29 Apr El Scrabble y sus metáforas
Por María Moreno
El 9 de enero fue el aniversario del nacimiento de Rodolfo Walsh; salvo la agencia Télam, las resonancias fueron nulas en honor a la tradicional preferencia por evocarlo en la fecha de su secuestro y muerte. Para corregir un poco ese semiolvido y, en honor al día en que todo estaba por jugarse (el de su nacimiento, allá en Lamarque, Río Negro), me gustaría evocarlo jugando. Cuenta Lilia Ferreyra: “Cuando estábamos en la clandestinidad y no podíamos salir de noche jugábamos al Scrabble y al Go. Después de varias partidas, en promedio, yo había ganado más veces al Scrabble y él al Go, entonces él decía: acá hay algo que no está bien, porque vos sos muy orientada, te manejás bien en los territorios y el Go es un juego de territorios, entonces vos me tendrías que ganar a mí al Go pero, en cambio, me ganás al Scrabble cuando se supone es el lenguaje lo que yo domino. Entonces se puso a investigar hasta que descubrió que el valor de las letras en el Scrabble estaba puesto de acuerdo a la frecuencia en el idioma inglés. Una i griega, que es muy poco frecuente en el idioma español, en inglés es muy frecuente, por lo tanto vale poco. Entonces, si bien él solía encontrar palabras más imaginativas que las que yo podía encontrar, al llegar al valor, yo había conseguido más puntos. ¿Qué hizo entonces? Agarró ficha por ficha del juego y con una gilette le borró el valor que tenía y, de acuerdo a las tablas que tenía de la frecuencia de las letras en el idioma español, le puso un nuevo valor. Hizo una traducción del inglés al español de las fichas del Scrabble. Pero su perplejidad de todas maneras se mantuvo porque más allá de estos cambios yo, en promedio, le seguí ganando al Scrabble y él, en promedio, me siguió ganando al Go.” Lilia Ferreyra dice que en esa casa de San Vicente que habían elegido siguiendo el mapa de las aguas de la provincia de Buenos Aires -primero estuvo ese rancho en el Tigre que un cartel desenterrado años más tarde de la desaparición del inquilino, resultó ser que se llamaba Liberación- junto al huerto de lechugas planificadas mediante rigurosos manuales “estratégicos”, tras las cortinas corridas sobre las noches del sur había lugar para que dos perseguidos le pidieran permiso a la revolución para jugar juegos en donde los adversarios, sin dejar de competir, estaban enamorados. Ella ganaba al Scrabble, allí donde pesaban las palabras, a pesar de que las palabras serían dominio de él, no por ese saber femenino de que el amante, vencido de antemano en el juego del amor, o mejor, rendido, no jugará haciendo gala de la plenitud de sus estrategias, sino como un tributo a él que le había mostrado el brillo de las palabras, una prueba de lo que ella había aprendido sin él pero sin que él falte. Y él perderá porque ningún enamorado puede dominar las fuerzas oscuras para sí mismo que hacen que no pueda quitarle un trofeo a quien, por no ser uno, él nunca logra conquistar sino provisoriamente. Lilia Ferreyra suele contar hecha una risa cómo Rodolfo Walsh, inteligente lector de Clausewitz y de los manuales de guerra de guerrillas, filodetective y criptógrafo, héroe de la investigación con mapas y matemas, solía perderse cuando, machete en mano, desmalezaba los fondos de su casa en el Tigre: no había investido a Lilia con el saber de los territorios (“vos sos muy orientada, te manejás bien en los territorios”) por una tarea militante que los privilegiaba sino como una virtud personal luego de esos loteos íntimos en donde los enamorados se reparten los dones de un mundo del que suelen apartarse aun buscando transformarlo. La voz de Lilia, cuando narra su vida con Rodolfo Walsh, se aparta de la inflexión angustiada del testimonio, tantea la metáfora, planifica los silencios, sabe que los historiadores positivistas suelen aferrarse a una verdad fáctica que se