15 Apr Lo que los filósofos pueden hacer por la democracia
Por Michael Walzer
El prestigio de la filosofía política es muy elevado hoy en día. Atrae la atención de economistas y abogados -los dos colectivos académicos más estrechamente ligados a la configuración de la política pública en general- como no la atraía desde hacía tiempo. Y reclama también la dedicación de los dirigentes políticos, los funcionarios públicos y los jueces […] con una nueva y radical contundencia. La atracción y el reclamo responden no tanto a la creatividad de los filósofos como a que están elaborando una obra creativa de un determinado tipo, que vuelve a suscitar de nuevo -tras un prolongado paréntesis- la posibilidad de descubrir verdades objetivas, “el verdadero significado”, “las respuestas correctas” […]. Quiero aceptar de entrada esta posibilidad […] para preguntarme seguidamente lo que ésta significa para la política democrática. ¿Qué posición ocupa el filósofo en una sociedad democrática? Ésta es una vieja pregunta; en ella se concentran tensiones que vienen de muy antiguo: entre verdad y opinión, razón y voluntad, valor y preferencia, el uno y los muchos. Estos pares de opuestos difieren entre sí, y ninguno de ellos es siquiera comparable al par formado por “filosofía y democracia”. Pero juntos […] apuntan hacia un problema central. Los filósofos reclaman cierto tipo de autoridad para sus conclusiones; el pueblo reclama un tipo distinto de autoridad para sus decisiones. ¿Qué relación hay entre ambas?
Empezaré con una cita de Wittgenstein que, en apariencia, resolvería el problema de inmediato: “El filósofo […] no es ciudadano de ninguna comunidad de ideas. Eso es lo que hace de él un filósofo”. Estas palabras suponen mucho más que una mera afirmación de desapego en el sentido habitual del término, pues los ciudadanos son sin duda capaces, en ocasiones, de hacer valoraciones desapegadas incluso sobre sus propias ideologías, prácticas e instituciones. El desapego que Wittgenstein propugna aquí es más radical. El filósofo es y debe ser alguien ajeno, distanciado no de forma ocasional (en sus valoraciones), sino sistemática (en su pensamiento). Desconozco si el filósofo ha de ser ajeno en lo político. Wittgenstein no excluye a ninguna comunidad, y el Estado […] es sin duda una comunidad de ideas. Evidentemente, las comunidades de las que es más importante que el filósofo no sea ciudadano pueden ser más grandes o más pequeñas que el Estado. Eso dependerá del tema sobre el que filosofe. Pero si es un filósofo político -que no era lo que Wittgenstein tenía en mente-, lo más probable es que el Estado sea la comunidad de la que haya de distanciarse, no físicamente, sino intelectualmente y -desde una cierta visión de la moralidad- también moralmente.
Este desapego radical tiene dos formas y yo me ocuparé solamente de una de ellas. La primera es contemplativa y analítica: quienes practican esa modalidad de desprendimiento no están interesados en cambiar la comunidad cuyas ideas estudian. “La filosofía deja todo como está.” La segunda forma es heroica. No pretendo negar las posibilidades heroicas de la contemplación y el análisis. Uno siempre puede sentirse orgulloso de haberse zafado de las ataduras de la comunidad: conseguirlo no es tan sencillo y son muchos los logros filosóficos importantes (y muchas -si no todas- las variedades de arrogancia filosófica) que tienen su origen en el distanciamiento. Pero sí quiero centrarme en una determinada tradición de acción heroica -que, según parece, se muestra muy viva en nuestros días-, en la que el filósofo se distancia de la comunidad de ideas con el propósito de refundarla, tanto intelectual como materialmente, pues las ideas generan consecuencias y toda comunidad de ideas es asimismo una comunidad concreta. El filósofo se retira y luego regresa. […]
En la larga historia del pensamiento político, ha habido una alternativa al desapego de los filósofos, que ha sido la implicación de los sofistas, los críticos, los publicistas y los intelectuales. Cierto es que los sofistas contra los que arremetía Platón eran hombres sin ciudad, maestros itinerantes, pero no eran en absoluto ajenos a la comunidad de ideas griegas. Su enseñanza tomaba como punto de partida (es decir, era radicalmente dependiente de) los recursos de una pertenencia común. En este sentido, Sócrates fue un sofista, aunque resultó probablemente crucial para su propia forma de entender su misión como crítico (y como “criticón”, incluso) que también fuera un ciudadano: los atenienses no lo habrían considerado tan irritante si no hubiera sido uno de sus compatriotas. Pero, entonces, los ciudadanos mataron a Sócrates, demostrando así -según se dice en ocasiones- que la implicación y la identificación con los conciudadanos no son posibles cuando alguien está comprometido con la búsqueda de la verdad. Los filósofos no pueden ser sofistas. Por razones tanto prácticas como intelectuales, la distancia que ponen entre sí mismos y sus conciudadanos debe ampliarse hasta provocar una ruptura de esa ciudadanía compartida. Y posteriormente, y por motivos exclusivamente prácticos, debe volver a estrecharse de nuevo mediante el engaño y el secretismo, de manera que el filósofo emerja -como Descartes con su Discurso – como un separatista de pensamiento y un conformista en la práctica.
