12 Feb Chile color Violeta
Por Francia Fernández
“Tu madre se suicidó”. Eso le dijo un amigo, “con cariño y firmeza”, a Ángel Parra, el 5 de febrero de 1967. Eran las tres de la tarde. Y el hijo mayor de Violeta Parra, entonces veinteañero, se encontraba a 200 kilómetros de la carpa en la que su madre había acabado con su vida de un balazo, una hora antes. Así lo recuerda en su libro Violeta se fue a los cielos , en el que también cuenta que no hubo presentimientos ni avisos mágicos. Sólo un frío interior que se apoderó de él, a pesar del intenso verano santiaguino.
Han pasado 45 años desde esa tarde decisiva y Violeta Parra recién comienza a ocupar el lugar que le corresponde en la historia chilena. El libro de su hijo inspiró la película homónima de Andrés Wood, que ha dado la vuelta al mundo. Y en los últimos años se le han rendido una serie de homenajes.
A mediados de este año, verá finalmente la luz un proyecto que comenzó a gestarse en 2004: el Museo Violeta Parra. Ubicado en la transitada Avenida Vicuña Mackenna y tras una fallida programación en otro lugar, es fruto de la insistencia de Isabel Parra, que se ha dedicado a rescatar y mantener vivo el legado de su madre a través de la fundación que lleva su nombre.
Se trata de una construcción de dos pisos, de 1300 metros cuadros, con una impronta rústica: una fachada de vidrio doble, cuyos paneles están separados por un enorme tejido de mimbre, a tono con la austeridad y sencillez que caracterizaron a la cantautora, poeta, pintora, arpillista, bordadora y ceramista chilena.
“El edificio es lúdico, luminoso, sencillo, pero complejo en la geometría. Todo eso era parte de la Violeta. Su poesía, su canto y su música, que eran muy limpios, correspondían a una depuración muy elaborada desde el interior -dice Cristian Undurraga, arquitecto a cargo de la propuesta-. Es muy gratificante participar de un tributo que le hace justicia a una de los artistas más grandes que ha tenido este país.”
Ciertamente, Violeta no sólo ha sido una las chilenas más grandes, sino la más universal, con un cancionero que han interpretado desde Víctor Jara hasta Pedro Aznar, y que incluye temas como: “Al centro de la injusticia”, “Corazón maldito”, “Maldigo del alto cielo”, “Arauco tiene una pena”, “La jardinera”, “Modérnica Mazúrquica”, “Arriba quemando el sol”, “Casamiento de negros”, “La carta”, “Qué dirá el Santo Padre”, “Volver a los 17” y “Gracias a la vida”.
Infancia y arañones
Nacida el 4 de octubre de 1917 en el sur de Chile (San Carlos, Octava Región), conoció desde siempre la pobreza y otras miserias. Por eso decía que estaba hecha de “fierro muy duro” y que poseía una voluntad inquebrantable. “La suerte mía fatal/ No es cosa nueva señores/ Me he dado sus arañones/ Desde chica sin piedad?”, escribió en Décimas. Autobiografía en verso (1958), donde enumeró todos los males que contrajo, hasta los tres años. Entre otros, la alfombrilla, el sarampión y la viruela. Esta última la tuvo al borde de la muerte y le dejó huellas indelebles en el rostro (al que llamaba “mi cara fea”).
Si bien su complexión era débil, Violeta poseía un carácter fuerte, explosivo y dominante. Se crió junto a ocho hermanos y dos medio hermanos, con los que jugaba en el vecino río Ñuble y en los aserraderos y barracas aledañas.
Su padre era un maestro de música de escuela primaria, aficionado a la bebida, y su madre, una costurera que cantaba canciones campesinas, mientras trabajaba con su máquina de coser. Como el papá de Violeta (considerado el mejor folklorista de la zona) no quería que sus hijos cantaran, guardaba su guitarra escondida. Sin embargo, la avispada niña no tardó en descubrir la llave en el cajón de la máquina materna. “Me había fijado cómo él hacía las posturas y aunque la guitarra era demasiado grande para mí y tenía que apoyarla en el suelo, comencé a cantar despacito las canciones que escuchaba a los grandes. Un día que mi madre me oyó no podía creer que fuera yo”, relató la cantautora en una entrevista de 1958.
