La muerte de la máscara de hierro

La muerte de la máscara de hierro

Thatcher: no sólo por Malvinas hay motivos para no quererla
Por Federico Pinedo
Ha muerto Margaret Thatcher. Durante la guerra por las Malvinas, para evitar que avanzaran propuestas de paz como la del presidente peruano Belaunde Terry y obtener algún rédito político para sí misma, ordenó mandar a pique un buque que no implicaba peligro para sus tropas, hundiendo en el mar a muchos compatriotas nuestros. Nadie la puede querer menos que nosotros.
Nadie puede quererla menos, aunque algunos digan que “nos trajo la democracia” y otros, que “acabó con el comunismo”. No nos trajo la democracia. La democracia argentina fue recuperada por los demócratas que lucharon por ella, y responde a una vieja tradición fundadora de nuestra nación, que es la tradición de los republicanos antimonárquicos; la de los defensores de los derechos del hombre en 1810 o en la Asamblea de 1813; la de los gestores de la revolución americana como San Martín, Belgrano, Miranda y Bolívar; la de los Tocquevilles argentinos como Dorrego y Sarmiento; la de los Artigas y Ramírez, la de los Pellegrini y Sáenz Peña, la de los radicales, la de los socialistas democráticos y demoprogresistas; la de los políticos de 1983, encabezados por Alfonsín y Luder; la de tantos que se enfrentaron al autoritarismo de cualquier signo ideológico, y la de tantos que murieron en nuestra historia por sus ideales, creyendo en la soberanía popular.
La Thatcher se ató a un dogma simple, el del máximo mercado y el mínimo Estado, y por eso se vinculó con Ronald Reagan, el gran jefe del populismo neoconservador, que fue decisivo para que el mundo viera la implosión de la vieja tiranía soviética. Con Reagan, creyeron en la capacidad creadora de la libertad de cada persona, aunque para hacerlo no recordaran lo suficiente la necesaria dignidad de todos y cada uno. Esa falencia más tarde provocó tensiones que se están pagando hoy, porque muchos poderosos abusaron de su poder desregulado, sin límites. Es demasiado primitiva y equivocada la idea de que lo único que importa son las ganancias corporativas, que fue en lo que terminó el llamado “neoliberalismo”. El liberalismo sin neo es más abarcativo de la condición humana, como lo es el realismo conservador basado en el respeto de lo espiritual que hermana a todos.
Compartió la época histórica con Juan Pablo II, un líder de mucho mayor densidad en lo espiritual, cultural e histórico, y que también fue definitorio para salir de los totalitarismos de derecha, como el nazifascismo, o de izquierda, como el comunismo. Me parece que el papa sí dejó un camino más sólido para el futuro, más centrista, respetando la iniciativa de las personas, pero en un contexto de protección de los valores del humanismo que hoy refuerza su sucesor.
Tal vez Thatcher inauguró el estilo de la intransigencia extrema, que después tuvo tantos seguidores aquí y en todo el mundo: la “dama de hierro”, “no se negocia”. Eso a veces es bueno en las guerras, cuando uno termina ganando, pero no en la construcción de una paz duradera, donde son mejores las armas propias de la democracia: saber que nadie es infalible, aceptar que el otro puede tener razón, buscar acuerdos en el centro, construir consensos mayoritarios. A veces hay que plantarse por grandes ideales, claro. Pero no siempre, ni por intereses mezquinos.
No nos trajo la democracia. Su último gesto, aun al borde de la senilidad, fue homenajear a Pinochet, con quien tomó el té recordando los tiempos en que trabajaron juntos para que fuera derrotado nuestro país.
LA NACION