El recuerdo de los viejos mercachifles, vigente en la pampa

El recuerdo de los viejos mercachifles, vigente en la pampa

Por Fernando Sánchez Zinny
Se sabe que en las pulperías había de todo o, al menos, de todo lo poco que podía conseguirse en el campo: “vicios” -yerba, tabaco, aguardiente-, sal, alguna prenda, algún utensilio, armas, sogas, yesqueros, en esbozo de lo que luego serían los almacenes de ramos generales.
Pero ya en la época en que éstos se difunden, hacia las últimas décadas del siglo XIX, una nueva forma mercantil se había adueñado de nuestras campañas, y no sólo de la de Buenos Aires, sino también de las de las catorce provincias históricas. Una modalidad predecesora suya era conocida en los campos porteños, santafecinos y cordobeses: los vivanderos que se encargaban de proveer a las aisladas guarniciones destacadas en la frontera, en el recorrido que hacían desde la ciudad abastecían de paso a las pulperías, transformados en suerte de protomayoristas.
Cuando los malones desaparecieron, y con ellos esas escuálidas milicadas, surgió el mercachifle, primero italiano y luego, al despuntar el siglo XX, árabe cada vez en mayor proporción. “Mercachifle” quiere decir -y esto no es chiste- “mercader que chifla”, o que vocea sus productos o actividad para enterar a los vecinos, rasgo en absoluto urbano característico del vendedor ambulante, aún subsistente en las “propaladoras” y en pito anacrónico del afilador que, cada tanto, todavía se escucha en los barrios. En realidad, el mítico mercachifle que se adentraba en la pampa no lo era en ese sentido, dado lo absurdo de vocear en medio de las soledades.
Muy al paso su carromato se acercaba a las estancias y a los puestos, envuelto en coros de ladridos. Ofertaba herramientas y objetos hogareños, alpargatas, bombachas, camisas, pañuelos, corraleras, sombreros y boinas. Y también rastras y botas para los lujosos, el consabido tabaco; zarazas, percales, hilos y agujas para las mujeres y, entre éstas, para las más presumidas, adornos, baratijas, cintas, pañuelitos bordados, perfumes y, ya en el ápice del refinamiento, el tan apreciado jabón Reuter.
Muy al contrario de ahora, en aquel tiempo la gente que trabajaba en el campo también lo habitaba y sólo muy a las cansadas se movía hasta el pueblo; el “turco” resultaba, pues, imprescindible nexo no sólo para obtener productos, sino, asimismo, con el conjunto de la vida social. Admitía, por ejemplo, llevar recados y tomar encargos como traer el periódico o cosas que se le comisionaba comprar. Su regreso periódico instauró, a la vez, la modalidad inicial del pago en cuotas.
El carromato se hizo un día camioncito y entre la polvareda no surgió ya más la diligencia, sino un ómnibus ruidoso y con el techo atiborrado de envoltorios. Conocí uno en el lado cordobés de la Sierra de Comechingones que unía el pueblo de Piedra Blanca con Río Cuarto y era de ese tipo, resabio de rusticidades que deben haber muerto con su viaje final. El camino de tierra discurría entre sembrados de girasoles y estaba cortado por arroyos que el desvencijado vehículo vadeaba como podía, a veces con tropiezos si fracasaba en el intento por trepar la barranca opuesta. Entonces los pasajeros descendían y recibían palas con que de consuno se ponían a reducir el desnivel.
Llevaba gente y equipajes pero, además, iba a la ciudad con yuyos serranos que allí se vendían y retornaba con remedios, revistas, materiales de construcción, cuadernos y libros para la escuela y hasta cruces y placas para poner en el cementerio, cargamento que distribuía en “las casas” en que solía hacer escalas largas y mateadas. ¡Qué historia! Y eso era hacia 1960, poco más o menos; ha pasado mucho tiempo o muy poco tiempo, según se quiera.
LA NACION