Tenía nueve años cuando escribió su primera canción, dedicada a su muñeca de trapo, y desde entonces comenzó a componer y a escribir versos. A los doce, era un pequeño prodigio que les ponía música a los versos de su hermano Nicanor (el “antipoeta” recientemente galardonado con el Premio Cervantes). También reproducía música de las vitrolas y de unas parientas lejanas, las Hermanas Aguilera, que cantaban repertorios propios.
En 1927, Violeta y su familia se trasladaron a una ciudad más grande, Chillán. Allí la niña terminó la primaria y cursó el primer año en la escuela normal. Cuando su padre enfermó gravemente, ella abandonó sus estudios para trabajar en el campo.
Su madre, Clarisa Sandoval (“una artista”, según Violeta, porque le hacía vestidos con los pedacitos de tela que guardaba), además de coser, lavaba y vendía para otros. Pero sus esfuerzos no alcanzaban para mantener a la familia. Conscientes de las penurias cotidianas, “Viola” (como la llamaban en la intimidad) y sus hermanos, que también mostraban inclinación artística, comenzaron a cantar públicamente. Primero en la calle, por verduras y frutas. Luego, por dinero, en restaurantes, posadas, circos, trenes e incluso en burdeles. De esa prole numerosa que andaba sin zapatos, además de Violeta y Nicanor, se destacarían los cantautores y folkloristas Roberto (autor de La Negra Ester , uno de los musicales más importantes del teatro chileno) y Eduardo (“el tío Lalo”).
Nace una artista
“Si no fuera por Nicanor, no habría Violeta Parra.” Eso acostumbraba a decir la artista. Fue su hermano, tres años mayor, quien la convenció de marcharse a Santiago cuando murió el padre, en 1932. Años después, también la estimularía a encontrar su propia voz como autora y compositora. En la capital chilena, mientras Nicanor estudiaba y trabajaba como inspector del internado Barros Arana, ella se instaló en casa de unos parientes y retomó sus estudios. Pero pronto los abandonó, porque lo que realmente le interesaba era el canto.
Determinada como era, tomó su guitarra e incursionó en bares, “quintas de recreo” (lugares de diversión familiar y baile en público) y salas pequeñas, con sevillanas, pasodobles y farrucas. Durante la década siguiente sumaría a su repertorio boleros, cuecas, corridos y valses de su propia autoría. Cuando el resto de su parentela se mudó a Santiago, Violeta formó un dúo con su hermana Hilda: las Hermanas Parra. Solían presentarse en tabernas del popular barrio Mapocho. También editaron algunos discos con el sello RCA Victor, hasta que la formación se disolvió, en 1953.
En esas andanzas bohemias Violeta conoció a su primer marido: Luis Cereceda, un maquinista ferroviario y militante comunista con quien tuvo a sus hijos Ángel e Isabel. Diez años duró el matrimonio, en medio de mudanzas entre Santiago y Valparaíso. La cantautora, que entonces se hacía llamar “Violeta de Mayo”, era una atípica ama da casa, que iba de puerto en puerto, cantaba en las radios y hasta participaba en un grupo de teatro que hacía giras por todo el país. En 1949, al año siguiente de su ruptura, se casó en segundas nupcias con Luis Arce, tapicero y aficionado al billar. Tuvieron dos hijas, Carmen Luisa, ese mismo año, y Rosita Clara, en 1952.
Fue durante esa década cuando Parra encontró un camino propio. Grabó los exitosos sencillos “Casamiento de negros” y “Qué pena siente el alma”. Tuvo un programa ( Canta Violeta Parra ) en Radio Chilena y ganó el Premio Caupolicán a la folklorista del año (1954). Paralelamente, se entregó a una ambiciosa tarea de recopilación folklórica: durante 15 años recorrió los diferentes barrios de Santiago y también el norte, centro y sur del país, para rescatar la música tradicional chilena. Primero, provista sólo de lápiz y papel y luego, con un grabador Philips que compró en Europa.
