Trabajos forzados

Trabajos forzados

Por Eduardo Berti
Audaces como Jack London o Máximo Gorki, buscavidas como George Orwell o Bukowski, burócratas más o menos atormentados como Franz Kafka o Carlo Gadda, fugitivos como Lawrence de Arabia o Céline, animales políticos como André Malraux o Paul Claudel. Especie de guía de supervivencia, Trabajos forzados (Impedimenta) muestra y analiza los diferentes oficios que debieron o quisieron ejercer los escritores en simultáneo con sus tareas literarias. La autora del libro es la italiana Daria Galateria, colaboradora habitual de los principales medios periodísticos de su país (desde Il Manifesto hasta La Reppublica), académica especialista en literatura francesa, traductora de autores como Anatole France y Paul Morand.
“Llevo mucho tiempo pensando que dedicamos la mejor parte de nuestra vida a trabajar -dice Galateria, entrevistada por adn-. Según la Constitución italiana, ‘nuestra República está fundada sobre el trabajo’. Ahora bien: ¿cómo contar este gran desperdicio de tiempo, esta gran fuerza contra el tedio, si no a través de los escritores, que saben volver interesantes todas las cosas, incluso las más chatas?”
En el prólogo a su libro, Galateria dice que muchos escritores, para mantenerse, han tenido que trabajar e indica que a comienzos del siglo XX estos trabajos “llegaron a ser extravagantes y, a veces, rozaban lo extremo”. Fue el caso de Jack London, quien desembarcó en Klondike a finales de 1897, durante la primera fiebre del oro. “Aquel invierno vivió en una cabaña abandonada, rodeado de lobos. Transportaba maletas por la nieve y cuesta arriba: millas y millas cargando con ciento cincuenta libras de peso. Se sentía más fuerte que los indios y lleno de salud”, relata Galateria. Pero, paradójicamente, cuando London escribía, sentía dolores de espalda. La columna vertebral, que había respondido “lealmente” en los momentos más duros, lo obligaba ahora a doblarse en dos, como si tuviera reumatismo.
Todavía más fabulosa fue la existencia de Blaise Cendrars. Vendedor de joyas en Rusia, fogonero en Pekín, apicultor en Francia, cazador de ballenas en Noruega, pianista de cine (como Felisberto Hernández) y cargador en un matadero de Nueva York, en los años 20 -tras su accidentada participación en la guerra-, fue invitado a Brasil por el rey del café, Paulo Prado, quien le ofreció una vasta extensión de tierra. Terminó embarcándose en una ambiciosa empresa de importación y exportación, que fracasó de manera estrepitosa.
Más o menos por esos años, Máximo Gorki hizo también de todo. Cuando era adolescente, formó parte de una banda que se dedicaba a robar leña. Luego trabajó en una fábrica de galletas. Fue pescador en el mar Negro, vendimiador en Besarabia y descargador en Odesa. Llegó incluso a ser empleado en una zapatería de señoras. “El propietario -cuenta Galateria- se sorprendía de que Gorki fuera tan extremadamente educado con las clientas y que después, cuando salían, se dedicara a hacer comentarios obscenos sobre ellas.”

Vida y obra
En el capítulo consagrado a Gorki, Galateria rescata cierto momento en que alguien le hace notar al aún aspirante a narrador que en las novelas francesas, que a él tanto le gusta leer, los personajes no trabajan ni hacen nada concreto para ganarse el pan. Algo por el estilo parece ocurrir con el perfil público de los escritores y con la incomodidad que suele instalarse al hablar de sus “segundas profesiones”: el tema se silencia y se vuelve casi tabú o, muy al contrario, en contratapas o solapas fáciles de parodiar (Alice Munro lo hace, por ejemplo, en su relato “Material”) puede hallarse una enumeración de oficios “colorida” y heterogénea: “panadero, instructor de golf, mozo de bar, reparador de líneas telefónicas…”.
