23 Oct Los veinte años de Messi en la cima: el pibe que se hizo hombre y que nos hizo felices como ningún otro
El más ganador de la historia y el más grande de todos los tiempos.
Un caso único en el fútbol.
Messi entra en lugar de Deco en el partido con el Espanyol en 2004. (Foto: Gentileza Mundo Deportivo)
Pasaron 20 años y monedas desde un día cualquiera, pongamos el 16 de octubre de 2004. Y ubiquemos ese día en un lugar del mapa donde ese episodio, entonces apenas anecdótico y para la intimidad del álbum familiar, pasaría a ser el Mojón Cero de una leyenda planetaria. Ocurrió, quizá no casualmente, en Catalunya, tierra enamorada de la autonomía, marca registrada de la rebeldía catalana. Un simple partido de fútbol, un clásico menor, doméstico, pero que dirime orgullos que vienen de la cuna, entre el Barça y el Espanyol de la ciudad Condal.
En el estadio Olímpico de Montjuïc se jugaba la séptima fecha de la Liga española: su primer partido oficial en primera división. Apenas 8 minutos estuvo en la cancha con los colores de su Barcelona, segunda patria, segunda tierra, primer hogar futbolero, futura comarca de ingratitudes y deslealtades. El técnico holandés Frank Rijkaard lo lanzó al campo, quizá para que empezara a recorrer el largo camino entre los sueños de la infancia y la prepotencia de la realidad.
La casaca y los pantalones parecían holgados para ese flacucho con el número 30 en la espalda. Mucha tela y poco cuerpo. Era imposible saber entonces que le sobraba corazón y ya incubaba un talento ciclópeo que quedaría chico ante cualquier talle que usara de ahí en más. Tenía el pasaporte al Olimpo ya sellado. Así empezaría todo, contarán algún día los revisionistas de las efemérides deportivas más colosales de la historia.
Gardel hubiese dicho -más que decirlo, lo cantó como los dioses- que en el siglo XX naciente “veinte años no es nada”. En el país de las frentes marchitas, donde siempre se está volviendo y siempre se está empezando, no desde cero, sino desde menos cero, hubo un duende que no volvería. Y no lo haría para renegar de sus genes argentinos: él fue uno de los tantos que se construyó a sí mismo fronteras afuera, pero siempre espiando de reojo las cuestiones de su familia, su gente, su país. Es probable que ni siquiera él sabría lo que estaba haciendo. O al menos lo que haría: imposible que alguien predijera entonces que había un genio en esa lámpara que alguna vez alguien se animaría a destapar. Hasta que él mismo lo haría, una y otra vez. Y otra más.
Desde entonces, gobernarían en su país Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri, Alberto Fernández y Javier Milei. No le rindió pleitesía a ninguno ni se casó políticamente con nadie de ellos. A lo sumo, mucho tiempo después, alguna vez cumplió un protocolo inevitable. Y en otra, con algo de diestro torero y mucho de crack inoxidable, haría un fenomenal ¡ooooleeee! al pie de un avión y escondería ese trofeo que tanto había soñado y que tanto ambicionaban la política y los políticos. Todos lo necesitaron, pero él no necesitó a ninguno de ellos.
Poco después de ese día de octubre de dos décadas atrás, el fuego, la desidia y la negligencia, se convertían en la tumba de un montón de pibes, algunos de sólo17 años, como él, aquel 16 de octubre: en Cromañón ardió mucho más que un boliche bailable. Hubo 194 muertos, casi 1.500 heridos. Un desastre. Ese pibe se enteró por los diarios. Sobre todo leía, o le contaban, las hazañas deportivas de Manu Ginóbili en básquet y de Luciana Aymar con Las Leonas en el hockey. ¿Habrá soñado con tanta gloria?
La inflación ya venía siendo una montaña rusa que trituraba ahorros y sueños de la sociedad. Heridas que no cierran y sangran todavía: en 2004, cuando él pisaba la gramilla del Olímpico de Montjuic, era de 6,1% y en 2023, llegaría al 211,14%. La pobreza se convertiría en una enfermedad sin cura como esos tumores malignos que no paran de crecer: en 2004, tres años después de que el país implosionara en el peor de los estallidos, se estacionaba en el 44,7% de la población; quizá sus pies habían volado hacia tierras catalanas para no quedar preso en la telaraña de esas estadísticas que amenazaban a su estirpe familiar de los arrabales rosarinos.
