Hemingway en el célebre Harry’s Bar de Venecia

Hemingway en el célebre Harry’s Bar de Venecia

Por Héctor Solanas
espués de conocer el Harry’s Bar, es fácil imaginar a Ernest Hemingway apoyado en la barra, afirmando que en literatura es más importante lo que se oculta que lo que se muestra, o fastidiado por la risa estruendosa de Orson Welles, que en cuestión de minutos daba cuenta de una botella del mejor champagne y dos robustos sandwiches de gamberettis , una de las especialidades del lugar. Es que el Harry’s Bar, como San Marcos y el Palazzo Ducale, sigue siendo uno de los íconos de Venecia. En su reducido espacio, de nueve metros por cinco, se tiene la sensación de que una legión de célebres fantasmas continúa allí, como en los viejos tiempos, ordenando sus tragos junto a vaporosas principessas que miran con ojos ausentes el campanile de San Giorgio, que dora el atardecer.
Pero seguramente no era sólo Truman Capote quien al llegar exclamaba “Angelou”, para convocar a Angelo Dal Mascchio, el diestro maître que conocía a fondo sus preferencias y lo premiaba súbitamente con uno, dos, tres Bellinis y un conmovedor plato de raviolis de langosta que, una vez probados, no se olvidan jamás. Otros ilustres contertulios también prestigiaron el lugar; Gianni Agnelli, por ejemplo, cuando arribaba a Venecia en su barco, o Aristóteles Onassis, que conoció allí a Maria Callas. También el Agha Kahn, acompañado siempre por la bellísima Begum, que ordenaba, invariablemente, Caviale beluga , para continuar luego con un gran piatto di ravioli alla piamontese . El príncipe de Edimburgo, marido de la reina Isabel, también fue un asiduo concurrente cuando en su juventud prestaba servicios en la armada real inglesa.
Alguien preguntará qué tiene de especial el Harry’s Bar para haber entrado en la historia grande del buen vivir. Y más de uno diría que eso puede deberse a los especiales visitantes que lo honraron y a sus memorables tragos, que hoy preparan Valentino y Vittorio, dos de sus bartenders . Antes los preparaba el mismísimo Giuseppe Cipriani, su dueño, el servicial amigo de Hemingway.
El escritor apareció por allí en 1949, después de haber guerreado en el Véneto, y a partir de entonces comenzó a desgranar su tiempo libre acodado en la barra o reclinado junto a la mesita que le tenían reservada en un ángulo del salón -como le ocurría en París, en los años 20, en La Closerie de Lilas-, donde pudo dar forma a muchas de sus creaciones.
Hemingway era un bon vivant , un aventurero de la vida, y su ingenio no dejaba de regodearse en las pequeñas cosas, como apodar Montgomery al Martini y afirmar que el gin es el mejor antiséptico del mundo. Es que este cóctel (llamado, entre nosotros, Clarito) exige una estricta proporción entre el gin y el vermouth, quince por uno, como le pedía a sus tropas un célebre general. Hemingway, que se alojaba con frecuencia en la Locanda de Torcello, propiedad de los Cipriani, una serena posada perfecta para borronear papeles y entretejer historias, pasó allí muchos de los días en que hizo de Venecia su propia casa.
El Harry’s Bar estará siempre ligado a ese extraordinario escritor que se preguntaba de dónde saca su coraje un toro de lidia o le inquietaban cosas tan poco evidentes como el chillido que producía la lona sobre la resina cuando un boxeador se movía. Dos de sus mejores relatos, Gato bajo la lluvia y Un lugar limpio y bien iluminado , nacieron en Venecia, acaso luego de haber escapado de la risa estruendosa de Orson Welles o de haber visto a una ingrávida principessa con la mirada perdida en las doradas aguas del canal.
LA NACION