilistas: no adhieren a las creencias de manera acrítica ni tampoco rechazan de manera sistemática todo conocimiento, sino que admiten una multitud de datos y teorías, al menos hasta nuevo aviso.
Los movimientos escépticos contemporáneos nacieron en 1976 con la creación en Estados Unidos del Comité para la Investigación Científica de las Afirmaciones de lo Paranormal (CSICOP), hoy rebautizado como Comité para la Investigación Escéptica (CSI). Entre sus miembros ha habido figuras tales como el ya mencionado Sagan, Francis Crick, Martin Gardner y Stephen Jay Gould. Otras organizaciones de ese tipo se multiplicaron en ese país, como The Skeptics Society, la Fundación Educativa James Randi (JREF) y el Center for Inquiry (CFI), cuya filial local dirige Borgo.
En el país, la primera entidad de esa naturaleza fue el Centro Argentino para la Investigación y la Refutación de las Pseudociencias (CAIRP), fundada en 1990 y disuelta en 2001. Más reciente es el Círculo Escéptico Argentino (CEA). “El pensamiento crítico es una herramienta fundamental para comprender el mundo en que vivimos y debe estar al alcance de todos para el buen funcionamiento de una sociedad”, proclaman en su web.
Los activistas escépticos creen librar una batalla extensa y en numerosos frente para arrastrar la cultura, centímetro a centímetro, del ámbito de lo no científico a lo lógico. No se trata de una tarea fácil. Una encuesta de Gallup de 2005 mostró que el 73 por ciento de los estadounidenses tiene al menos una creencia paranormal. En la Argentina, una encuesta entre mil alumnos de secundarios católicos reveló que el 85% cree en los ovnis, 75% en la astrología y más de la mitad de ellos en otros fenómenos tales como la adivinación del futuro o la comunicación con los muertos. Las terapias alternativas también gozan de buena salud. Un estudio del CONICET identificó al menos 35 tipos de tratamientos que se usan en el país sin el aval de la medicina ortodoxa, desde las flores de Bach hasta la aromaterapia.
Para Borgo, quien fue uno de los fundadores y presidentes del CAIRP, una de las razones de la expansión del pensamiento mágico y la proliferación de charlatanes es nuestra dificultad para lidiar con la incertidumbre. “La incertidumbre es menos tolerable que un noticiero o que un sermón de la mamá”, grafica. Y muchas supersticiones llenan entonces ese vacío.
Newsweek: ¿Y si la persona es feliz con esa creencia?
Borgo: Cada uno es dueño. Pero lo malo es buscar algo donde no se lo puede encontrar, quedar enajenado de la realidad. Por otra parte, hay que distinguir lo que se cree (que puede estar fundado o no) de lo que se sabe. No es lo mismo. Y las creencias nos sirven, nos confortan, pero también nos perjudican.
También conocido como James “el Asombroso”, James Randi es quizás el referente más conocido del movimiento escéptico internacional. De 84 años, con una blanca y enmarañada barba al estilo de Darwin y enormes cejas que trepan por su frente como orugas albinas, Randi fue uno de los ilusionistas y escapistas más reconocidos de Estados Unidos, pero en la década de ‘70 su carrera dio un giro hacia aspectos más serios. Al igual que Harry Houdini, quien al final de su vida centró su talento en desenmascarar a médiums y psíquicos, Randi decidió dedicarse a desvelar la magia disfrazada de sobrenatural.
En programas como The Tonight Show conducido por Johnny Carson, Randi le sacó la careta al popular psíquico israelí Uri Geller, quien se jactaba de sus poderes para doblar cucharas o reparar relojes. Más adelante reprodujo la supuesta habilidad de Geller para leer la mente de la periodista Barbara Walters a quien, previamente, había convencido de que su estafa era una capacidad psíquica genuina. Randi también expuso al curandero televisivo Peter Popoff, cuyos mensajes divinos en los que revelaba detalles privados de las vidas de sus feligreses eran, en realidad, mensajes mundanos que su esposa enviaba a través de un audífono inalámbrico.
Randi demostró ser un proselitista implacable, dispuesto a acometer contra una amplia variedad de objetivos: desde la industria de la homeopatía hasta Sniffex, un inservible “dispositivo para detectar bombas” usado por el Ejército iraquí. Dice que en lugar de “detractor” prefiere describirse como “investigador” de aseveraciones sobrenaturales. Pero cuando se le pregunta si alguna vez investigó un fenómeno psíquico sin terminar por desacreditarlo, menea la cabeza riendo: “No, eso no ha sucedido”.
De hecho, desde hace tiempo, la JREF ofrece un premio de un millón de dólares
a cualquiera que pueda demostrar, bajo estrictas condiciones de prueba, alguna habilidad psíquica. El dinero sigue intacto en una cuenta bancaria de Nueva York.
El ilusionista Márquez, uno de los fundadores del CAIRP, suele ser apodado por sus amigos como el “James Randi argentino”. Al igual que Borgo, se volvió escéptico después de que ninguno de sus experimentos sobre fenómenos paranormales tuviera resultados positivos. En 1990, hizo su primera aparición en el noticiero de Telefe (conducido por Juan Carlos Pérez Loiseau y Amalia Rosas) para desenmascarar las artimañas de Ricardo Gil Lecha, un supuesto médico que hacía “operaciones psicosomáticas” en el Cerro Uritorco.
