08 Dec Elogio del noviazgo
Por Miguel Espeche
Buena cosa es el noviazgo. No hay por qué sacarlo del mapa en lo que a vínculos se refiere, ni hay razón para borrar la palabra del diccionario. Tampoco existe causa para acusarlo de vetusto o de asfixiante, culpándolo del índice de divorcios o de los niveles de infelicidad que sufre un porcentaje importante de quienes eligieron la vida compartida de a dos.
A pesar de sus innumerables virtudes, al noviazgo lo han tratado mal. Tal vez porque el noviazgo es un gerundio, un “ir yendo” hacia algún lado, y esto parece no servir en un mundo que vive al día y pretende abolir el horizonte. Sin embargo, se está viendo que “no ir para ningún lado” y ser “libres como hoja al viento” no es necesariamente sinónimo de libertad, sino de ser, muchas veces, esclavos… del viento.
Es verdad que es diferente creer que se está yendo hacia algún lugar que saber exactamente cuál es ese lugar y describirlo con pelos y señales, como si ya se supiera todo de antemano y cerrándole el camino a lo nuevo, a la sorpresa, a lo impensado.
El horizonte no es el futuro, sino lo que se ve desde el presente de ese futuro aún desconocido.
“Ir hacia” ese horizonte no es sinónimo de que uno ya sepa, exactamente, cómo será todo lo que está “allá”. Saber cómo será el final de la película (o creer saberlo) puede ser muy tranquilizador (noviar, luego tener un buen trabajo, después casarse, tener hijos, jubilarse), pero es también comprarse un pasaje al aburrimiento y a la muerte del estusiasmo, ese entusiasmo que sólo vive cuando la vida es una aventura y no un guión ya escrito en clave de rutina.
Podemos entender que se haya creído que decir “noviazgo” es matar el presente y pretender atar el futuro a nuestros designios, pero, insistimos, esto no es culpa del noviazgo sino de la pretensión humana de imponer ideales edulcorados, automáticos y asfixiantes a la aventura de vivir.
Es interesante comprobar que muchos y muchas son novios sin animarse a decirlo. Ya desde hace tiempo hay personas que, al llegar a una reunión social, presentan a sus “parejas” sin decir la palabra “novio/a”, que gatillaría, según el mito, el reflejo condicionado que lleva a hombres y mujeres hacia el camino del encierro, la muerte del mágico juego amoroso, el marasmo afectivo que apaga toda vitalidad y… al altar, ese lugar temido y a la vez anhelado por tantos.
Así como antes la mención a la sexualidad generaba un pudor importante, ruborizaba mejillas y hasta abría juego al vilipendio social, hoy la cuestión del noviazgo ofrece síntomas similares. Convengamos, definir como “novio” o “novia” a alguien con quien se tiene una relación afectiva es algo que se hace con la prudencia, el rubor y la sensación de exposición que antes era vivida al referirse a las cuestiones sexuales.
Insistimos: no es culpa del noviazgo que se apaguen los amores. Por causa de creerlo culpable de tanto desengaño se lo esconde de manera vergonzante, se apunta a la convivencia inmediata y apurada con tal de no soportar el tránsito por su territorio maldito o, por el contrario, se evita cruzar las aguas del compromiso para no quedar contaminados por la palabra impronunciable.
En estos tiempos lleno de modernidades talibanas, siempre hay que aclarar lo que sigue: hablar del noviazgo no es, ni remotamente, hablar mal de otras maneras de estar en pareja.
Hay palabras distintas para nombrar a los que empiezan a salir, a los que están de paso por un vínculo, a los convivientes y así en más. No se pretende afirmar que esos estadíos vinculares no debieran existir o son perjudiciales en algún sentido.
Las parejas encontrarán, mejor o peor, sus rumbos, ensayando diferentes estilos de acuerdo con las idiosincrasias y los momentos vitales de los que están juntos. Aquí sólo se pretende apuntar que el noviazgo, con esa palabra y todo, es una opción que vale tener presente en el menú siempre rico y policromático de los amores, más allá de que algunos lo tienen por malo o poco apetecible para nutrir a la pareja de la mejor manera.
Conocerse, confiarse, permitir que crezca el afecto, irse cada uno para su casa tras la salida y así respirar el propio aire, usar el tiempo como amigo y no como enemigo que hay que derrotar, conocer a los padres del novio o de la novia con algún tipo de ritual que de valor a la cuestión… todo hace a la singularidad a la que habilita el juego del noviazgo. No es garantía definitiva de nada (¿qué lo es?), pero ayuda a que lo bueno se mejore y lo malo salga a la luz, sobre todo cuando lo que se hace va acompañado de buen criterio, ganas de disfrutar el vínculo y ausencia de ansiedades y apuros.
Novios jóvenes y no tanto, con hijos de anteriores parejas o nuevitos en esto de andar de amores, novios gustosos de las formalidades o novios más relajados y modernosos, eso no importa. Lo que vale es un “irse conociendo” mientras se habita un territorio en el que hay un compromiso deseado (no el forzado, claro está). Ese compromiso llamado noviazgo “va yendo” hacia algún lugar significativo y en clave de maduración creciente, sin ocultamientos semánticos que diluyan lo que no merece ser diluido.
Ni la “insoportable levedad del ser” que navega por las aguas sin puerto alguno ni la fosilización vital que proponían antiguas costumbres antediluvianas. La idea es darle cauce y palabra a lo valioso de una forma del amor como es la del noviar, sin que la dictadura del apuro ni la del formalismo asfixiante trunquen lo que merece vivir y tener, a mucha honra, el nombre que le corresponde.
LA NACION