“La especialización es algo valorado en cualquier clase de trabajo -reflexiona al respecto Galateria-. ¿Cómo tomar en serio a un profesor si fuese, a la vez, cerrajero? Al mismo tiempo, desconfiamos de los intelectuales puros a quienes se los considera ‘en las nubes’. No tuvieron este dilema los escritores encarcelados o los que, más simple aún, se dedicaron a vender las joyas falsas que creaba su mujer, como lo hacía el poeta Aragon.”
Aparte de ser un compendio de anécdotas reveladoras, Trabajos forzados permite apreciar con nitidez diversas posturas entre obra literaria y vida. ¿Trabajar en algo mecánico, que “ocupe” poco la cabeza? ¿Trabajar de día o de noche? ¿Ir cambiando de empleos a fin de acumular experiencias? ¿Trabajar lejos de la literatura o en sus muchos arrabales: periodismo, traducción, etcétera?
Galateria cree, por ejemplo, que diversos escritores resolvieron utilizar sus oficios como una forma de “acercarse a la gente común” y menciona en tal sentido a George Orwell, quien en 1928 renunció a la policía birmana persuadido de que “si quería convertirse en escritor, debía desistir de todos sus privilegios, coloniales y de clase, y conocer la vida de los marginados”.
“Hay escritores que prefirieron dedicarse a ciertos trabajos en total contradicción con la escritura, para tener así la mente libre”, afirma Galateria. Las páginas acerca de T. S. Eliot muestran que se hallaba muy a gusto entre los números y las tareas bancarias. “Trabajaba en un sótano, inclinado, ‘como un pájaro negro en un comedero’, sobre una mesa repleta de cartas.” Cuando Geoffrey Faber (uno de los fundadores de la editorial Faber & Faber) vio que había encontrado a un poeta que además era un eficiente contador, no dudó un solo instante y le ofreció el cargo de director editorial. “La poesía no me ha sido de gran ayuda para mi carrera bancaria: en cambio, mi trabajo bancario me permitió escribir mis poemas -razonaba Eliot-. Por la noche no tenía el espíritu envenenado por el trabajo del día. Entonces pude cumplir dos vidas intelectualmente distintas.”
Georges Perec era ya bastante famoso por sus libros, pero así y todo no renunció a su empleo de documentalista en un laboratorio médico, mientras que Saint-Exupéry prefería pensar que su verdadera ocupación era pilotear aviones.
Franz Kafka fue agente de seguros toda la vida. Trabajaba en la aseguradora Generali de ocho de la mañana a seis de la tarde. Años después obtuvo un empleo similar (pero de menos horas semanales) en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales del Reino de Bohemia. Las notas de servicio atestiguan que “el doctor Kafka es un empleado que trabaja mucho, dotado de un talento y de una dedicación excepcionales”. El hijo de un colega diría años más tarde que muchos lo consideraban “una especie de santo”. Y Galateria se muestra de acuerdo: “Una vez un viejo guardagujas, que había perdido una pierna bajo un carro elevador, estaba a punto de recibir una pensión insignificante de la aseguradora. Había interpuesto una denuncia, pero la había formulado de manera equivocada, incorrecta”. El viejo habría perdido sin más el proceso, si a último momento no hubiese recibido la visita de un reconocido abogado de Praga, especialmente enviado, aconsejado y pagado por Kafka, de modo que él, como representante del Instituto de Seguros contra los accidentes laborales, “pudiese perder de manera honorable el proceso contra el viejo guardagujas”.
Dos casos bastante especiales son los de Colette e Italo Svevo porque sus trabajos forzados no tuvieron como objetivo el de financiar la obra literaria. Célebre ya como escritora, Colette pensó en usar su renombre para fundar una pequeña empresa con la que ganar dinero. “Abrió en 1932, en plena Depresión y casi con sesenta años, un instituto de belleza, financiado por la princesa de Polignac y por el rajá Al-Glawi [.]. Creó polvos y cremas, diseñó el logo para la etiquetas -un dibujo de su perfil- e incluso atendía personalmente a los clientes en los grandes almacenes y en las sucursales que se abrieron por toda Francia”, escribe Galateria.
