Postales póstumas de Benjamin

Postales póstumas de Benjamin

Gretel Adorno y Walter Benjamin era una amistad platónica, idealizada, un coqueteo de castos.

Por Matías Serra Bradford
Cuando un coleccionista llamado Walter Benjamin le regaló un álbum de estampillas a su hijo Stefan, el niño que sería librero le dijo: “La palabra álbum es la única que para mí significa un escape, un escape hacia lo maravilloso, hacia lo que de otro modo habría que soñar”. O así lo transcribió Benjamin, cuya sensibilidad filatélica para con lo pequeño y aun lo infinitesimal se notaba en todo lo que tocaba.
La obsesión de Benjamin por lo epistolar –era un medio de vida– y por la relación entre correspondencia, geografía y fotografía, se cristalizaría en su cosecha de tarjetas postales: “Creo que obtendría numerosas percepciones acerca de mi vida futura a partir de mi colección de postales si las volviera a revisar hoy”. La correspondencia ajena, como vemos, tenía para Benjamin un valor profético (y no es improbable que la de él surta hoy un efecto similar en un lector remoto).
En otra época la carta manuscrita era parte del material, de los preparativos de un trabajo. El género epistolar tenía algo del arte del contrapunto, mediado por silencios pendulares. Y mucho antes del siglo XXI era ya una práctica con un regusto póstumo, sobre todo en aquellos que no eran ajenos a diversos modos del peligro.
El itinerario de Walter Benjamin fue una carambola de improbabilidades. Cuando se inicia el intercambio de misivas con Gretel Adorno en julio de 1930, tenía 38 años y le quedaba apenas una década por delante. La sospecha de la brevedad de la biografía parece haberle otorgado una presteza y una precisión sobrenaturales. Benjamin no perdía tiempo, o perderlo pasaba a ser parte del trabajo, como cuando vagaba por las calles de París; en la clase de estudios que emprendió era tentador caer en el hedonismo de una investigación de destino incierto. La de Benjamin y Gretel Adorno era una amistad platónica, idealizada, un coqueteo de castos. A Gretel la tutea, a su marido Theodor lo trata de usted –debe tratarse de un caso único de intensa correspondencia paralela con un matrimonio– y el filósofo de Mínima moralia devino algo más parecido a un compañero de trabajo a distancia. Los grados de confianza, y de desesperación, van variando. Discuten las relaciones con Gershom Scholem, Siegfried Kracauer, Bertolt Brecht, Max Horkheimer. Dos de los temas recurrentes son dónde publicar y dónde irse a vivir. Mudanzas, huidas y el sostén económico: el giro postal. No deja de ser insólito volver a ver a Benjamin mendigando (para poder trabajar). La pasión por París y su apremio de quedarse para terminar el Libro de los pasajes. Encuentros con su traductor Pierre Klossowski, Jean Paulhan, Charles Du Bos.
La fantasía de Benjamin de tener un nombre secreto se pone en escena. A Gretel la llamaba Felizitas, y ella le decía Detlef, que era uno de los seudónimos –Detlef Holz– que él utilizaba para publicar en diarios. (Acaso el nombre secreto de un lector resulte un anagrama de aquel que lo ha tocado con su vida y obra.) Lo que ratifica la correspondencia es el fetichismo de Benjamin por los materiales de escritura y una confianza ciega en el influjo que éstos pueden ejercer sobre la escritura misma. Creía en la letra microscópica y en los cuadernos ínfimos como en una religión. Esta piadosa liturgia, sumada al procedimiento crítico casi adivinatorio de Benjamin –no hay que olvidar su afición por la grafología y la cábala–, hacía de la lectura casi una ciencia oculta. Y marca un formidable contraste con el endiosamiento de la figura de Benjamin, doblemente incómodo porque es el endiosamiento de un lector. (Como Simone Weil y Cristina Campo, hay en Benjamin algo de alma levemente tortuosa, de prosa límpida y tendencia a la desaparición temprana, dotada de una especie de clarividencia capaz de escribir –Benjamin era ambidiestro– sobre lo que quisieran.) Hay aire en Benjamin, devoto de la Alicia de Carroll, del Babar de Jean de Brunhoff, y de Stevenson. Como su admirado Robert Walser, va hacia lo mínimo, lo invisible. Como Walser y Carroll, trastoca las jerarquías. Hay que prestar atención a los zigzagueos de una oración en Benjamin, porque a veces allí –en un recodo a medias oculto– florece el secreto de una visión que la urgencia general de su vida disimula con una modestia sintáctica no exenta de esplendor introspectivo.
La mayor sorpresa que le procuró este valioso epistolario al menos a uno de sus lectores fue descubrir una coincidencia: la posada Villa Emily, ubicada en la ciudad italiana de San Remo, en la que trabajó la ex mujer de Benjamin y que él visitaba, había sido la casa construida por el poeta Edward Lear. Es inquietante imaginar a dos miopes melancólicos de origen nórdico, necesitados de aire marino, en un mismo lugar, sólo separados por algunas caprichosas décadas. De los solitarios más extraños que produjo la debilidad por las palabras, la cortesía en ambos no cedió ante la adversidad. Poco antes de morir –como si uno viviera para alcanzar el sueño más bello del mundo– Benjamin le cuenta a Gretel un sueño que el lector, a su vez, quisiera soñar, sospechando un atajo para llegar a Benjamin. Insomne rendido, el lector se queda leyendo hasta tarde, como si esperara noticias de un ser querido atrapado detrás de líneas enemigas.
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