Es un conformista. Y lo es, al menos, hasta que se encuentra en situación de transformar la práctica en una aproximación más fiel a las verdades de su pensamiento. No puede ser un participante más en la turbulencia política de la ciudad, pero sí puede erigirse en un fundador, un legislador, un rey, un miembro del “consejo nocturno” o un juez (o, para ser más realistas, puede ejercer como un asesor de esas figuras, susurrando al oído del poder). Influido por la naturaleza misma del proyecto filosófico, la negociación y el acuerdo mutuo no son muy de su gusto. Como la verdad que conoce (o dice conocer) tiene un carácter singular, es probable que piense que la política debe ser también así: una concepción coherente, una ejecución inflexible. En la filosofía, como en la arquitectura (y, por lo tanto, en la política), escribió Descartes, lo que ha sido ensamblado pieza a pieza por maestros diferentes no es tan perfecto como la obra de una sola mano. Así pues, “aquellos viejos lugares que, habiendo sido inicialmente pueblos, han ido desarrollándose con el tiempo hasta convertirse en grandes ciudades suelen estar […] mal proporcionados en comparación con los que un ingeniero puede diseñar a su voluntad siguiendo un patrón ordenado”. El propio Descartes niega tener interés alguno en la versión política de dicho proyecto, quizás porque cree que el único lugar en que él tiene alguna probabilidad de imperar sin rival es en su propia mente. Pero siempre es posible una colaboración entre la autoridad filosófica y el poder político. Al reflexionar sobre esta posibilidad, el filósofo -como Thomas Hobbes- puede “recobrar cierta esperanza de que, en uno u otro momento, esto que escribo caiga en manos de un soberano que […] mediante el ejercicio de la plena soberanía […] convierta esta verdad especulativa en utilidad práctica”. Las palabras clave en estas citas de Descartes y Hobbes son “diseño a voluntad” y “plena soberanía”. La fundación filosófica es una empresa autoritaria.
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Tal vez sea de ayuda una breve comparación. Los poetas tienen también su propia tradición de desprendimiento-implicación, pero el retiro radical no es algo habitual entre ellos. Los siguientes versos de C. P. Cavafis no desentonarían, seguramente, al lado de las frases ya citadas de Wittgenstein […]:
Para pisar sobre esta grada
es menester que seas ciudadano por
[legítimo derecho de la
ciudad de las ideas.
Wittgenstein escribe como si hubiera múltiples comunidades (que las hay), pero Cavafis parece sugerir que los poetas habitan una única ciudad universal. Yo sospecho, sin embargo, que el poeta griego quería describir, en realidad, un lugar más particular: la ciudad de la cultura helénica. El poeta debe demostrar allí su condición de ciudadano de dicho lugar; el filósofo debe probar que no es ciudadano de ninguna parte. El poeta necesita conciudadanos: otros poetas y lectores de poesía que compartan con él unos antecedentes históricos y sentimentales, que no le exijan que explique todo lo que escribe. […] Pero el filósofo teme la comunión ciudadana, pues los lazos de la historia y del sentimiento corrompen su pensamiento. […]
La poesía transmite a las mentes de sus lectores cierto presentimiento de la verdad del poeta. Por supuesto, nada que sea tan coherente como un postulado filosófico […]: un poema jamás alcanza más que una verdad parcial y no sistemática, que nos sorprende por su exceso, que nos incita con su elipsis, que nunca expone un argumento. […] El saber del poeta es de un tipo distinto y conduce a verdades que tal vez puedan ser comunicadas, pero jamás implementadas de forma directa.
