Pizzi, un luchador que sabe de las revanchas de la vida

Pizzi, un luchador que sabe de las revanchas de la vida

Por Ariel Ruya
No quiere salir de la cama. Está abatido, destruido. La angustia recorre su metro 85: maldita, va y viene. Piensa, recuerda, reconstruye. Rosario Central recrea una buena campaña que lo destina a Primera, el lugar de los grandes. De pronto, se bajonea. Se derrite en el otoño. Tres derrotas en serie y una Promoción en cero contra San Martín, de San Juan, lo arrojan en el sillón de la desolación: el Gigante sigue empequeñecido en el ascenso. Juan Antonio Pizzi está mareado. Si su infancia fue Santa Fe, su vida es Rosario. Si su infancia fue Colón, su vida es Central. Su casa no es precisamente un pueblo futbolero, pero se siente en un corral imaginario devorado por la depresión del balón. Los palos de golf, a un lado. Apenas alguna caminata por el campo, hasta que semanas más tarde, suena el teléfono. El número, desconocido. La voz, famosísima. “Hola, Juan, soy Marcelo Tinelli. Venite a tomar un café, quiero que seas el técnico de San Lorenzo.”
Juan cree a ciegas en su trabajo, pero hasta se imagina una broma de pésimo gusto del exitoso programa de TV. El 9 de octubre de 2012 se encuentran en Ideas del Sur. Agrada, pero no convence. Charla de proyectos. De estilos y otras menudencias. Hay otros apellidos en la nómina. Ricardo Caruso Lombardi, por esas horas, es un DT despedido, pero que sigue en tarea. Como no hay demasiado margen, a pesar de algunas sospechas maliciosas lanzadas por el polémico DT, Pizzi entra dos días más tarde en el área grande, como en los viejos tiempos. Como aquel formidable artillero de los 213 goles, el de Barcelona. El que recorrió el mundo. Transforma el dolor en esperanza: es el desafío de su vida, entiende.
Así lo vive hoy, campeón y consagrado, al fin, en nuestro país. Colón, Universidad San Martín, Santiago Morning, Universidad Católica, Central, y el viejo y querido Ciclón. Decenas de buenas intenciones y apenas dos títulos, el primero en la Católica, en 2010. Y este maravilloso 2013 versión azulgrana. Pizzi supera todo: apenas hoy, ahora, el público lo aplaude de pie. “Que de la mano de Juan Antonio”, recitan. Y Juan Antonio se tapa la cara, repleta de lágrimas.
El entrenador compadre de la serenidad, el técnico enemigo de la demagogia. “El protagonismo es de los jugadores, los entrenadores sólo acompañamos”, le contó alguna vez a LA NACION. Detrás de la escena, construye un amor recíproco. Por eso, los jugadores lo respaldan. Como en abril, la caída ante Racing por 4-1 en el Nuevo Gasómetro, más un par de tropiezos anteriores, provoca algo más que murmullos: si no gana en Sarandí, se despide. O lo despiden. El Ciclón arrolla de contraataque a Arsenal, se impone por 3-1 y el DT se mantiene.
Como en octubre. San Lorenzo es derribado con una formidable lección de efectividad en la final de la Copa Argentina. Un 3-0 que deja heridas: el director técnico ofrece su renuncia, un cheque en blanco para que los dirigentes hicieran lo que quisieran. Si desean que se vaya, se va. Atrás quedan la (injusta) eliminación de la Copa Sudamericana contra River y el consuelo hecho trizas en una noche lluviosa de Catamarca. Se queda. Un 3-0 contra All Boys ofrece otra sentencia: el plantel le tiene estima. Más allá de equivocaciones, de ese cambio, de aquella incorporación. Pizzi nunca ve el fútbol de rodillas.
Le pasa de todo. El caso Aguiar: el uruguayo que se despide por el portón de atrás. El caso Migliore: el arquero que una noche viaja a prisión. El recambio que genera suspicacias internas, las derrotas dolorosas, la triple corona que se deshilacha, las serias lesiones de Cauteruccio y Verón, los goleadores ausentes. Pizzi, en realidad, es arquero: vuela y arroja al córner todos los pelotazos en contra. Tiene, sin embargo, viento a favor: cuando se recompone, va al ataque. Siempre.
La vuelta olímpica es una recompensa: como su equipo, es un luchador que suele levantarse. Así se crió, con los valores del padre médico y de la madre ama de casa. Lo demostró a los 18 años, en la cuarta, cuando chocó con el arquero Roberto Bonano y, tras la lesión en el riñón, debieron extirparle el órgano. Juan Antonio se levantó. Fue al frente, como siempre. Recompensa a una vida entre pelotas, raquetas y antiparras. Tenis, fútbol, carreras, un chapuzón desde el trampolín más alto. El deporte, como motor. Vendió helados, vendió rifas. El trabajo, como necesidad. Primer año de medicina en Rosario. El estudio como mandato paternal.
Casado, cuatro hijos, 45 años. El título más valioso de su carrera. Y una enseñanza: la vida siempre ofrece revancha. Sólo hay que saber atraparla. Así lo hizo Pizzi.
LA NACION