07 Feb El general que desnudó la guerra
Por Héctor Horacio D’Amico
Como en toda derrota, como en toda victoria, Malvinas ocurre siempre en el presente.
Hace 30 años, uno o varios hombres sin rostro ni nombre, pero con tics propios de los agentes de inteligencia, le filtraron a una revista que ya no existe el documento secreto más temido por la Junta Militar y, a la vez, el más esperado por la opinión pública: el Informe Rattenbach. El aporte de ese documento no fue sólo conocimiento, sino también catarsis. Por primera vez los argentinos tenían ante sus ojos las razones de la derrota que significó uno de los mayores golpes a la autoestima y al sentido mismo de pertenencia a una nación.
El Informe, como en una tragedia, nació atrapado entre dos ambiciones antagónicas e irreconciliables. Una, la necesidad del gobierno militar, desprestigiado y agónico, de ocultar los hechos o, por lo menos, de intentar maquillarlos; la otra, la demanda de la sociedad de comprender por qué una gesta patriótica, celebrada masivamente por la población, se había degradado en apenas tres meses a una aventura militar que dejó 1000 muertos y 3000 heridos entre ambos bandos.
La promesa de la Presidenta de desclasificar el documento confirma que la historia es más perseverante que el designio de los hombres. La mención del general Benjamín Rattenbach tal vez no significa mucho, seguramente nada, para las generaciones que no tienen recuerdos personales del conflicto. Bastará decir, entonces, a modo de ayudamemoria, que Rattenbach (en alemán significa “arroyo de ratas”) era el más antiguo de los generales y uno de los de mayor prestigio cuando la Junta Militar decidió, seis meses después de la caída de Malvinas, formar una comisión de altos oficiales retirados de las tres fuerzas para investigar lo ocurrido en las islas. Lo que no tuvo en cuenta la Junta es lo que el viejo general haría con ese mandato.
Autor de varios libros, entre ellos El sistema social militar de la sociedad moderna y Sobre el país y las fuerzas armadas , reflexivo, estudioso, se definía como un militar “profesionalista” que se había perfeccionado en Berlín. Respetuoso del protocolo, estrechó en una ocasión la mano de Hitler, alguien por el que sentía desconfianza y desprecio.
La enorme distancia entre lo que el gobierno pretendía de la investigación y los resultados logrados por Rattenbach fue el punto de no retorno en una relación que se deterioró hasta alcanzar actitudes miserables, como el espionaje interno, las intrigas, la adulteración de documentos y el vacío social que le impusieron camaradas de toda la vida. La decisión secreta de no dar a conocer el Informe provocó, como era de esperar, alivio en algunos sectores de las Fuerzas Armadas y enorme frustración en otros.
La negativa tuvo el efecto de una bomba de fragmentación arrojada no sobre el enemigo, sino sobre militares profesionales y conscriptos que habían combatido bajo una misma bandera. Actos heroicos, flaquezas, aciertos y errores quedarían confundidos y sepultados en masa bajo el anonimato del silencio. Con ironía cruel, oficiales decepcionados hablaban de “el último desaparecido”, para referirse al texto de 300 carillas que quedó archivado juntando polvo durante décadas en “El Fortín”, la habitación blindada y supuestamente más segura del tercer piso del Estado Mayor del Ejército.
Escrito a máquina a doble espacio, con riguroso estilo militar, forrado en cuero, el documento reúne los testimonios de setenta altos oficiales que tuvieron responsabilidades en el conflicto. Es el mayor ejercicio de autocrítica hecho sobre Malvinas, el que contiene la más precisa enumeración de los gravísimos errores cometidos.
