El libro ilegible

El libro ilegible

En una biblioteca de New Haven, bajo la custodia de Yale, reposa un volumen que nadie ha logrado leer. Es el llamado Manuscrito Voynich, compuesto en la primera mitad del siglo XV. Consta de dibujos de plantas inexistentes, mujeres desnudas en canales imposibles y constelaciones que ningún astrónomo ha identificado. Lo más enigmático, sin embargo, no son las imágenes, sino el texto que las acompaña: una escritura que fluye con la naturalidad de una lengua verdadera y que, sin embargo, no pertenece a ninguna lengua conocida.
La regularidad estadística del manuscrito sugiere un idioma humano. Su ilegibilidad, en cambio, lo acerca al terreno de lo sobrenatural. Entre esas dos certezas —la naturalidad y la incomprensión— se juega su misterio.
He pensado a menudo que el Voynich es menos un libro que un espejo. Cada generación ha visto en él lo que buscaba: unos, un tratado alquímico; otros, un herbario medicinal; otros más, la obra de un embaucador hábil. Los místicos lo atribuyen al demonio, los crédulos a visitantes de otras estrellas, los eruditos a un monje o a un alquimista que quiso proteger sus secretos. Ninguna hipótesis ha prevalecido; todas, en cambio, han añadido capítulos a la historia del enigma.
Tal vez la verdad sea más inquietante: que el Manuscrito Voynich fue escrito para no ser leído. En ese caso, no sería un fraude, sino algo más profundo: una metáfora material del lenguaje. Un texto que confirma que las palabras no significan por sí mismas, sino por el acuerdo tácito de los hombres. Si ese acuerdo se rompe, toda lengua es incomprensible; todo texto, ilegible.
En una página perdida de la Crónica universal y particular de Alfonso de Palencia se afirma que los ángeles hablan en una lengua que no tiene correlato en la nuestra. Quizá el Voynich sea un eco degradado de ese idioma imposible. O quizá —como los laberintos, los espejos y los tigres de los sueños— sea una invención deliberada, destinada a recordarnos que la escritura puede existir sin destinatario.
Los hombres lo han descifrado con máquinas, con paciencia monástica y con algoritmos. El libro ha resistido todas las tentativas. Es posible que resista para siempre. Si así fuera, el Manuscrito Voynich habrá cumplido su destino: recordarnos que también el silencio puede escribirse.
Notas
1.El erudito húngaro László Szentmiklósi sostuvo en 1723 que el manuscrito no era un libro, sino “una liturgia escrita para ser ilegible, espejo del Verbo divino, que los hombres sólo pueden intuir” (De Sacris Codicibus, Viena, imprenta de Schenker, 1723). Nadie ha vuelto a ver ese tratado, y algunos filólogos dudan de que haya existido.
Carlos Felice