El adiós a Carlos Floria: el sereno legado de un maestro

El adiós a Carlos Floria: el sereno legado de un maestro

Por Mariano Grondona
Los intelectuales presentan por lo general varias imágenes simultáneas. Los pensamos como escritores, a veces como periodistas, a veces como conferencistas. También los pensamos a veces como profesores y hasta como maestros. Carlos Floria, aparte de todas estas condiciones, fue un entrañable amigo, con el cual recorrimos juntos el largo tramo de nuestra vida universitaria. Si tuviera que caracterizarlo por un rasgo dominante entre todos aquellos, diría de él que fue, por lo pronto, un profesor. Así lo imagino todavía hoy, a pocos días de su muerte, en medio de sus libros y delante de sus alumnos. Escribió por supuesto libros, en los cuales asomaba su extensa erudición, y uno de ellos, la Historia de los argentinos, sirve aún hoy como una excelente introducción al laberinto de nuestras pasiones, a nuestro conflictivo pasado sobre el que, mientras que otros lo vuelven un incentivo para exacerbar su propia visión ideológica, Carlos supo exhibir una mirada que podríamos llamar “de centro”, que buscaba infatigablemente el “punto medio” de la virtud aristotélica, alejada de los extremos y, quizá por eso mismo, más próxima a la verdad.
En la Historia de los argentinos pueden rastrearse los aportes de García Belsunce y de Floria, el vasto saber historiográfico de aquél y la fina percepción política de éste, que compusieron así una espléndida armonía de conjunto, liberada de las distorsiones que tantas veces han nublado la imaginación del desprevenido lector, y abrieron la posibilidad de una interpretación ecuánime de nuestra historia en la que ya no hubiera sólo héroes y villanos -los héroes de un lado son los villanos del otro-, sino una legión de protagonistas sinceros, entusiastas y en ocasiones confundidos, que amaron cada uno a su manera a nuestra cálida y enigmática nación, donde si bien la vida política y la vida social parecen amargas, la “vida”, a secas, es maravillosamente dulce.
Es imposible no recordar a Carlos, por otra parte, sin subrayar el papel rector que desplegó en la conducción y la redacción de la revista católica Criterio, cuya figura emblemática fue monseñor Gustavo Franceschi. Recuerdo que una vez el mismo Franceschi me explicó la técnica que seguía para escribir sus famosos editoriales. Durante un tiempo, se dedicaba a leer todo lo que podía sobre el tema que tenía en mente. Así maduraban sus ideas, que al fin compartía con los lectores en un ejercicio incesante de docencia y de sabiduría.
Si bien en el intelectual se reúnen sin confundirse los diversos roles que él cumple en la sociedad, alguno de ellos termina por ser su rol dominante, el que colorea su personalidad. Pensemos, por ejemplo, en el papa Benedicto XVI. Es un error compararlo con Juan Pablo II porque, en tanto que el rol dominante de éste fue el del pastor que inspira a las multitudes, creo que el rol dominante del papa Ratzinger ha sido, como el de Carlos Floria, precisamente el de profesor. Un profesor que fue, además, un maestro, por enseñar un camino de vida a sus estudiantes y también a sus colegas, como el que esto escribe en su memoria.
Sin habérmelo propuesto, ahora me encuentro en medio de una tarea improbable: definir a Carlos Floria, decir quién fue. Me atrevo a sostener que, si tuviéramos que percibirlo desde una altura, haríamos alusión a una virtud infrecuente: su serenidad. Aparte de recordar que el adjetivo “sereno” también se utiliza como “el título de honor de algunos príncipes” (Su Alteza Serenísima, por ejemplo), el Diccionario de la Lengua Española habla de “la humedad de que durante la noche está impregnada la atmósfera”, refiriéndose a esa hora mágica en la que todo parece calmarse después de la borrasca.
La primera impresión que comunicaba Carlos Floria a quienes tuvimos el privilegio de conocerlo era ésta, la de la serenidad, pero no una serenidad resultante de la languidez de las pasiones, sino del equilibrio entre ellas en virtud de una rigurosa, quizás de una trabajosa, disciplina. En el sereno de la tarde, se aquieta el fárrago de lo inmediato, la presión urgente de lo que tenemos que hacer ya, y vuelve la perspectiva y el orden a nuestros menesteres, en el fondo, al sentido de nuestras vidas. Es que la tarea del intelectual no es sólo intelectual porque tiene un componente práctico, un orden de prioridades gracias al cual va por la vida siguiendo un camino previamente diseñado o, por lo menos, anticipado. Los griegos le dieron a esta virtud de ordenar las etapas de la vida sin agitarse, sin pereza ni apresuramiento, un nombre clave, el kairós, una expresión quizás intraducible a la que podríamos aproximarnos diciendo que es la percepción del tiempo oportuno para hacer o no hacer, para decir o callar.
En el caso de Carlos, el ejercicio de esta cualidad estaba ligado a una humildad de raíz cristiana. El humilde sólo pretende cumplir con su deber, sin estirarse en pos de metas heroicas cuya función es quizás alimentar el alto concepto que uno tiene de sí mismo. El fundamento cristiano de la vida es esperar que alguien se ocupe, más allá de nuestras limitaciones, de aquellos menesteres que no alcanzamos a ejecutar y que, sin embargo, intuimos como necesarios. Carlos vivía cerca de esta certeza. De ahí que, cuando hablaba o escribía, no se percibiera en él ninguna inseguridad acerca del desenlace de aquello que buscaba. Si todo está previsto por la Providencia, no le toca al auténtico cristiano anticiparlo ni precipitarlo, sino vivir en la tranquila espera de lo que, de un modo o de otro, ocurrirá. Lejos de Carlos, en suma, la perturbación de la ansiedad. Lejos por igual del fanatismo y de la militancia, su serenidad era contagiosa, aunque no todos pudiéramos imitarla.
También la admirable escuela de los estoicos se aproximó, antes de la era cristiana, a la idea de que hay un orden universal que nos excede. El griego Epicteto, que vivió entre los años 55 y 135 de nuestra era, cuenta que había preparado minuciosamente un barco con el cual planeaba cruzar el Mediterráneo hasta que, en medio de la travesía, lo sorprendió una terrible tormenta. Pero el filósofo sabía que había hecho todo bien. Como la tormenta excedía lo previsto y hasta lo humanamente previsible, entonces se dijo: “Este viaje ya no está en mis manos, sino en manos de los dioses”, y se durmió tranquilamente a la espera del próximo amanecer. No me cuesta mucho imaginar a Carlos adoptando, frente a parecidas circunstancias, una idéntica actitud. Mientras vivimos, alguien nos mira. Aunque no lo deseemos, aunque no lo sepamos, cada día nuestra vida contiene una advertencia, da un ejemplo a evitar o enseña una lección para los demás. Carlos fue profesor hasta fuera de las clases. Por eso al despedirlo, los que hemos convivido tantos años con él le rendimos el homenaje de nuestra gratitud.
LA NACION