De esa infatigable tarea salieron más de tres mil temas, reunidos en el libro Cantos folklóricos chilenos , y sus primeros discos como solista, que editó EMI Odeón, con canciones tradicionales del campo chileno. Su travesía le permitió descubrir los valores de la identidad nacional como nadie lo había hecho antes, y reinterpretarlos en su propio trabajo. Pese a ello, era una mujer incomprendida.
Chile es un país ingrato con sus artistas. Lo supo Gabriela Mistral, que sufrió el desdén de la intelectualidad de mediados del siglo XX, por sus orígenes campechanos, y recibió el Nobel antes que el Premio Nacional de Literatura. Así lo vivió también la propia Violeta, quien se sentía más apreciada en el extranjero y vivió en París, en dos períodos. (En la Argentina estuvo en 1961. Acá cantó en peñas, expuso sus pinturas, se presentó en la TV y dio recitales en el Teatro IFT).
Como Parra encarnaba lo popular, opuesto a la cultura oficialista y elitista, el establishment no la quería. Sus colegas tampoco. ¿De qué se las daba esa mujer de orígenes humildes, hablar directo y aspecto desaliñado? A la salida de un programa radial, un músico llegó a acusarla de haberse robado la tonada “La jardinera”. No creía que fuera suya. Cosas como ésa la desalentaban.
“Tu dolor es un círculo infinito/ Que no comienza ni termina nunca/ Pero tú te sobrepones a todo/ Viola admirable?” Así la describió su hermano Nicanor en su conocido poema “Defensa de Violeta” (1960). “Pero los secretarios no te quieren?/ Porque tú no te vistes de payaso/ Porque tú no te compras ni te vendes/ Porque hablas la lengua de la tierra/ Viola chilensis. ¡Porque tú los aclaras en el acto!”
Gracias a que la invitaron a un festival juvenil en Polonia a mediados de los años 50, Violeta visitó la Unión Soviética y otros países de Europa. En París grabó sus primeros long plays ( Guitare et Chant: chants et danses du Chili , 1956), y una serie de canciones tomadas del folklore chileno que saldrían, luego, en diferentes compilaciones. El éxito que obtuvo era inédito para cualquier artista chileno. Pero esa alegría se empañó con la muerte de su hija Rosita Clara.
Si bien no volvió a Chile inmediatamente, en una de las cartas de 1965, que le escribió a Nicanor antes de dejar París por segunda vez, se refirió a ese episodio, que la había marcado. “Claro que vuelvo con todos mis brotecitos al hombro”, le decía. Y agregaba: “Maldita madre sería si los dejara tan solos, ya ves lo que me pasó el año 58, falta una flor en el ramo?”.
Instalada otra vez en Chile, a fines de la década del 50, se dedicó a crear copiosamente. Y se reveló como cantante preocupada por los temas sociales, con letras comprometidas. “Yo canto la diferencia/ que hay de lo cierto a lo falso/ de lo contrario no canto”, declaraba en su tema “Yo canto la diferencia”. Sin ser militante política, escribía letras que denunciaban las injusticias de su época, y que tienen resonancia hasta hoy.
Por entonces, también fundó el Museo Nacional del Arte Folklórico Chileno, dependiente de la Universidad de Concepción. Y dio cursos de folklore y recitales en diferentes universidades. Además, su labor artística se diversificó: comenzó a trabajar en cerámicas y a hacer pinturas al óleo.
Debido a una hepatitis cayó en cama. Y como no podía estarse quieta, probó con la tapicería. ¿El resultado? Sus arpilleras, verdaderas explosiones de color que bordaba con lo que tuviera a mano (ya que el dinero le era escaso) y que también eran una forma de protesta. En La rebelión de los campesinos , por ejemplo, plasmó la indignación que le provocaba que los trabajadores (como su abuelo materno) dejaran el alma en el campo, a cambio de lo poco que ganaban.
Qué pena siente el alma
Un 4 de octubre, para un cumpleaños de la artista chilena, llegó a su puerta Gilbert Favre, musicólogo, pintor y carpintero suizo, que se convertiría en el gran amor de su vida. El “gringo”, como lo apodaban, era 19 años menor y estaba realizando un recorrido por Chile. En su libro, Ángel Parra, que los presentó, dice que él y su madre “eran dos seres que se andaban buscando”. La conexión fue inmediata. Y duró cinco años.
