La muerte que transformó la política

La muerte que transformó la política

Por Joaquin Morales Solá
Algo incierto, tal vez una sensación corporal o el revoloteo constante de una idea de brevedad, le avisó a Néstor Kirchner que iba a morir. Dio instrucciones, poco antes de descubrir la única frontera desconocida e inevitable de los seres humanos, sobre la construcción de una tumba en el cementerio de Río Gallegos, aunque no fue de él la iniciativa de levantar una pirámide egipcia en el desierto patagónico. Basta ver la grabación de su último discurso en Río Gallegos para entrever los trazos de una despedida implícita. El propio Kirchner terminó al borde del llanto, mientras muchos de sus seguidores lo miraban con los ojos estragados por las lágrimas.
En el final de sus días había descartado el consejo de los médicos, que le pedían una vida tranquila y serena, lejos de las angustias y de las ansiedades de la política. Pero, ¿qué sentido tenía la vida sin las enredos y las maquinaciones de la política, que habían consumido gran parte de su existencia? ¿Para qué servía la vida si la vida del Estado podía prescindir de él?
Néstor Kirchner se fue de este mundo hace un año. El trámite de morir fue rápido, sorpresivo y resuelto. Fue exactamente la manera que él hubiera elegido para decirle adiós a la vida. Vivió de ese modo. Cuesta imaginar a otro político conocido que haya acumulado tanto poder desde el módico poder que recibió cuando se convirtió, en 2003, en el presidente que accedió al gobierno con menos votos en la historia argentina. No tenía casi nada y recibió muy poco, pero creó una saga de poder que se extenderá, por lo menos, doce años. Ninguna dinastía política tuvo en el país tanto poder de manera consecutiva. Sólo Julio Argentino Roca acopió tantos años de poder en la Argentina, entre fines del siglo XIX y principios del XX, pero no fueron consecutivos.
La historia de esa construcción está llena de claroscuros. Kirchner tenía un poco de reformador y otro poco de conservador. Era más realista que ideológico. Siempre creyó más en los beneficios de la política expeditiva, que se resuelve con el toma y daca, que en la seducción política. “No tengo el arte de encantar. Yo debo conformar a los clientes todos los días”, me dijo alguna vez que le pregunté sobre su método para construir política y poder. Le recordé que otros políticos habían hecho las cosas de una manera más sutil y seductora. “Esa es la corporación política, la misma que da vueltas alrededor del poder desde hace 25 años y no hace nada”, me respondió.
La corporación política, como él la llamaba, era una obsesión que no se le fue nunca. Metía a peronistas y a radicales en esa bolsa corporativa, pero nunca quiso definir qué es lo que lo diferenciaba a él de los otros. Después de todo, Kirchner parecía que no negociaba, aunque siempre terminaba negociando a último momento. Empujaba al adversario hacía límites mucho más estrechos y después, muy cerca del final, concedía algunos espacios. El adversario, hayan sido políticos, empresarios o sindicalistas, ya había perdido parte de que lo que tenía. Negociaba. Tarde, pero negociaba.
Hubo dos excepciones en ese temperamento durante sus años de poder. Una fue la causa por los derechos humanos, una causa tardía para él, pero que terminó abrazándola con una convicción definitiva. En algún momento creyó que su política era inaugural, que nadie había ido tan lejos como él para buscar las verdades del pasado. Esa seguridad lo llevó a pronunciar las palabras más injustas que haya dicho en su anecdotario de reproches públicos; fue cuando pidió disculpas a los familiares de los desaparecidos en nombre de un Estado que, según él, no había hecho nada desde 1983. Advertido de que en 1985 hubo juicios a los jerarcas del régimen militar, que terminaron en condenas, degradaciones y prisiones, se apresuró a llamar por teléfono para pedirles disculpas a Raúl Alfonsín, a Magdalena Ruíz Guiñazú (que integró la Conadep, organismo autor del primer informe sobre los métodos inhumanos de la dictadura) y a algunos ex jueces que juzgaron a los militares. Las palabras injustas exhibieron su absoluta lejanía del conflicto en los años iniciales de la democracia, pero su gesto posterior lo mostró también como un hombre capaz de rectificarse.
