“Todas las borracheras son tristes”

“Todas las borracheras son tristes”

En el mundillo del vino y los cocineros profesionales hay un pensamiento unánime: Pedro Rosell elabora los mejores espumantes del país y es un hombre encantador. Ingeniero agrónomo, docente de la cátedra de química orgánica, biológica y análisis sensorial de los alimentos durante muchos años en la Universidad de Mendoza, su precisión y simpleza para explicar las fases en la elaboración de un vino son comparables al don para el relato y la preparación de empanadas, macarrons y otros platos. Parte de su ABC didáctico para quienes no conocen mucho de vinos, es explicar que champagne es el nombre de una región de Francia y sólo los espumantes elaborados allí pueden llamarse así.

–¿Qué tiene de especial un espumante a diferencia de un vino?
–El espumante tiene burbujas y espuma lo que lo hace festivo. Además, si se está haciendo dieta, engorda menos. Los vinos engordan según su graduación alcohólica, más allá de si son blancos o tintos. Puede haber algún tinto que tenga 12,5 grados, como un espumante, pero si tiene 15 o 16 grados, engorda mucho más. Algunos dicen que la borrachera del espumante es mejor, pero todas las borracheras son tristes, no existe la buena borrachera. Sí es cierto que para emborracharse con espumante hay que tomar mucho porque se absorbe más lentamente que el vino.
–Se comenta en Mendoza que usted es también un gran cocinero, ¿dónde aprendió a cocinar?
–Algunas recetas las aprendí de una mujer con una historia muy particular. Eugenio Bustos, un colonizador del centro sur de Mendoza que vivía en tierra de indios, mandó a su hijo a Perú donde presenció el remate de una familia de esclavos. Compraron a la madre y al padre, pero la hija pequeña quedó allí, sola. El hijo de Bustos se compadeció, la compró, la trajo y la sumó a su personal como persona libre. Fue una criada que vivió muy bien, la patrona le regaló una casa en La Consulta cuando se jubiló. Se llamaba María Miranda, Maruja. Cocinaba muy bien y ya jubilada, cuando queríamos comer algo especial, había que ir a buscarla 140 kilómetros y después llevarla, y no dejaba que nadie entrara a la cocina. Yo aprendí su receta de las empanadas de espiarla desde la ventana.
–¿Qué fue lo último que cocinó?
–En una semana se casa la última de mis hijas, la enóloga, y yo preparé más de 200 macarrons. Hice 400 tapas de frutilla, frambuesa, limón, naranja, pistacho, avellanas y unos especiales de coco con un relleno de ananá y ron que va a armonizar muy bien.
–Si no hubiera sido enólogo, ¿qué hubiera querido ser?
–Músico. Estudié piano, pero mi padre no quiso que siguiera porque decía que los artistas eran todos degenerados y temía que dejara el colegio. Tocaba música clásica, aún hoy tengo un piano pero ahora lo toco con Blem y una gamuza.
–¿Qué vinos le han resultado inolvidables?
–De afuera, me impactó un champagne de Krug, el sauterne de Château d’Yquem, un Tocai de Hungría, un Riesling muy antiguo de Alemania. Y los tintos me gustan los argentinos más que los europeos.
TIEMPO ARGENTINO