19 Feb La batalla inútil de un gordo que quería ser flaco
Por Pablo Avellutto
En 1972 mi madre se enamoró del Doctor Alberto Cormillot. Yo estaba en primer grado. Se enamoró, digo, como uno se enamora de su actriz o su músico favorito. Lo había escuchado en la radio. Lo había visto en el pequeño televisor a transistores. Pero lo que terminó de enamorarla fue un libro. Coma bien y adelgace, escrito por Cormillot junto a Petrona C. de Gandulfo. Un best seller de aquel año que unía a la mayor cocinera de la patria con el joven médico que había sido gordo y que empezaba a hacerse famoso por sus consejos para adelgazar.
De un día para otro el doctor Cormillot comenzó a gobernar las cosas en casa. La palabra “dieta” aún no se escuchaba con frecuencia. En todo caso, se hablaba de “estar a régimen”, algo que les ocurría a mis tías y a mi madre hasta que a los seis años, me tocó a mí. Me daba cuenta de que era gordito. No tenía las destrezas atléticas de mis compañeros de escuela. Algo pasaba. Mi cuerpo era más pesado.
En el pequeño departamento en el que vivía mi familia en la década del setenta, el olor de los bifes a la plancha era omnipresente. Las milanesas apiladas prolijamente fritas, el caramelo endurecido en las paredes de la budinera de aluminio, el dulce de leche protagonizaban el menú cotidiano. El pan llegaba cada mañana recién horneado de la panadería. La manteca, la leche y los quesos eran “enteros”, otra palabra que aún no se conocía. Las cosas eran lo que eran: nada era “parcialmente” nada. En el siglo pasado las familias porteñas de clase media comíamos sin preguntarnos por calorías e hidratos de carbono. Cormillot lo echó todo a perder.
Con él, mi madre bajó de peso. Yo no. Subir, de vez en cuando bajar, volver a subir. Intentar con esta dieta o con la otra. Fracasar de una u otra manera con la comida. Esa es la historia de mi vida y de algunos momentos que tal vez valga la pena contar.
Mucho después de Cormillot, conocí a Jorge Braguinsky, uno de los padres fundadores de los estudios modernos en nutrición en la Argentina. Numerosos especialistas se formaron con sus libros y sus cursos. Me traté con él a los 32 y a los 38 años. En ambas oportunidades fracasamos.
De todos modos, las conversaciones con Braguinsky eran fascinantes. Cuando lo conocí en 1998 ya era un hombre mayor y algo frágil. Braguinsky conocía los avatares de la voluntad en las personas con kilos de más. Con él reflexionamos acerca del grado constitutivo que tiene para uno la comida y el modo en el que nos permite construir nuestra relación con el mundo.
Si somos lo que comemos entonces algunos somos mucho. Pero el problema es que si comemos menos, entonces seremos menos. Y nadie quiere perder su ser, ni un poquito.
Ese es mi problema. Le decía y me decía. Cantidades. Más. Cuando converso con amigos que tienen que llevar su peso con dificultades, la cuestión aparece. Es la cantidad, estúpido. Escuchando a sus innumerables pacientes, Braguinsky había descubierto que había un lugar común entre muchos de ellos. Las comidas no tenían diferentes sabores de acuerdo con la combinación de sus ingredientes. Por el contrario, para algunas personas como yo los sabores podían ser: “gusto a mucho” o “gusto a poco”. Las milanesas tienen gusto a mucho. El dulce de leche, también. La lechuga tiene gusto a poco.
En nuestro último encuentro Braguinsky fue lacónico. “Nuestra especialidad ha fracasado”, me dijo. “Las tasas de personas que quieren o necesitan bajar de peso han crecido sin parar. Las fracasos en el intento, también” me dijo, serio y, en cierto modo, triste
Ese día decidí abandonar su tratamiento que consistía básicamente en encontrar una suerte de dieta ideal que tenía en cuenta los gustos y el metabolismo de cada uno. Luego, había que llevar un registro detallado de cómo iban las cosas. Y finalmente el instante crucial de la balanza, una suerte de detector de mentiras en el confesionario. Una vez al mes me recibía Braguinsky y semanalmente, una nutricionista escandalosamente delgada llevaba adelante la entrevista.