Favre era suave y tosco a la vez. Encontró en Violeta a “una mujer fuerte, creativa, enamorada de su trabajo, libre como el viento”. Una mujer apasionada y posesiva, que también conocía la ternura. “Yo soy un pajarito que puedo subirme en el hombro de cada ser humano, y cantarle y trinarle con las alitas abiertas, cerca. muy cerca de su alma?”, le escribía ella en una de las cartas que aún se conservan. Mientras Violeta se dedicaba a su trabajo, Favre hacía los bastidores de sus cuadros y mantenía una relación complicada con la música (tocaba el clarinete y la quena). Quería expresarse, pero relegaba su propia búsqueda, aunque lo hacía de buen grado.
En 1964 Violeta Parra se convirtió en la primera latinoamericana que expuso en el Museo del Louvre. En esa época también surgieron canciones combativas, como “Qué dirá el Santo Padre”, “Arauco tiene una pena” y “Según el favor del viento”. Serían los cimientos de la Nueva Canción Chilena, corriente musical que abrazaron sus hijos Ángel e Isabel, otros artistas como Víctor Jara, Rolando Alarcón, Patricio Manns y grupos como Inti-Illimani, Quilapayún e Illapu.
En 1965, de regreso en Chile, Violeta se instaló en la comuna de La Reina, entonces ubicada en los límites de Santiago, con una carpa grande y vistosa, y la idea de convertirla en un centro de cultura folklórica. Pero no obtuvo la respuesta que quería. La distancia no ayudaba y el público no la apoyó. Sus vecinos tampoco. Se quejaban constantemente del ruido, aunque no hubieran puesto un pie allí.
En una entrevista que había dado en Suiza aquel año, le preguntaron qué medio elegiría de todos los que utilizaba para expresarse. Ella respondió: “Elegiría quedarme con la gente. Son ellos quienes me impulsan a hacer todas estas cosas”. La indiferencia del público chileno fue uno de los factores que desencadenaron su muerte. Paradójicamente, el día que murió, miles de personas llegaron hasta su carpa a rendirle tributo? Ya no les quedaba demasiado lejos.
Trabajadora como era, nunca dudó de lo que hacía. Sabía que era una artista única en su tipo: sin formación académica pero dueña de sus propios sonidos. Una compositora notable, que antes de morir elaboró música culta para guitarra, a la que llamó “Anticuecas”, y que estaba en la cima de su carrera.
De su tormentosa relación con Gilbert surgieron canciones como “Corazón maldito”, “El gavilán”, “Qué he sacado con quererte” y “Run Run se fue pa’l norte”, entre otras. Pero no pudo retenerlo con canciones. A él se le acabó el amor. Y Viola quedó vulnerable. Sola en una inmensa carpa, donde trabajaba desde la mañana hasta la madrugada, ya fuera en la cocina (haciendo empanadas y anticuchos, y preparando mistelas) o sobre el escenario.
Después de la separación, el “gringo”, que fumaba como chino, se fue a Bolivia, donde fundó el conocido grupo Los Jairas, y se casó con otra. “Mi madre no lo retuvo. Al contrario, lo estimuló. La relación estaba mustia, fatigada, lo fue a visitar, convencida de que no habría vuelta atrás. Lo conversamos sin lágrimas de su parte”, relata Ángel en su libro. De todos modos, las letras de Violeta dolían por todos lados: “Run-Run se fue pa’l Norte/ yo me quedé en el Sur, al medio hay un abismo/ sin música ni luz”. A la vuelta de su viaje se llevó consigo grupos bolivianos que se presentaban en la carpa. A sus hijos, los visitaba cada día. Y en casa de Isabel disfrutaba de escuchar a los Beatles.
Internamente, no daba más. En “Run Run” había escrito “que la vida es mentira, que la muerte es verdad”. Estaba desencantada. Y había intentado varias veces acabar con su vida. Hasta que, como dice su hijo Ángel, ese 5 de febrero, el balazo fue el “drástico fin de todos sus tormentos. Drástico. Como le gustaban las cosas a ella”.
LA NACION