desea escueta en las gateras del realismo cuando sólo el rodeo por el lenguaje, su puesta en límite de las figuras retóricas, puede apenas transmitir una experiencia que ninguna ilusión de transparencia realista logrará volver menos opaca. Con esa voz el testimonio gana su libertad fuera de los tribunales para contar desde el sobreviviente no el tamaño de lo que le fue arrancado sino todo lo que “ese hombre” fue antes de ser alcanzado. Cuando Lilia cuenta, usa el símbolo y el mito con lo cual lo narrado se vuelve inteligible a una elaboración que descree de la mímesis ramplona entre lo vivido y lo dicho. En el fascinante libro de Philippe Mesnard, Testimonio en resistencia, proliferan los testimonios escritos y orales sobre las altas chimeneas que escupían llamaradas y coloreaban el cielo de los campos de concentración nazis mientras el olor dulzón de la carne quemada quedaba retenido para siempre en la memoria de los testigos horrorizados. Pero las chimeneas no escupían fuego -los hornos del Topf de Erfurt instalados en Auschwitz eran fumívoros-, las llamas son metáforas que introducen en la realidad una distancia que facilita su comprensión porque lo que el testimonio transmite -dice Mesnard- no es el conocimiento del mundo real sino de un mundo real cubierto por un filtro simbólico: en el caso de las llamas, el infierno. “¿Por qué habría que descartar todo lo que parece tener una dimensión ficcional en vez de analizar esa dimensión? Esa clase de actitud confunde lo que es ficticio, es decir, lo que aparta de la verdad y la enmascara, con lo que es ficcional y usa procedimientos y dispositivos que permiten hacer surgir la dimensión documental de los testimonios”, escribe. Y a esta lección ya la había aprendido Walsh cuando recogía y editaba testimonios para esa obra que él sabía, parecía periodismo pero no era periodismo. Pero mientras él sospechaba de la ficción sin abandonar su nostalgia, la ficción fue su más segura “casa guardada”. Lilia cuenta cómo en sus últimos días alternaba la redacción de Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar con la de un relato luego desaparecido y, para evitar sus frecuentes derrotas, la construcción de una versión nacional del Scrabble. De ese modo desarticulaba en acto el triunfo del militante sobre el escritor y el jugador, agotaba su última defensa -como quien quema las naves- en un juego entre enamorados allí donde tampoco la Orga estaba (su mundo íntimo), evadiéndose de su dominio- antes de la desaparición de un único cuerpo. Había en los disfraces de Walsh -el detective de impermeable con bolsillos bullentes de papelitos, el profesor de inglés que enrostra como principal “bijouterie” de camuflaje, sus anteojos de miope, el jubilado con sombrero de paja e instrumentos de jardinero- un exceso donde la ficción liberaba la risa e introducía el arte de la performance en el protocolo ascético de la militancia; como las pelucas que servían en la clandestinidad para construirse una identidad falsa y que hacían de las jóvenes milicianas, “bombas” capaces de distraer la atención durante un operativo y que con tanta sutileza Albertina Carri, en su película Los rubios, devuelve a su jugo estético. El “logo” de Walsh proviene de los héroes de historieta de los años cincuenta: Rip Kirby, Superman en la crisálida de Clark Kent. Me he quejado de que en la plaza que lleva su nombre se lo represente como una suerte de muñeco de ventrílocuo o el que se quema en las fallas de Avenida de Mayo, caricatura de trazo grueso y cuño expresionista como el que usaban los pintores en los frentes de los cines de la calle Lavalle. Y ahora pienso que esa ficción -mezcla del muñeco del ventrílocuo y el que se quema en las fallas con los retratos de actores pintados en lo alto de los viejos cines- tal vez lo acerque a la cultura popular por la que nunca dejó de preguntarse.
REVISTA DEBATE