Napoleón: la sombra que no se apaga

Napoleón: la sombra que no se apaga

La historia de Napoleón revela algo más que batallas: expone nuestra fascinación por líderes que parecen más grandes que el tiempo.

Hace más de dos siglos, un hombre nacido en una isla periférica del Mediterráneo logró convertirse en emperador de Francia y poner de rodillas a Europa. Su nombre era Napoleón Bonaparte, y su figura atravesó la historia como un relámpago: brillante, deslumbrante, devastador.

No hablamos de Napoleón por nostalgia: hablamos de él porque su sombra sigue cayendo como una tormenta sobre quienes buscan un cielo despejado demasiado rápido.

Dicen que en Austerlitz, en 1805, el sol salió distinto. La niebla cubría el campo de batalla cuando de pronto se abrió el cielo. Napoleón fingió debilidad en su centro y, cuando austríacos y rusos cayeron en la trampa, lanzó el golpe que lo convirtió en mito: un ejército menor que vencía a la coalición más poderosa de Europa. Ese día no sólo ganó una batalla: se coronó como dueño del destino continental.

Un año más tarde, en Jena, le tocó el turno a Prusia. Un ejército rígido, formado en tradiciones viejas, fue barrido por la velocidad de su maniobra. Napoleón no combatía contra soldados: combatía contra siglos de costumbre militar. Y los derrumbó en semanas.

Pero cada victoria es también el comienzo de un límite. En España descubrió que se puede derrotar ejércitos y, sin embargo, no doblegar a un pueblo. Y en Rusia la historia se volvió hielo: Moscú en llamas, soldados franceses cayendo de frío más que por las balas, la retirada bajo la nieve interminable. Allí el emperador que parecía invencible se encontró con lo único que no podía controlar: la realidad.

Después vino Waterloo, la última derrota, y el exilio a una isla perdida en el Atlántico. Allí murió en 1821, lejos de los campos de batalla que lo habían hecho temible. Pero su figura no terminó allí. Napoleón quedó como símbolo de lo que ocurre cuando un líder logra que millones crean que su voluntad es la de la historia misma.

Hablar de Napoleón hoy no es arqueología: es hablar de nosotros. Es preguntarnos por qué seguimos fascinados por hombres que prometen certezas totales, victorias rápidas, destinos grandiosos. Cambian los rostros, cambian las banderas, pero la sombra es la misma.

Porque la verdadera lección de Napoleón no está en sus victorias, sino en su caída. Aun el hombre más poderoso descubre, tarde o temprano, que hay un adversario invencible: el tiempo.

Ningún hombre vence al tiempo.

 

Carlos Felice