Peinó, robó y lo pescaron

Peinó, robó y lo pescaron

Por Daniel Balmaceda
En 1785, un suceso recurrente preocupaba al marqués de Loreto, virrey del Río de la Plata. En algunas importantes casas de la inquieta Buenos Aires estaban desapareciendo objetos de valor. Las primeras sospechas apuntaron a los pobres negros esclavos del vecindario porque existían precedentes: solía ocurrir que cada tanto un moreno robara para reunir dinero y así pagarse su libertad o la de un ser querido. Sin embargo, la teoría del negro amigo de lo ajeno comenzó a trastabillar porque los robos se sucedían en distintas casas, sin que aparentemente existiera relación entre ellas. ¿Se trataría de un grupo organizado? Las autoridades realizaron más de veinte detenciones, pero no daban con el autor o los autores de los robos.
Otro grupo sospechoso lo conformaba un puñado de jóvenes oficiales, demasiado arrogantes. Sin embargo, no había suficiente evidencia para incriminarlos, más allá de alguna acusación poco fundamentada.
El virrey dispuso que el capitán de dragones Manuel Cerrato se dedicara en forma exclusiva a resolver el caso del ladrón del vecindario. El capitán detective dedujo que se trataba de un delincuente serial. Cerrato estaba convencido de que el sujeto vivía en Buenos Aires y conocía los secretos de los vecinos, ya que en la mayoría de los casos se dirigía directamente a su botín, sin que ningún otro ambiente fuera violado.
Tenía que encontrar un nexo común a todos los damnificados. Luego de recorrer algunas casas, indagando acerca de las personas que las frecuentaban, apareció el denominador común: el hombre que había logrado preocupar a todos se llamaba monsieur Jean Antoine Levant y era el peluquero más importante de Buenos Aires.
Había llegado de Francia y aseguraba que provenía de una familia aristocrática venida a menos. Levant era muy querido no sólo por su capacidad con las tijeras y los peines, sino porque daba charlas muy cultas a sus clientes y clientas mientras se ocupaba de sus pelucas y sus cabezas. Incluso, para amenizar el tiempo de secado de pelo solía deleitarlos con lecturas de libros que llevaba de su propia biblioteca. Sus pomadas y perfumes eran muy requeridos. En aquel tiempo, los peluqueros sólo atendían en las casas de sus clientes, por lo tanto, Levant conocía las salas, los cuartos y, por supuesto, los secretos de las familias. En muchos casos, el francés oficiaba de Cupido: llevaba y traía cartas de novios a señoritas un tanto vigiladas.
Acorralado por Cerrato, Levant confesó, devolvió lo robado en varias casas y esperó el veredicto de la justicia. En la sala del Cabildo se discutió si había que deportarlo a Carmen de Patagones, a las Islas Malvinas o a Cartagena, en España. Se optó por España.
Pero antes de enviarlo le dieron un castigo ejemplar: lo pasearon en un burro -las manos del ladrón estaban atadas en su espalda- por las calles de la ciudad, acompañado de un pregonero que anunciaba sus delitos. Los vecinos lo insultaron un largo rato. El exquisito peluquero de Buenos Aires fue despachado en el primer barco disponible.
LA NACION
Foto: Diego Parés