Sin saberlo, Braguinsky me estaba preparando para la siguiente estación a la que llegaría en 2006: SR141716, más conocida como Rimonabant, el antagonista selectivo del receptor cannabinoide CB1, la droga más novedosa y revolucionaria que se había inventado hasta ese momento para combatir la obesidad.
Del mismo modo en que la industria farmacéutica nos había dado los tranquilizantes en la década del cincuenta, las píldoras anticonceptivas en los sesenta, los antidepresivos inhibidores de la recaptación de la serotonina a finales de los ochenta y el Viagra en los noventa, con el siglo XXI la ciencia cumplía con su tarea y, finalmente el laboratorio francés Sanofi-Aventis anunciaba la llegada al mercado de una pastilla capaz de solucionarle el problema a la parte de la humanidad que come mucho todos los días.
Mi médico clínico, un hombre formado en los Estados Unidos y apasionado por la actualización en su trabajo, fue la primera persona que me habló del Rimonabant y las investigaciones publicadas en el Journal of the American Medical Association sobre su éxito. Con un índice de masa corporal mayor a 30, mi cuerpo avalaba la receta.
Una pastilla diaria por las mañanas y comencé a ser otra persona. Por entonces pesaba más que nunca. Tenía que esperar unas semanas los efectos iniciales y había decidido acompañar la medicación con una dieta hipocalórica, de unas 1600 calorías diarias. El panorama parecía prometedor: descubrí que podía comer menos y aún menos de aquellas cosas que me gustan. Mi manera de comer estaba cambiando y el “gusto a poco” del que Braguinsky me había hablado se había instalado en mi cerebro.
“Entré a tu oficina, te vi de espaldas y pensé que eras otra persona”, me dijo una compañera de trabajo mientras una parte de mi cuerpo se extinguía. Si mi manera de comer, de enfrentar los límites, de recompensar mis angustias más profundas, era una manera de ser yo mismo, los cambios que el Rimonabant generaba a lo largo de los meses me hacían otra persona. Tal vez se trataba del sueño utópico de los que vivimos una larga discusión con nuestro apetito desde chicos.
La ropa comenzó a quedarme grande. El cuerpo se transformaba y lo notaba día a día. La pulsera del reloj, el cinturón, el talle: todo se achicaba mientras el Rimonabant y yo, sin un esfuerzo extremo, hacíamos nuestro trabajo. Pensaba que lo tomaría para siempre. Una pastilla diaria y al diablo con las dietas, los consejos y las doctrinas nutricionales. Una pastilla que me convertía en otra persona resolvía demasiadas cosas. Sobre todo, evitaba que fuera yo mismo.
La historia del Rimonabant parecía sacada de un thriller médico. Hacia 2008 la droga se vendía en cincuenta y seis países bajo diferentes marcas comerciales. Sin embargo, en los Estados Unidos, la poderosa Food and Drug Administration no autorizaba su comercialización. El problema estaba en los resultados de los estudios previos al lanzamiento, que habían detectado niveles de riesgo en pacientes con antecedentes de depresión clínica.
Las intrigas en torno al retiro del Rimonabant mezclaban complejos debates científicos sobre sus posibles efectos adversos con cuestiones geopolíticas, económicas, de imagen. La droga contra la obesidad había resultado un invento tan francés como la soupe a l’oignon y suponía un avance galo intolerable para el lobby farmacéutico norteamericano.
Pero más allá de las conspiraciones industriales, había una información contundente: el riesgo de trastornos psiquiátricos en quienes estábamos bajo tratamiento parecía ser más alto desde que la droga había aparecido en el mercado. En principio, el dato no me alarmó en lo más mínimo.
