La fe que no se reza

La fe que no se reza

Hay una fe que no se reza: se sostiene.
No nace del milagro, sino de la intemperie.
La verdadera fe —si aún puede pronunciarse esa palabra sin temblar— no pertenece a los templos ni a los credos, sino a quienes, habiéndolo perdido todo, siguen levantándose cada mañana.

Dudar no destruye la fe; la depura.
Solo quien ha visto derrumbarse todas las certezas puede creer sin ilusión. Hay un punto en que la esperanza ya no sirve, y sin embargo algo, un resto de fuego en el pecho, se niega a extinguirse. No es consuelo ni promesa: es fidelidad a la vida misma.

Creer, cuando ya no hay razones para creer, es un gesto de libertad. Una forma silenciosa de rebelión contra el sinsentido. No se trata de esperar un milagro, sino de negarse a que el vacío tenga la última palabra.

En tiempos donde la fe se mide en exhibiciones y la esperanza se vende en cuotas, tal vez la única fe digna sea la que se guarda en silencio. La que no se predica, ni se ostenta, ni busca convencer. La que apenas resiste, como una vela encendida contra el ruido.

Porque no toda luz necesita un dios para arder.

La dignidad de seguir creyendo

La fe, entendida así, no es una doctrina: es una actitud ante el mundo. Es la negativa a entregar el alma al desencanto. En una época que confunde inteligencia con desconfianza y lucidez con ironía, sostener una pequeña llama interior es casi un acto de insumisión.

La fe no se opone al pensamiento: lo acompaña. Es el hilo que permite seguir pensando cuando ya no quedan razones. No exige certezas, solo una disposición a no ceder ante el cinismo. Porque el cinismo es cómodo: protege, pero también congela. La fe, en cambio, arriesga; se mantiene vulnerable.

Creer en la bondad humana, aun después de haberla visto traicionar su propio nombre, es una forma de dignidad. No porque el mundo la merezca, sino porque uno elige no volverse piedra. La fe que no se reza es una fidelidad a lo humano, incluso cuando lo humano decepciona.

Esa fe —silenciosa, obstinada, sin dogma— no busca salvarnos del dolor, sino impedir que el dolor nos vuelva ciegos. Es la fe de quien, sabiendo que todo es frágil, sigue cuidando. De quien, rodeado de ruido, enciende igual una vela, sin esperar milagros, pero tampoco renunciar a la luz.

Y tal vez, en ese gesto mínimo —una llama sostenida en la oscuridad— se oculte lo sagrado: no como promesa de salvación, sino como una presencia que respira con nosotros en la penumbra. No es necesario creer en santos para sentirla; basta con no apagar la vela.

 

Carlos Felice