Envejecer sin ser desechado

Envejecer sin ser desechado

Envejecer, alguna vez símbolo de sabiduría y experiencia, parece hoy una especie de accidente social que muchos prefieren ignorar. Hemos construido una civilización que idolatra la velocidad, el rendimiento, la juventud. Pero el cuerpo humano no está hecho para durar en estado de eterno esplendor. Está hecho para vivir. Y vivir incluye envejecer, cambiar, decantar. No se trata de romantizar la vejez, sino de reconocerla como una etapa legítima, humana, valiosa. Y eso, en tiempos donde todo lo que no es útil es descartable, se ha vuelto casi revolucionario.

 

Desde mi lugar como sanitarista, he sido testigo de cómo el sistema de salud muchas veces se obsesiona con prolongar la vida sin preguntarse cómo se vive. Agrega años, pero no siempre sentido. Médicos que recetan, enfermeros que controlan signos vitales, camas ocupadas por cuerpos prolongados que ya no esperan nada. Nos hemos entrenado para combatir la muerte, pero no para acompañar la vida cuando empieza a doler, cuando se vuelve lenta, silenciosa, olvidada. El envejecimiento, más que una cuestión biológica, se ha transformado en una cuestión política, cultural y hasta filosófica: ¿Qué lugar le damos al tiempo que ya no produce? ¿A quiénes ya no rinden?

El Adulto Mayor no necesita lástima, ni elogios vacíos. Necesita presencia, dignidad, palabra. No hablo de un enfoque gerontológico técnico, hablo de una mirada profundamente humana que recupere el valor del tiempo vivido. No podemos seguir delegando el acompañamiento de la última etapa de la vida a estructuras desbordadas o a familiares agotados. Envejecer debería ser una forma de ser en el mundo, no un trámite. No es una falla del sistema, es la prueba moral del sistema.

 

El cine —a veces con más lucidez que la política— ha sabido señalar estas tensiones. La Sustancia (2023), dirigida por Coralie Fargeat, es una alegoría tan provocadora como dolorosa sobre el culto a la juventud y la condena social de envejecer. La película nos sumerge en un universo donde una sustancia permite regenerar el cuerpo, rejuvenecerlo, reemplazar lo viejo por una versión más joven, más atractiva, más “útil”. Pero el precio es monstruoso: lo viejo debe morir. La metáfora es brutal, pero no exagerada. Vivimos en un mundo que disfraza esa misma lógica con promesas de cremas, cirugías, filtros y suplementos, pero que en el fondo comparte esa misma idea: lo joven vale más, lo viejo molesta.

 

Detrás de esa historia de horror corporal hay una denuncia profunda:

¿Cuánto tiempo más vamos a tolerar un modelo de sociedad que convierte a los cuerpos en descartables y a las personas mayores en residuos de su versión pasada? La película no propone una solución, pero sí plantea la pregunta clave:

¿Hasta qué punto estamos dispuestos a ir por sostener la ilusión de una juventud eterna?

 

Desde la filosofía, muchos han abordado este dilema con más profundidad que la industria de la salud. Entre ellos, Byung-Chul Han, uno de los pensadores contemporáneos más lúcidos, sostiene que vivimos en una “sociedad del rendimiento” que empuja a las personas a explotarse a sí mismas en nombre de la eficiencia. Y cuando ya no pueden, simplemente son excluidas del relato. En esa lógica, la vejez representa todo lo que el sistema rechaza: lentitud, fragilidad, pausa, silencio. La experiencia, la contemplación, la memoria —virtudes propias del tiempo acumulado han perdido valor de mercado. Y sin valor de mercado, nada parece merecer existencia.

 

Pero Han también habla de la necesidad de una “revolución de la lentitud”. Tal vez ahí está la clave: no se trata de adaptarse al mundo veloz, sino de recuperar el derecho a un tiempo propio. La vejez como tiempo no productivo, sino contemplativo. Como tiempo no funcional, pero sí profundo. Y en ese sentido, el sistema de salud no puede seguir funcionando como una fábrica de soluciones rápidas. Debe transformarse en un tejido de cuidado, de acompañamiento, de escucha. No solo para curar cuerpos, sino para sostener personas.

 

Envejecer, en definitiva, no es un problema clínico. Es un espejo que nos devuelve una imagen incómoda: la de una sociedad que valora el tener por encima del ser, y la imagen por encima del significado. Pero también es una oportunidad. Una oportunidad para volver a preguntarnos qué entendemos por dignidad, qué tipo de vínculos queremos sostener, qué huella dejamos.

 

En lo personal, no creo que el futuro se juegue solo en laboratorios o algoritmos. El futuro también se juega en cómo tratamos a nuestros mayores hoy. En si somos capaces de construir políticas públicas que no solo piensen en la supervivencia, sino en la plenitud. En si reconocemos que una sociedad que honra a sus viejos no es nostálgica: es sabia.

 

Después de todo hay sabiduría en esa frase  bestial  de nuestra  serie nacional “El Eternauta”: Lo viejo todavía funciona.

Tal vez, lo que más necesitamos, no es una nueva fórmula contra el envejecimiento. Lo que más necesitamos… es dejar de temerle.

 

Carlos Felice