En 2024, cuando nadie de los suyos de acá a vaya saber cuántas generaciones tendrá que pensar en privaciones a futuro, la pobreza trepa hasta el 52,9% de los argentinos. Sin embargo, él, que siempre supo dónde estaba parado, pensaría en el espanto de semejante porcentaje. En la pandemia, a través de su Fundación, donó 30 respiradores a la ciudad de Rosario, cuando la muerte devastada con cientos de pérdidas cotidianas a su ciudad y a su país. La burocracia criolla dijo que había “papeles mal presentados” y su solidaridad quedó inutilizada en algún galpón donde se amontonan sueños y promesas argentinas incumplidas. En tanto, el dólar se multiplicaba a la velocidad de la luz: el 31 de diciembre de 2004 cotizaba a $ 2,99. Y hoy, dos décadas después, anda entre la franja de $ 1.100 y $ 1.200. Se multiplicó quizá como su propia fortuna.
Hace 20 años, la tradicional plataforma de Clarín papel compartía su espacio con las ediciones digitales desde hacía ocho años. El e-mail era la última frontera de la avanzada tecnológica. No había llegado WhatsApp. No se conocían Twitter ni Tik Tok. Y Facebook recién se presentaba en sociedad. La inteligencia era un don ajeno o propio, nunca artificial. No había un Papa argentino. Una cabra era ese animalito que, en la imaginación literaria, pastoreaba en las praderas de Heidi y su abuelo, bajo inspiración de la escritora Johanna Spyri. En la realidad era sólo un animal de montaña, muy requerido por sus quesos ya menudo para disfrutar sus carnes, esos cabritos al asador en las serranías de Córdoba y San Luis. Nadie creería que su nombre en inglés (goat) terminaría siendo una denominación de origen para aquel pibe del 16 de octubre de 2004: GOAT (Greatest Of All Times, el mejor de todos los tiempos).
Tanto fútbol, tanta gloria, generarían la contracara de la admiración universal: un pequeño, pero ruidoso, club de haters (odiadores) que se auparon a sus fracasos, que los tuvo y en serie, con la camiseta que más quiso ponerse siempre. La de su país, la de su lengua, que pese a esas dos décadas vividas allá no tomó ni un pizca de tono castizo ni giros del “español de España”. Siguió hablando “en rosarino”. Mejor: casi en el “rosarigasino” del Negro Olmedo.
En España, esos haters se agruparon en El Chiringuito, un programa de la TV local hecho a la medida del Florentino Pérez, el hiper millonario presidente del Real Madrid, que no deja de sangrar por los 26 goles que ya desde chiquilín le hizo este personaje a la Casa Blanca del fútbol. Don Florentino los ha sufrido casi siempre en silencio, no como sus devastados perritos falderos Edu Aguirre, Tomás Roncero y José Luis Sánchez, quienes debieron poner la cara. Y quizá no sólo eso.
Algunas conocidas malas copias se multiplicaron en estas tierras. Más aún; hay quienes ni siquiera se rinden ahora. La semana pasada un impertinente al micrófono confundió una crítica con un papelón. Y se fue solito al rincón del ridículo. Cuando un cronista anunciaba que nuestro personaje volvía jugar en el país después de 330 días, lo corrigió al aire: “Nosotros decimos que viene al país un gran vendedor de tickets y un ex jugador de fútbol”. Caramba. ¿Quién será entonces el que usurpa su nombre y bate un récord detrás de otro?
Veinte años. Aquel pibe se hizo hombre. Jovencísimo para disfrutar la vida, maduro para el fútbol y, sin embargo, conserva la misma ansiedad para saltar a los campos que aquel 16 de octubre de 2004. En todo este tiempo, el fútbol argentino perdió a Maradona (su ídolo desde chico) y al Flaco Menotti, un faro de sabiduría que disfrutaba viéndolo jugar. El país despidió a luminarias universales como él, en otras disciplinas: el Negro Fontanarrosa (2007); Mercedes Sosa (2009); María Elena Walsh (2011); los Luthiers Daniel Rabinovich (2015) y Marcos Mundstock (2020); y a Quino (2020), el papá de Mafalda.
Cuando él debutó en primera, su “salita azul” de la Selección, esos purretes que no pueden creer aún que juegan a su lado, eran bebotes: Nico Paz había nacido hacía un mes; Garnacho, hacía 3 meses; Enzo Fernández y Thiago Almada, tenían 3 años y Julián Álvarez sólo 4.
Leo Messi levanta la copa del mundo en el estadio Lusail, en Qatar. Foto: Fernando de la Orden
Jorge Valdano, que sabe del fútbol y de la vida, lo definió mejor que nadie: “Nació genio y se convirtió en sabio”. Ya ha ganado más de un centenar de trofeos, individuales y colectivos, todos relevantes, unos más que otros. Nadie hizo tanto. Nadie llegó a tanto. Nadie nos hizo tan felices como en aquel 18 de diciembre de 2022. Es el más ganador de la historia. Y el más amado, desde los majestuosos complejos urbanos de las grandes ciudades hasta los andurriales más remotos de los países empobrecidos. Viene de marcar dos hat-trick en cinco días en partidos oficiales. ¿Qué no lo hemos nombrado en toda la nota? ¿Alguien cree que es necesario decir de quién se trata?