Y mientras tanto, yo era, por primera vez en mi vida, flaco. Demasiado flaco. Treinta kilos menos. Casi un extraño para mí mismo, como si algo en mi cabeza hubiera cambiado de lugar. Mis colegas editores que trabajan en España me vieron llegar a Barcelona al cabo de un año convertido en otro. Me miraban como si volvieran a verme por primera vez. Una editora se acercó un día, se puso en puntas de pie y me susurró al oído: “¿Estás enfermo?”.
Las cosas se estaban volviendo inverosímiles. Me sorprendía descubrir que la delgadez puede ser sinónimo de enfermedad. Bajar de peso es una de esas decisiones saludables a las que las personas nos comprometemos cada tanto, para los finales de año o los cumpleaños. Dejar el cigarrillo, moderar el consumo de alcohol, caminar o practicar deportes. Pero adelgazar demasiado, descubrí con terror, podía ser el síntoma de una enfermedad.
Al cabo de dieciocho meses bajo los efectos del Rimonabant, dejé de bajar de peso. Atrapado en el deseo de que los efectos de la droga fueran eternos, continué unos meses más. Pero mi personalidad, eufórica ante el nuevo cuerpo que había aparecido adentro del mío, estaba cambiando para peor. La droga, el nuevo cuerpo o lo que fuera me habían llevado a la depresión.
Mi médico suspendió abruptamente la pastilla que yo había imaginado que tomaría por el resto de mi vida. La magia de mi receptor cannabinoideo había desaparecido. Allí se regulan el placer y las recompensas. Una vez que no hubo más para regular, las cosas se pusieron difíciles. Me llevó meses salir de todo aquello, con otras drogas y la ayuda de un psiquiatra. El 16 de enero de 2009 la European Medicines Agency suspendió definitivamente la autorización para comercializar Rimonabant debido al riesgo de problemas psiquiátricos e incluso, de suicidios. Simultáneamente, se prohibió su venta en la Argentina.
Me quedaba un problema por resolver y, con tristeza, descubrí que la solución era casi imposible. Qué hacer para evitar que volvieran las decenas de kilos que había perdido mientras me recuperaba de la depresión.
Todos sabemos bajar de peso, de alguna u otra manera, más o menos saludable. Pero no sabemos nada acerca de cómo mantener el peso obtenido. Busqué información y los resultados fueron demoledores: al cabo de un par de años, como mucho, casi todos vuelven al peso del que partieron. Hay excepciones, por supuesto. Y fui en su búsqueda. Unos se obsesionan por la balanza, otros saltan comidas, algunos reemplazan la comida por los deportes. Pero la mayoría, entre los que me encontraba, volveríamos a subir, producto de nuestros genes y la memoria evolutiva de nuestras células, que parecía decir: ha pasado la hambruna, hay que volver a acumular energía. En otras palabras, si no se baja, se engorda.
Poco a poco, los kilos fueron volviendo al tiempo que la depresión se iba por donde había llegado. La experiencia de ser otro había fracasado. Una vez más, la voluntad volvía a ocupar el centro de la escena. Las miradas de los demás cargadas de entusiasmo frente al descenso de peso se evaporaban.
Para los que son altos, o bajos, o calvos, o ciegos, esas miradas están siempre asociadas a lo irreparable de su condición. Son así, con eso vivirán por siempre y harán lo posible por asumirlo, de una manera u otra. En cambio, ser gordo parece obedecer a una cuestión del orden de la voluntad. O más bien, de la incapacidad para dominarla. Si los gordos son gordos lo son porque son débiles a la hora de tomar sus decisiones alimenticias. Luego, no hay espacio para ninguna conmiseración. En el mundo de los flacos, se es gordo porque se quiere. Eso es falso.
CLARIN