El Oscar en un mundo que cambia

El Oscar en un mundo que cambia

Por Guillermo Zapiola
La noche del 26 será la gran noche, y allí se despejarán todas las incógnitas. Entre tanto, se pueden establecer algunos pronósticos y marcar algunas tendencias de la industria a propósito del Oscar.
Dentro de seis días capaz que sucede otra cosa, pero por el momento puede sospecharse que The Artist de Michel Hazanavicius va a ganar los premios a mejor película y mejor director, que el galardón de mejor actor va a estar disputado entre George Clooney (por Los descendientes) y Jean Dujardin (por The Artist), que Glenn Close va a perder como mejor actriz ante Meryl Streep (por La dama de hierro) o más probablemente Viola Davis (por Historias cruzadas) y que finalmente el gran Christopher Plummer va a tener un Oscar (aunque sea secundario) por Beginners. Algunas de esas afirmaciones hay que tomarlas empero con pinzas. El Hugo de Martin Scorsese puede proporcionar alguna sorpresa.
De todos modos, los pronósticos se podrán ajustar un poco más en los próximos días, cuando las apuestas y las encuestas afinen los números, y desde hoy hasta el domingo se estarán publicando notas al respecto. Una primera aproximación debería fijarse en otros aspectos.
El más llamativo de ellos no es nuevo, y se confirma una vez más: el creciente divorcio entre los criterios de la Academia, la industria y el público, que solían coincidir sin esfuerzo hace treinta o cuarenta años. Siempre hubo excepciones, pero productores como Cecil B. DeMille o Michael Todd podían tener la seguridad de que si una de sus películas movía mucha gente, eso se reflejaría en los premios de la Academia. Eso explica, por ejemplo, los Oscar a mejor film a entretenimientos triviales aunque vistosos como El espectáculo más grande del mundo o La vuelta al mundo en ochenta días, meras tonterías (La novicia rebelde) e incluso película más respetables pero sólidamente instaladas en una tradición de industria y espectáculo (Ben Hur, El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia). En 1955, Vivir al límite de Kathryn Bigelow jamás le hubiera ganado a Avatar de James Cameron, como ocurrió en 2009 aunque se trata claramente de un film superior.
Tradicionalmente se ha sostenido que el votante promedio de la Academia (los alrededor de seis mil integrantes con derecho a voto) eran “público cinematográfico típico” aunque fueran también integrantes de la industria, y que eso explicaba que los gustos del público coincidieran, en términos generales, con lo premiado. Hoy, la distancia entre lo que la gente paga por ver y lo que los académicos votan se ha acentuado de manera harto significativa. Ello no quiere decir, necesariamente, que los criterios hayan mejorado. Solo que son distintos.
En 1962, la Academia pudo llenar de Oscar a Lawrence de Arabia (salteándose empero el de mejor actor para Peter O`Toole: fue para Gregory Peck por Matar un ruiseñor) mientras concedía solamente una nominación (¡mejor vestuario!) a Un tiro en la noche de John Ford, probablemente la mejor película norteamericana de los años sesenta. En 2010 le dio el premio a mejor film a la culta trivialidad de El discurso del rey y no tuvo espacio siquiera para incluir entre las diez nominaciones a La isla siniestra de Martin Scorsese. No son más listos que antes.
Pero sí manejan, empero criterios diferentes, y los cambios en la exhibición pueden tener algo que ver con ello. Una película que se estrene en menos salas pero esté más tiempo en cada multiplex y reciba buenas críticas tiene más posibilidades de llamar la atención de los votantes (quienes, al fin y al cabo, son gente con más interés por el cine que el promedio), y figurar por ello en las listas de candidaturas. Es recomendable de todos modos que la película sea bastante clásica, exhiba cierto nivel de calidad media y contenga, en lo posible, algún elemento políticamente correcto. Si tiene actores británicos o un discapacitado las posibilidades aumentan (El discurso del rey reunía ambas características).
Llamativamente, la mayoría de las películas que tienen alguna chance para los premios mayores de este año cumplen con algunos de esos rasgos, a los que esta vez se añaden por lo menos un elemento adicional: la cinefilia y la nostalgia. The Artist y La invención de Hugo Cabret tienen que ver, directamente, con el pasado del cine (el fin del cine mudo contado en una película muda y en blanco y negro en un caso; la evocación del pionero Georges Mélies con despliegue de tecnología de punta en otro), y Medianoche en París de Woody Allen evoca la capital francesa de los años veinte y a la “generación perdida”. Otros títulos en pugna conectan igualmente con el cine clásico (Spielberg y su Caballo de guerra) o convierten casi en nostalgia su retrato de relaciones de raza en los sesenta (Historias cruzadas).
Una intercambio de ideas en el New York Times entre dos de sus mejores plumas (A.O. Scott y Manohla Dargis) aportó hace unos días algún elemento adicional. The Artist es distribuida por los reyes de las relaciones públicas, la compañía Weinstein (que también estuvo tras El discurso del rey). Que además el film sea buena ayuda.
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