Contrariamente a lo que se ha repetido tantas veces, en el texto no se pide la pena de muerte para los miembros de la Junta que gobernaba en 1982. Lo que hace es encuadrar al teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri y al almirante Jorge Isaac Anaya en artículos del Código de Justicia Militar que los hacen pasibles de la pena de muerte o de reclusión perpetua. Para el tercer miembro, el brigadier Basilio Lami Dozo, contempla la pena de destitución y reclusión por tiempo indeterminado. Pide sumario militar para el teniente de navío Alfredo Astiz y responsabiliza al Comité Militar, al que acusa de “exceso de optimismo, exitismo e incapacidad para el planeamiento de operaciones bélicas”. Contempla, además, la posibilidad de someter a juicio político al canciller Nicanor Costa Méndez.
En 300 páginas se describen también casos de valentía y arrojo ante el enemigo, comportamiento ejemplar en las trincheras y en la retirada final hacia Puerto Argentino, tanto de oficiales con mando como de conscriptos, pero esas referencias son la excepción cuando de lo que se trata es de explicar una derrota, no una victoria. Leídas hoy, a pesar de los años, las conclusiones del Informe remiten a “un tiempo que no podemos entender”, como sentenció Borges en la última línea de “Juan López y John Ward”, el único poema que Borges escribió sobre Malvinas.
“La clase 1963 no había completado su instrucción básica ni había completado la instrucción elemental de tiro y combate.” “Un grave error de conducción fue querer conducir, a la vez, el país y la guerra.” “El 60 por ciento de las bombas argentinas sobre buques británicos no explotaron porque no tenían su tren de fuego preparado para blancos navales.” “No existía un plan de defensa de las islas en caso de que Gran Bretaña decidiera recuperarlas por la fuerza.” “No hubo un objetivo estratégico militar claro.” “Esta guerra se encaró con unas fuerzas armadas equipadas, organizadas e instruidas solamente para un conflicto regional. La acción de las tres Fuerzas Armadas se hallaba vigilada desde un principio por las divergencias y rivalidades que existían en ellas en tiempos de paz.”
El Informe salió a la luz el 23 de noviembre de 1983, en una extensa nota de tapa en la revista Siete Días . La operación que precedió esa primicia parecía inspirada, por ciertas extravagancias, en las intrigas de John Le Carré y comenzó en una mesa de la confitería París, a pasos de la plaza San Martín y del Círculo Militar.
En un encuentro breve, de pocas palabras, un periodista recibió un papel con pequeñas anotaciones que tenían el aspecto de jeroglíficos. Eran listas con direcciones y horarios. Las direcciones correspondían a teléfonos públicos situados en las calles del centro, Retiro, Palermo y Recoleta. Cada teléfono, a su vez, tenía asignado el horario en el que alguien debía levantar el tubo para recibir instrucciones. Esa fue la hoja de ruta que guió a los periodistas hasta los lugares donde habían sido dejados sobres con fotocopias de los capítulos del Informe. Fue una filtración por entregas, una versión rudimentaria de lo que décadas después haría WikiLeaks. Al atardecer del día D, un feriado, el documento completo estaba en la redacción de la revista.
El gobierno fue alertado en cuestión de horas de la filtración, también algunos medios. Los abogados de la revista estaban convencidos de que se produciría un allanamiento o una clausura. Los tiempos industriales no ayudaban: imprimir la edición completa y llevarla a los quioscos demandaba 48 horas. En una reunión que duró hasta la madrugada, mientras media redacción se ocupaba de la tarea más difícil, como era la de verificar la autenticidad del documento con fuentes de mucha confianza, editores y abogados decidieron poner en marcha tres estrategias. Intentaban improvisar un salvavidas en medio de la tempestad.
La primera de las estrategias consistía en publicar lo sustancial del documento no en una sino en dos ediciones consecutivas, con la esperanza de que la opinión pública presionara al gobierno antes de que éste embistiera contra la revista. La segunda era compartir fragmentos de los capítulos con los grandes diarios, para asegurarse de que la investigación se haría pública al margen de lo que ocurriera con la revista. La tercera, y más discutida, fue echar mano al genero de ficción, crear una suerte de relato alternativo, para resguardar las circunstancias y los detalles del operativo. Así nació la versión, la más difundida, de que el documento había sido dejado en forma anónima, sobre el depósito de agua de un baño, en el Bar o Bar, el restaurante en donde solían almorzar los periodistas. Era poner la ficción al servicio de la verdad.
