Churchill y Gandhi

Churchill y Gandhi


Por Marcelo Birmajer
El pasado viernes, mi amigo Juancho estaba realmente atribulado sobre qué regalarle a sus pequeños hijos para el Día del Niño.

-Mis padres –recordó Juancho–, que en paz descansen, me regalaban siempre libros para el Día del Niño. Al menos, desde que tengo memoria o desde que aprendí a leer; a partir de los seis años.

-¿Eran progresistas? –pregunté.

-No en el sentido en que lo estás preguntando –respondió–. Mi padre era admirador de Churchill y de la educación formal. Me regalaba los libros de la colección Robin Hood. Pero desde el primero, me negué a abrirlos.

-No entiendo –confesé.

-¿Cómo me iban a regalar un libro para el Día del Niño? A todos mis amigos les regalaban juguetes. Prefería romper un juguete antes que abrir un libro. Me encantan los libros, pero … ¿para el Día del Niño? Eso hace que no te gusten.

-No coincido –dije–. Vale la pena el riesgo.

-Pero yo desarrollé el hábito de la resistencia pasiva. Si mi padre era Churchill, yo sería Gandhi. Mantuve los libros sin abrir. Los acumulé, cerrados, en mi biblioteca. A los siete años, a los ocho, a los nueve, a los diez… -¿Hasta qué edad te hicieron regalos para el Día del Niño? –lo interrumpí.

-Hasta los 13 años –informó Juancho–. Y pasaron treinta hasta que los abrí.

-Nunca es tarde –comenté.

-Sí, sí fue tarde. A los pocos días de que falleciera mi madre, ya mi padre había fallecido hacía unos diez años, tuve que pasar por su casa a hacerme cargo de todo. Mi antigua casa de infancia, en Almagro. El barrio había cambiado para bien, hacia los aires del nuevo Palermo Viejo. Pero mi cuarto permaneció intacto. Incluso con la biblioteca y todos los libros en su lugar. La colección de libros de lomo amarillo: Tom Sawyer, Cinco semanas en globo, Juvenilia. Entonces abrí el primer libro: “La cabaña del Tío Tom”.

-¿Qué tal? –pregunté.

-Maravilloso –opinó Juancho–. Pero había otra cosa: un billete.

-No entiendo.

-Dentro del libro, entre las páginas, había un billete. Dinero.

-¿Pesos argentinos?

Juancho asintió.

-¿Qué cantidad? –me interesé.

-Respetable. Más que respetable para un niño. Podría haberme comprado un buen juguete. Cada libro de la colección tenía un billete en su interior. Ahora que los descubría, esos billetes ya no valían nada. O al menos, no valían como billetes. Como cartas, eran inapreciables.

-En las traducciones del inglés –dije–, muchas veces a los mensajes escritos en un papel los llaman “billetes”.

-Propio de Mr. Churchill –corroboró Juancho–. Pero …¿cuál es la moraleja?

-Para mí, evidente: tenés que regalarles libros a tus hijos.

-Sin embargo, ahora que me he leído toda la colección, me pregunto: ¿el legado de mis padres no es toda la anécdota en sí, incluyendo mi resistencia a abrir a los libros durante mi infancia? No se puede repetir esa historia.

-Legado no es exactamente lo que nos quisieron dejar, es una mezcla azarosa entre lo pudieron dejarnos y los que nos dejaron por descuido. Por lo pronto, los billetes no conservaron su valor; pero la historia que me acabas de contar se mantiene intacta, como tu cuarto. Sabés cuánto valoro el dinero; para mí no es un fetiche, por el contrario: el dinero es una invitación a negociar en vez de matar. A quien sea que se le haya ocurrido, sabía que no trataba con ángeles. Siempre que imagino un mundo sin dinero, me lo figuro peor de lo que ya es. Todas las personas que conozco que desprecian el dinero, es porque ya lo tienen o tienen garantizada su subsistencia de algún otro modo. Pero, aún así, sin una buena historia, el dinero no vale nada.

-¿Estás dispuesto a hacerte cargo del reproche de mis hijos si les regalo un libro?

-Por supuesto –asumí–. Pero sólo después de que cumplan cuarenta años. Podés dejar anotado en algún lado que tienen derecho a venir a reclamarme luego de que cumplan cuarenta años.

-Pero no les voy a poner un billete entre las páginas.

-Todos los buenos libros traen billetes entre sus páginas. Tarde o temprano los encontrás.
CLARIN