El video, que, como otros 50 de Márquez, puede verse en YouTube, provoca escalofríos por lo burdo. Gil Lecha decía que intervenía sin cortar “a través de un campo magnético” y que las tijeras eran “transductores” de ese tipo de energía. Ante cámara, “operó” a un hombre de
68 años con un cáncer digestivo. Pero, en realidad, como probó Márquez, derramaba un líquido colorado sobre el abdomen de sus “pacientes” desde un algodón que sostenía con su mano izquierda.
Durante la siguiente década, Márquez –en ocasiones junto a Borgo y Agostinelli- deschavaría en pantalla los trucos y embustes de charlatanes y gurúes de distinta laya: desde los cirujanos filipinos que cautivaron a Claudio María Domínguez hasta Sai Baba, el Maestro Amor, Lily Süllos, una vidente que hacía “aparecer” pelos adentro de huevos y la inclasificable Leevon Kennedy, una autotitulada “vidente natural” que decía ser hija de Marylin Monroe y John Fitzgerald Kennedy. Estuvo en programas con Chiche Gelblung, Raúl Portal y Juan Castro, entre otros. Pero con el tiempo, sus apariciones se espaciaron. ¿La refutación de pseudociencias está perdiendo interés? “Lo que pasa es que los charlatanes hoy no tienen tanto protagonismo”, aduce. Lo que no deja de ser positivo.
Otro de los problemas del escepticismo militante es que la propia palabra no tiene “sex appeal”. Jamy Swiss, otro mago de la JREF, dice que “en todos los grupos escépticos locales en que participé siempre hay alguien que cuestiona: ¿no sería mejor pensar en otra palabra menos negativa?”. Algunos miembros del Círculo Escéptico Argentino comparten la preocupación, pero sienten que aún no hay un término que los defina mejor. “Negativista es no querer creer. Y nosotros queremos creer y saber, pero con fundamento”, dice Neri Tisocco (31), consultor informático y bloguero. “Simplemente, ajustamos la creencia a la evidencia”, agrega otro motor del CEA, Elio Campitelli, un estudiante de Ciencias de la Atmósfera de 25 años.
Para aumentar su visibilidad e impacto, el CEA organizó algunas acciones recientes. Junto a Agostinelli, enviaron una carta a las autoridades del Ministerio de Salud para reclamar contra centros que promueven abstrusas terapias alternativas, como jugos de pasto orgánico o la “terapia de campos bio-frecuenciales”. “Las pseudomedicinas son lo que más nos molesta, porque se meten con la salud de la gente”, se indignan Videla y Bianchi. También, inspirados por Randi, organizaron un “suicidio homeopático” público: tomaron frascos enteros de un medicamento que se administra en gotas para demostrar que no contiene más que agua. ¿Cómo se sintieron?, pregunta Newsweek. “Más hidratados”, responde Campitelli [“La homeopatía no tiene el rigor científico exigido por la ciencia convencional porque se mueve en otro paradigma, pero no por eso deja de ser seria”, se defiende Silvia Mercado, profesora de la Asociación Médica Homeopática Argentina, que este mes cumple 80 años].
Pero un desafío más arduo para los escépticos es que, quizás, libran una batalla perdida. En un discurso de 2010, el periodista científico de Slate, Phil Plait, reconoció que “a veces [se] pregunta” si los objetivos del escepticismo son “razonables”; no porque los argumentos sean deficientes, sino porque la mayoría de la gente no está dispuesta a cuestionar afirmaciones extraordinarias. “Nuestros cerebros no funcionan así”, sostuvo Plait, porque “no están programados para el razonamiento escéptico, sino para la fe”, y ese es el principal obstáculo para el escepticismo: si tenemos una predisposición genética al pensamiento mágico, si deseamos cierta cantidad de patrañas en nuestra vida cotidiana, ¿qué chances de ganar tiene un grupo que se opone con fervor a la superstición?
Los mismos reparos se ponen en juego cuando las asociaciones escépticas debaten la cuestión de la religión. Aunque la mayoría de sus miembros se reconocen como ateos (“¿Se puede ser un escéptico y creer en Dios? Me resuelta casi imposible de aceptar”, dice Randi), también hay quienes creen que se puede conciliar posiciones. El matemático y ultraescéptico Martin Gardner decía que no tenía argumentos para justificar su deísmo, pero que creer lo hacía sentir cómodo. Algunos son honestos sobre las reales perspectivas de éxito de sus esfuerzos. Michael Shermer, editor de la revista Skeptic, dice que “en sus intentos de socavar la creencia en un poder superior, en la vida después de la muerte y la Divina Providencia, escépticos, ateos y militantes antirreligiosos arremeten contra 10.000 años de historia y hasta 100 milenios de evolución”.
Y, sin embargo, ellos no cejan en su empeño. “Si aportamos un granito, me doy por satisfecho”, dice Gastón Ferreiros, un comerciante que integra el CEA. “Capaz que ayudamos a pensar”, apunta Videla. Para Borgo, que lleva 30 años estudiando y dando cursos sobre pensamiento crítico y pseudociencias [este mes empieza a dictar un seminario taller sobre “La conquista de la felicidad”, basado en el libro de Bertrand Russell, en la Sociedad Científica Argentina], los movimientos escépticos deben ampliar su campo de acción a la política y la economía. Y abandonar cierta beligerancia y arrogancia que los ha caracterizado. “Tenemos que ser firmes pero cálidos”, propone. Hay muchos por convencer, ahí afuera.
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