La publicación de lo ocurrido en Malvinas tuvo en la sociedad el impacto contradictorio, agridulce, que provocan los secretos más buscados cuando finalmente llegamos a comprenderlos. La Nacion, en un editorial, describió “la honda conmoción que ha sufrido la opinión pública con la noticia”, y recordó, al mismo tiempo, la persistencia del gobierno en el error, en seguir ocultando una investigación que hubiera correspondido dar a conocer en forma inmediata y desde el gobierno, no desde la prensa. La edición de la revista se agotó en horas y la redacción nunca llegó a atender las llamadas de lectores, embajadas, ex combatientes, políticos y medios de todo el mundo que intentaban conseguir una copia del Informe.
El general Reynaldo Bignone, a cargo de la presidencia, el mismo que había ordenado la formación de la Comisión Rattenbach, ajeno a los reclamos, al enojo y a la tristeza colectiva, se aferró al error. Ordenó demandar a la revista, pidió a las Fuerzas Armadas que identificaran a quienes habían filtrado el documento y exigió conocer el paradero y los movimientos de las trece copias existentes. El diario Tiempo Argentino, cercano a los militares, fue el único medio que justificó el cierre de la revista con el argumento de que le había proporcionado información estratégica al enemigo.
Tres periodistas de Siete Días fuimos acusados de “revelar secretos políticos y militares concernientes a la seguridad, los medios de defensa y las relaciones exteriores” y llevados a declarar ante un tribunal militar que tenía sede en el Ministerio de Defensa. Al finalizar el primer interrogatorio recibimos la llamada menos pensada: era Raúl Alfonsín, el presidente electo, que un mes antes había ganado las elecciones. Quiso saber cómo nos trataban y se ofreció para colaborar con la defensa si las cosas se complicaban.
El juicio duró lo que tardaron los militares en dejar el poder. Se disolvió en el aire, sin explicaciones ni veredicto. Asociado a él, persiste una imagen que es todo un cliché de la época: dos Falcon verde, porque siempre eran dos, que llegaban a nuestros domicilios para hacer entrega de unos sobres enormes, color madera, con el motivo de la citación escrita en el ángulo superior derecho: “Traición a la Patria”.
El general Rattenbach, que rondaba los 90, recibió una reivindicación tardía y algunos tibios homenajes. Pero no tuvo paz. Descubrió que partes del Informe habían sido adulteradas, supuestamente para aliviar la situación de algunos oficiales, entre otros, la del teniente de navío Alfredo Astiz, por rendir su tropa sin ofrecer la debida resistencia. Comprobó también que se habían introducido cambios en varias páginas de la copia que lleva el número 02 y posiblemente otras en la copia 06. En soledad y trabajando desde su domicilio, tomó la decisión de proteger tanto esfuerzo reuniendo pruebas y reconstruyendo la trama de las alteraciones para elevar después un escrito a la cúpula de las Fuerzas Armadas y a la Justicia. Pero murió antes de completar el nuevo informe.
Después del funeral, su hijo, el coronel y músico Augusto Rattenbach, fue testigo de un episodio insólito que tiene la agravante de que ocurrió en democracia. Un hombre, que se presentó en el domicilio familiar como enviado del Ejército, dedicó tres días a revisar una y otra vez, con la paciencia de un ostra, los papeles privados, apuntes y documentos que el dueño de casa había reunido en su larga carrera. El hijo está convencido de que buscaba las anotaciones que el general había tomado para denunciar la falsificación, pero no tiene certeza de que las haya encontrado.
El día del anuncio lo consulté a Augusto Rattenbach para saber qué opinaba de la decisión de la Presidenta. “Ya era hora”, respondió.
LA NACION