Reflexiones de un anfitrión

Reflexiones de un anfitrión

Por Ariel Pennisi
Para Grimod de la Reynière, saber vivir significa saber actuar en la mesa. Goloso, pícaro y gentil al mismo tiempo, algo así como un impostor sin maldad, doctor en lo que huye a la institución, este anfitrión de la Francia posrevolucionaria se valió de la tradición contra el status quo de su momento histórico. La nueva burguesía acomodada se encontraba en condiciones de disfrutar económicamente de aquello que en términos más bien lúdicos desconocía; accedía, digamos, a las distintas vertientes del lujo -nombre, por otra parte, nada lujoso-, sin detenerse en los gradientes sensibles disponibles. Lejos de abocarse al ejercicio de la propia medida o de instruirse sobre las virtudes de la gastronomía, esa burguesía pujante podía sustentar mesas fastuosas sin lograr componer escenas gozosas. Pudientes poco potentes, diría un filósofo malicioso. Grimod tenía también algo para decirles, un aforismo que impactaba directamente sobre la condición gregaria de los principales actores del capitalismo incipiente: “Es más fácil amasar rápidamente una inmensa fortuna que saber disfrutarla”.
El contraste entre el momento histórico benévolo para la cocina -gracias a la abundancia y calidad de los productos- y los nuevos comensales con capacidad adquisitiva ansiosa impulsó al anfitrión (Grimod de la Reynière) a escribir la cocina, dar forma a ese registro relegado de lo cotidiano para hacer visible la virtud comprometida en la gastronomía, la afirmación del savoir vivre. Y sobre este punto, Grimod supo apropiarse de una sentencia de Beaumarchais: “El saber vivir vale más que el saber a secas”.
El “saber a secas” tiene algo de muerto, del mismo modo que el “vivir a secas” supone cierta veladura y hasta negación de las complejidades. En ese sentido, el sabiondo y el considerado ignorante forman parte de la misma lógica, ya que el “saber a secas” y el “vivir a secas” presentan de dos maneras diferentes las mismas dificultades respecto del savoir vivre, dado que desconocen la tensión inherente a la frase compuesta y, consecuentemente, no reparan en la relación irreductible de esos términos. ¿Habría algo más importante que aventurarse en ese saber abierto o procurar no ignorar que la supuestamente simple “vida a secas” termina por volverse oscura cuando menos lo esperamos?
Para el libertino autor de Manual de anfitriones y guía de golosos, entre la cocina y los límites de la mesa se concentran en gran medida los ejercicios del saber vivir, donde el goce colectivo y la individualidad burguesa brindan con un vino económico y de nobleza probada. Todo un escenario de época, con sus miserias a cuestas y el anticipo de una tensión venidera. Ironías mediante y a partir de un cinismo bien afilado, Grimod no dejó de entrenarse como singular atleta-goloso o anfitrión para habitar la intersección entre lo cotidiano y lo excepcional, el extrañamiento entre el saber y la vida.

EL TEATRO DE VIDA COTIDIANA
El anfitrión no pone la mesa, la crea como una escena incrustada en la vida cotidiana, una mesa que contiene el hecho de tener que comer de todos los días y, al mismo tiempo, abre dimensiones que tenderían a alejarse de lo cotidiano si no tendieran, gracias a su gestión, a repetirse alegremente.
El anfitrión ubica a los invitados estratégicamente, los vuelve por un instante marionetas de su obra improvisada. Primero los ablanda con aperitivos para predisponerlos a la ingesta, los trata demasiado bien para conducirlos. Los confiados convidados son también sus animales de engorde; de a momentos parecen sus doncellas, cuando sus almas se enternecen y a cambio de una mínima transacción culinaria se entregan al primer gesto.
La mesa es el monstruo creado por un científico de los lazos sociales; una criatura de varias cabezas con posibilidades de anexar siempre una cabeza más y, por lo tanto, una nueva boca: “A nadie se le niega un plato de comida”.
El anfitrión es director de su obra, tanto como creador de esa monstruosidad social y alimentaria que es la mesa; hasta se deja deglutir y también es comensal. Su vanidad recuerda al orgullo de Carmelo Bene quien, según Deleuze, ocupa todas las posiciones en su teatro sin imponer su presencia e incluso borrándose para que la situación tenga lugar. Sin embargo, el anfitrión es un improvisador, en la medida en que se deja afectar por la mesa misma.
El arte del anfitrión -siempre y cuando aceptemos deformar la idea de deformación de Carmelo Bene- consistiría en capturar a los comensales en el punto del estereotipo que dejan ver para orientarlos hacia una disposición deformante. De la forma estereotipo a la deformación propiciada por el encuentro, que a su vez auspicia nuevas formas posibles. Por ejemplo, el insoportable es invitado a sentarse junto a la sarcástica y, consecuentemente, a soportarla; por su parte, la señorita sarcasmo se las verá con un psicoanalista silencioso cuya suspicacia, hasta el momento imaginaria, no deja de amenazarla (incluso parece observar a ambos, el insoportable y la sarcástica, como en una terapia de pareja. pero claro, la mesa no es un diván). Entretanto, el glotón, que no emite sino los sonidos de sus masticaciones, prueba su pudor frente a un personaje tan tímido como lento al comer, bastante empeñado observador.
Una mesa puede desembocar en un teatro de marionetas cuyos hilos, sostenidos por la hipocresía, amplifican las miserias de la sociabilidad, o bien transformarse en un teatro improvisado, hecho de gestos deformantes, de buenos modales ironizados, de ruidos, rumores, cuchicheos y diálogos de gestos.
Siempre hay una próxima comida. Y la próxima mesa contará con nuevos comensales. El anfitrión se dispensará de invitar a buena parte de los anteriores y propiciará las condiciones para que una variación tenga lugar o incluso continúe las variaciones de la velada ya pasada, como en una gran memoria alimentaria que va de la mesa al mundo y del mundo a la mesa.
Por un lado, los límites de la mesa, claramente excesivos para sus contornos de mobiliario, definen un borde móvil que dibuja las relaciones según capacidades de relación de los cuerpos. Pero también un límite moral se repite en las mejores casas: “No se habla con la boca llena”. En cuanto al borde afectivo, el anfitrión se encargará de expandirlo como alimento para el espíritu, mientras los dichos morales serán estratégicamente bañados por la nobleza de un corpulento vino tinto. El anfitrión es también un corruptor.
LA NACION