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Pero las que sí pueden implementarse son las verdades que los filósofos políticos descubren o elaboran, y que se prestan fácilmente a tomar cuerpo legal. ¿Son éstas las leyes naturales? Pues promúlguenlas. ¿Es éste un sistema de distribución justo? Pues institúyanlo. ¿Estamos ante un derecho humano fundamental? Pues velen por que sea respetado. ¿Por qué otro motivo iba alguien a querer saber de esas cosas? Una ciudad ideal es, supongo yo, un objeto de contemplación plenamente apropiado y hasta podría darse el caso de que “el que exista o llegue a existir en alguna parte no importe”, es decir, no afecte a la verdad de la visión. Pero no hay duda de que sería mejor si la visión se materializara. […]
Lo que alega el filósofo en un caso así es que él conoce “el modelo tal como ha sido fijado en los cielos”. Él sabe qué debería hacerse. Pero no puede hacerlo él solo y, por lo tanto, debe buscar un instrumento político. […] Cualquier instrumento sirve: una aristocracia, una vanguardia, una administración pública, incluso el pueblo puede servir, siempre que sus miembros estén comprometidos con la verdad filosófica y sean poseedores del poder soberano. Pero está claro también que el pueblo es el que presenta las mayores dificultades: aun no siendo un monstruo de múltiples cabezas, éstas son, cuando menos, suficientemente numerosas como para que resulten difíciles de educar y evidencien una manifiesta tendencia al desacuerdo interno. El instrumento filosófico tampoco puede consistir en una mayoría de ese pueblo, pues, en toda auténtica democracia, las mayorías son temporales, variables e inestables. La verdad es una, pero el pueblo tiene muchas opiniones; la verdad es eterna, pero el pueblo cambia continuamente de parecer. He aquí, en su forma más simple, la tensión entre filosofía y democracia.
El derecho a gobernar que el pueblo reclama para sí no se fundamenta en que éste conozca la verdad. […] La manera más convincente de expresar esa reivindicación no es en términos de lo que el pueblo sabe, sino de quién es. Los ciudadanos son los súbditos de la ley, y si han de ser hombres y mujeres libres obligados a cumplir dicha ley, también deben ser sus creadores. Ése es el argumento de Rousseau. […] Tal argumento comporta convertir la ley en una función de la voluntad popular y no de la razón, como había sido entendida hasta entonces (es decir, la razón de los sabios, los jueces y las personas doctas). Los miembros del pueblo son los sucesores de los dioses y los reyes absolutistas, pero no de los filósofos. Tal vez desconozcan el modo más correcto de actuar, pero reclaman su derecho a hacer lo que consideren correcto (literalmente, lo que les plazca).
El propio Rousseau se retractó de esa reivindicación y la mayoría de los demócratas contemporáneos también querrían hacerlo. A mí se me ocurren tres formas de retractarse y de limitar consiguientemente las decisiones democráticas. […] En primer lugar, podría imponerse una limitación formal a la voluntad popular: el pueblo debe tener una voluntad general . Sus miembros no pueden señalar a un individuo o a un conjunto de individuos en concreto (salvo en las elecciones a cargos públicos) para que reciban un trato especial. Ello no es óbice para que existan unos programas de asistencia pública pensados, por ejemplo, para las personas enfermas o ancianas, porque todos podemos enfermar y todos esperamos hacernos viejos. La finalidad de esa prohibición es impedir la discriminación de individuos de grupos con nombre propio, por así decirlo. En segundo lugar, podría insistirse en la inalienabilidad de la voluntad popular: las asambleas, los debates, las elecciones, etc. El principio básico consistiría en que el pueblo no puede renunciar en el momento presente a su futuro derecho a tener una voluntad […]. Tampoco puede negar a un grupo de entre sus miembros […] el derecho a participar en futuros ejercicios de la voluntad popular. […]
Estas dos primeras limitaciones abren la puerta a ciertas formas de reexaminación de las decisiones populares, a cierta imposición -contra el propio pueblo, si es necesario- de luchas contra la discriminación y por la democracia. Quienquiera que emprenda esa reexaminación y esa imposición tendrá que emitir juicios sobre el carácter discriminatorio de fragmentos concretos de la legislación sobre el significado para la política democrática de determinadas restricciones a la libertad de expresión, de reunión, etc. Pero esos juicios o valoraciones […] serán de efectos relativamente restringidos comparados con lo que requiere la tercera limitación. […] En tercer lugar, pues, el pueblo debe querer lo que sea correcto. Rousseau dice que debe querer el bien común, y llega incluso a argumentar que el pueblo querrá el bien común si es verdaderamente un pueblo […] y no una mera suma de individuos egoístas […]. Lo que parece subyacer a esta limitación es la idea de que existe una única […] serie de leyes correctas o justas que el pueblo reunido en asamblea […] quizás no acierten a aprobar. Éstos se equivocan en suficientes ocasiones como para que sea precisa la guía de un legislador o la restricción de un juez. El legislador de Rousseau no es más que el filósofo enfundado en su atuendo heroico, y aunque el ginebrino niega a éste el derecho a coaccionar al pueblo, no deja de insistir en su derecho a engañarlo. El legislador habla en nombre de Dios, no de la filosofía. […] Esta tercera limitación es la que seguramente plantea los interrogantes más serios acerca del argumento fundamental de Rousseau: que la legitimidad política descansa en la voluntad (el consentimiento) y no en la razón (la corrección).
LA NACION