En cuanto a Italo Svevo, ya había publicado sus primeros libros, como Una vida (1892), cuando debió hacerse cargo de la fábrica de la familia de su esposa (que a la vez era su prima) y, para ello, tomó la resolución, “grave para él”, de dejar de escribir durante casi veinte años. Su tarjeta de visita decía: “Ettore Schmitz, comerciante”. Claro que el trabajo le dejaba resquicios, pero él no quería “dejarse llevar” por la tentación porque le bastaba una sola línea para que el “trabajo de la vida práctica” quedara arruinado y él se sumiera en un estado de frustración y desconcentración. Para paliar el vacío, se puso a estudiar violín. Y hasta tomó clases de inglés con un joven llamado James Joyce. “El hecho de haberse convertido a una edad madura en gran industrial, pese a sus ideas socialistas; de estar entre católicos intransigentes, siendo él judío, o de hacer vida de sociedad con su carácter solitario -escribe Galateria- reforzaron su pose de ‘observador divertido’.”

Vínculos secretos
Durante las pesquisas y lecturas para preparar el libro, a Galateria le sorprendió que “muchos escritores no hayan tenido jamás la necesidad de trabajar para vivir… ¿será que escribir es una ocupación para ricos?”. En paralelo, llegó a la conclusión de que existen vinculaciones, a menudo profundas, entre los “trabajos forzados” y la obra literaria, no solamente en el caso de las veinticuatro historias excepcionales que reúne su libro. Si la medicina parece una de las profesiones más usuales para los escritores (Chejov, Bulgakov, Céline, William C. Williams, Pío Baroja, Gottfried Benn, Conan Doyle, etc.), esto se debe, a su juicio, a que los médicos “se ocupan del cuerpo humano y por lo tanto de su mente (y viceversa)” y sobre todo a que “el contacto con la muerte les proporciona la medida justa para ver las cosas con profundidad y perder así el lenitivo de la rutina”. Otro famoso escritor médico, Arthur Schnitzler, escribía en su diario, en febrero de 1881: “Bailo con más pasión que nunca. En casa a las seis. Poco después he ido a la sala de anatomía a hacer la autopsia de una joven. Estoy confuso”.
“A la primera editora de Bruce Chatwin le parecía que, después de haber trabajado para la casa de subastas Sotheby’s, Bruce escribía como si todavía redactase catálogos: buscaba el origen y la procedencia de un rito o de una historia, y señalaba todas las singularidades exteriores con la precisión de un francotirador”, escribe Galateria.
Otro ejemplo fascinante es el de Boris Vian, quien a principios de los años cuarenta fue empleado en la Afnor (Asociación Francesa de Normalización), un organismo próximo al espíritu de Vichy, el gobierno colaboracionista con los nazis, que se proponía “racionalizar los formatos de varios productos franceses con el fin de imponer en el país un modelo único”. A Vian le tocó un trabajo poco menos que patafísico: “comparar los méritos respectivos de cientos de botellas para descubrir cuál es la ideal”, cuenta Galateria. Lo absurdo de la tarea fascinó a Vian, que pronto acuñó el neologismo “afnormal” y se puso a escribir textos literarios siguiendo la lógica y los modelos propugnados por la institución.
Galateria publicó Trabajos forzados, en su versión original en italiano, en 2007. Desde entonces, más de una vez ha pensado que fue una pena no incluir la historia de Voltaire, quien fue mercader de esclavos para volverse rico. “Él pensaba que para ser un intelectual hay que ser libre y que para ser libre hace falta independencia financiera.” Pero Trabajos forzados se centra en la frontera entre los siglos XIX y XX, hasta que el “Estado mecenas comenzara a ofrecer a los intelectuales variadas prebendas”, algo que Galateria estima peligroso cuando “el mecenazgo estatal termina incentivando la pereza”. No es su problema, claro está. “Acaso un día me ocupe de los segundos trabajos de los escritores de los siglos XVIII y XIX”, se entusiasma mientras prepara una nueva versión, actualizada, de su libro acerca de los escritores en prisión (Scritti galeotti), desde Sade hasta Vaclav Havel.
LA NACION