La otra excepción sucedió durante la llamada “guerra con el campo”, en el turbulento 2008. Los dirigentes agropecuarios ya habían logrado convocar la adhesión de importantes sectores sociales urbanos. El peronismo comenzaba a desertar en el Congreso. Sin embargo, el gobierno doblaba la apuesta sin cesar. Todos los intentos de pactos con el ruralismo se frustraban. Un viejo amigo de Kirchner lo visitó en medio de aquel fárrago. “No te reconozco. Creo que el Kirchner que yo conozco ya hubiera empezado a negociar con los ruralistas”, le dijo el amigo.
Kirchner meditó la respuesta y luego desplegó una explicación: “Sí, yo ya hubiera negociado. Pero ahora gobierna Cristina y no sería bueno que adviertan debilidad en ella porque es mujer”. ¿Fue cierta esa explicación? ¿O fue sólo un pretexto para no reconocer que su esposa tenía menos flexibilidad que él para meterse con decisión en una negociación? La historia posterior indica que la segunda alternativa es más probable que la primera.
Se había acostumbrado a que el Estado cabía en su cabeza. Podía comparar de memoria los salarios de los maestros de Jujuy, de Córdoba y de Santa Cruz. Negociaba, cara a cara, con el ministro boliviano de Energía el precio del metro cúbico de gas que importaba la Argentina. El proyecto de la propuesta argentina para el canje de la deuda en default, que hizo la Argentina en 2005, lo confeccionó Roberto Lavagna, pero Kirchner lo supervisó y lo retocó hasta último momento. Julio De Vido debía pedirle aprobación para cada licitación que emprendía su cartera (y emprendió muchas) y para resolverla al final. La política exterior no era su fuerte, pero nunca dejó en paz a los cancilleres que tuvo.
Olivos se ha convertido en una nostalgia para casi todos los kirchneristas. Kirchner amaba esas mesas políticas largas, las sobremesas interminables, el fútbol mal aprendido y peor practicado como pretexto. La famosa “mesa chica” de su gestión (Cristina Kirchner, Alberto Fernández, Carlos Zannini y, a veces, De Vido, además del propio Kirchner) nunca se rehizo. Esas discusiones, que por momentos se perdían en la improbable deducción o en rumores sobre insignificancias, le servían para recibir información o para intercambiar puntos de vista distintos. Las cosas han cambiado ahora. La Presidenta llega a su despacho por la mañana, convoca a sus ministros y les comunica, inapelable: “La decisión es ésta”. Punto. Ya no hay discusiones.
Kirchner fue un político duro; estaba seguro de que cada persona esconde una ambición o un temor. Construyó el poder hurgando en el deseo de los otros o en sus inseguridades. Nunca entendió el periodismo como una necesidad de la democracia. Prefería desafiar al periodismo, porque no le gustaba que un referente importante de los argentinos estuviera fuera de su control. El periodismo era, en última instancia, su rival en la conquista de la opinión pública.
Al poco tiempo de que comenzaran las denuncias por el arbitrario reparto de la publicidad estatal, le envié una carta pidiéndole que retirara toda la pauta publicitaria del Estado de mi programa de televisión. Me citó a la Casa de Gobierno. “¿Usted cree que yo voy a atentar contra la libertad de expresión?”, me preguntó ni bien llegué. “El poder siempre lo puede hacer, pero no me refiero a eso. Simplemente no quiero formar parte de una polémica por quién recibe plata del Estado y quién no”, le contesté. “Soy incapaz de decirle a usted que no”, zanjó Kirchner, irónico. Cumplió.
Beatriz Sarlo recordó en su reciente libro ( La audacia y el cálculo ) las veces que se paraba en el atril y me criticaba con nombre y apellido. He perdido la cuenta de las veces que lo hizo. Salvo una vez, en la que me vi obligado a contestarle, el resto de las veces preferí dejar pasar esas alusiones. Kirchner también las olvidaba rápidamente. La relación entre el periodismo y el poder, debe reconocerse, se agravó luego con su ausencia.
El último día que estuvo en la Casa de Gobierno, el viernes 7 de diciembre de 2007, me citó para despedirse. Vi un Kirchner visiblemente emocionado por su adiós a los sitios del poder. Al final de una exposición sobre su necesario ostracismo para dejar lugar a la consolidación de Cristina (promesa que nunca cumplió), verbalizó la despedida: “Nos hemos peleado demasiadas veces, pero no podrá negar que también nos hemos divertido”. No había un solo Kirchner, sino varios. El provocador y el componedor, el sentimental y el pragmático, el público y el privado.
LA NACION